Gloria Diaz

Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado; Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre desarrollo; especialista tanto en Gestión Regional del Desarrollo como en Gestión Pública e Instituciones Administrativas de la Universidad de los Andes. Tiene amplio conocimiento y experiencia en agenda legislativa y control fiscal, y un gran interés por la implementación, ejecución y evaluación de políticas públicas. Gerenció la Contraloría General de la República en el departamento de Boyacá. Así mismo, fue Edilesa de la localidad de Santa Fe.

Gloria Diaz

Niñez Emberá: víctimas del incumplimiento y la instrumentalización

Mayo de 2025 volvió a poner sobre la mesa una problemática que Colombia no ha sabido resolver con dignidad: el desplazamiento de comunidades indígenas y el drama prolongado de los Emberá en el Parque Nacional en Bogotá. Más allá de la ocupación del espacio público y del debate entre competencias nacionales y distritales, esta crisis nos confronta con un hecho ineludible y moralmente inaceptable: cientos de niños indígenas viven hoy expuestos a condiciones de insalubridad, desprotección y manipulación política en pleno corazón de la capital. En un país que se precia de tener una Constitución garante de derechos fundamentales, es un escándalo que persistan estos niveles de abandono.

En los últimos días, cerca de 300 personas de la comunidad Emberá volvieron a asentarse en el Parque Nacional, luego de que se incumplieran los compromisos pactados para su retorno seguro y voluntario a sus territorios. Entre ellos hay más de 200 niños, muchos de los cuales presentan afectaciones en su salud, han perdido el año escolar, y algunos incluso han sido instrumentalizados para obstaculizar los intentos del Distrito por prestar atención social. 

Las imágenes son dramáticas: niños durmiendo a la intemperie, expuestos a enfermedades respiratorias, sin garantías mínimas de alimentación o educación. Se trata de una crisis de derechos humanos, pero también de una vergüenza política.

El drama no es nuevo. Desde 2021, se han producido tomas intermitentes del Parque Nacional por parte de esta comunidad, en protesta por el incumplimiento sistemático del Gobierno Nacional a los compromisos relacionados con su retorno. Han pasado tres administraciones en la Unidad para las Víctimas, múltiples reuniones de concertación y varios intentos de traslado, sin que se llegue a una solución estructural. Esta situación ya no puede explicarse como una falla burocrática: es una negligencia institucional grave y reiterada que vulnera directamente a los más pequeños.

El Estado colombiano ha firmado acuerdos con la comunidad Emberá para garantizar procesos de retorno seguro a los territorios ancestrales. Sin embargo, lo que se ha evidenciado es la desarticulación total entre el nivel nacional y el distrital. Mientras la Alcaldía de Bogotá ha hecho esfuerzos concretos —como la implementación de la Estrategia Móvil 24/7, los Centros Amar y la inversión de más de 22 mil millones de pesos en atención integral— el Gobierno Nacional ha sido errático, ha cambiado constantemente a los funcionarios responsables y ha postergado indefinidamente las soluciones de fondo.

Cabe destacar que la Alcaldía de Carlos Fernando Galán ha sido clara en su posición: no puede ser que Bogotá sea la única ciudad del país asumiendo las consecuencias del conflicto armado y del abandono estatal en los territorios. Galán ha pedido públicamente que el Gobierno Nacional cumpla su responsabilidad con los pueblos indígenas desplazados, y ha denunciado con contundencia la instrumentalización de los menores. Asimismo, el Distrito ha documentado casos en los que los niños han sido impedidos de asistir a clases o de ingresar a los centros de atención dispuestos, por decisión de adultos de la misma comunidad. Esa es una línea roja que no podemos permitir que se cruce.

Porque, más allá del conflicto institucional, lo que está en juego son los derechos de la infancia. Los niños indígenas tienen derecho a crecer en entornos protectores, a la educación, a la salud, a la recreación y al desarrollo integral. El hecho de que hayan sido arrastrados a una situación de ocupación forzada, en condiciones de precariedad extrema, configura una violación flagrante del interés superior del niño, principio rector de nuestra Constitución y de los tratados internacionales ratificados por Colombia.

Ahora bien, el artículo 44 de la Constitución Política establece que los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás, ¿cómo conciliar entonces que, en pleno 2025, tengamos a decenas de niños viviendo en carpas, caminando descalzos sobre concreto, sin acceso a agua potable, sin clases y siendo usados como herramientas de presión política? No se trata de estigmatizar a una comunidad vulnerable, pero sí de denunciar la forma en que ciertos líderes han instrumentalizado la presencia infantil para obtener beneficios políticos o mediáticos. La pobreza no puede ser excusa para la manipulación.

Algunos sectores han relativizado esta situación argumentando que se trata de una forma de resistencia cultural o de autonomía indígena. Pero la defensa de la diversidad no puede usarse para justificar la violación de derechos fundamentales. El pluralismo jurídico en Colombia tiene límites claros cuando se trata de proteger a los niños. Si cualquier acción, por legítima que sea desde la perspectiva comunitaria, pone en riesgo la salud o el bienestar de los menores, debe ser intervenida por el Estado con firmeza, pero también con sensibilidad cultural.

Por otro lado, la situación expone una contradicción profunda: hablamos de un país que se declara en “paz total”, pero que no garantiza condiciones de retorno a poblaciones víctimas del conflicto. El 90% de la comunidad Emberá asentada en Bogotá es víctima del desplazamiento forzado. Vienen del Chocó, del Risaralda, del norte del Cauca, de zonas históricamente abandonadas por el Estado. Huyeron de la violencia y del hambre, pero en Bogotá se encontraron con la indiferencia. No hay paz posible si los acuerdos no se cumplen, y si las víctimas son las primeras en ser revictimizadas.

En medio de este escenario, la niñez Emberá ha sido silenciada. No hay una política nacional clara que priorice su situación. Las cifras sobre desnutrición, enfermedades respiratorias y deserción escolar siguen creciendo, pero el enfoque estatal ha sido reactivo y desarticulado. Se responde con operativos humanitarios cuando la crisis ya estalló, pero no se trabaja con una visión de largo plazo. Y mientras tanto, crece una generación de niños sin tierra, sin escuela, sin salud y sin horizonte.

En tal sentido, el problema no es solo de política social, sino también de enfoque territorial. Las comunidades indígenas desplazadas no pueden seguir siendo tratadas como “problemas de ciudad”. El gobierno debe abordar esta situación desde una perspectiva de restitución de derechos colectivos, con enfoque étnico, garantizando no solo retornos formales, sino condiciones reales para el arraigo: seguridad, tierras, salud, educación bilingüe y participación efectiva. Lo contrario es repetir el ciclo del desplazamiento forzado.

Es urgente que la Presidencia de la República, la Unidad para las Víctimas, el Ministerio del Interior y el ICBF lideren una ruta clara, con cronograma definido y recursos garantizados. Bogotá no puede seguir esperando mientras la comunidad Emberá es devuelta una y otra vez al Parque Nacional. Esta no es una toma más; es una emergencia humanitaria crónica que se alimenta del incumplimiento y la desidia.

El papel del ICBF en esta coyuntura también debe ser más proactivo. No basta con visitas o intervenciones puntuales. Se requiere una política de protección especial para los niños indígenas desplazados, que garantice su acceso a la salud mental, al acompañamiento psicosocial y a la restitución plena de sus derechos. La interculturalidad no puede ser excusa para la omisión.

A su vez, debe abrirse un debate ético y político más amplio sobre el uso de los menores en contextos de presión social. Así como condenamos el reclutamiento infantil por parte de grupos armados, debemos condenar con igual severidad el uso de los niños como escudo político en protestas sociales. La pobreza nunca debe servir como justificante para poner en riesgo a los más vulnerables.

La ciudadanía también tiene una responsabilidad. No podemos acostumbrarnos a que la presencia de niños Emberá en carpas en el Parque Nacional se convierta en paisaje. El deterioro de la sensibilidad social frente a estas escenas habla del desgaste ético de nuestra sociedad. Hay que recuperar la indignación activa, exigir al Gobierno soluciones, y entender que la niñez indígena también es nuestra niñez.

En lugar de seguir debatiendo si corresponde al Distrito o a la Nación resolver este tema, lo que corresponde es una respuesta articulada, digna y urgente. El retorno seguro y voluntario debe dejar de ser una promesa, y convertirse en una acción concreta. No por presión mediática, sino por el respeto elemental a la vida de los niños y niñas indígenas que hoy sobreviven en medio del abandono.

Que esta columna sirva como recordatorio incómodo, pero necesario: si seguimos permitiendo que se vulneren los derechos de la infancia indígena, no podremos hablar de democracia, ni de Estado Social de Derecho, ni de paz. Seremos, simplemente, un país que falla en lo más básico: cuidar a quienes no tienen cómo defenderse. Esa es una deuda moral que ya hemos dejado vencer demasiadas veces.

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