Cristina Plazas Michelsen

Abogada y columnista. Ha desempeñado cargos destacados como directora del ICBF, edil de Chapinero, concejal de Bogotá, alta consejera presidencial para la Mujer, secretaria privada de la Presidencia y secretaria del Consejo de Ministros. Se ha distinguido por su compromiso con la defensa de los derechos de la niñez y las mujeres, así como por su postura firme contra la corrupción y la improvisación en la política.

Cristina Plazas Michelsen

Nos quedamos sin autoridad

Confieso que hace unos días, al ver los desmanes en las afueras de la Universidad Nacional y en la Embajada de Estados Unidos, lo primero que pensé —como muchos colombianos— fue: ¿Dónde está la Policía? Fue una reacción ligera. Después de investigar un poco, entendí que detrás de esa pregunta hay una realidad mucho más compleja.

Por eso hoy quiero hacer un mea culpa y, sobre todo, un llamado a reconocer la labor de miles de policías que arriesgan su vida cada día por protegernos, muchas veces sin el respaldo del Estado ni de la sociedad.
Bogotá tiene una población muy similar a la de Nueva York. Sin embargo, mientras esa ciudad cuenta con 55 mil policías, nosotros apenas tenemos 16 mil, es decir, 200 por cada 100 mil habitantes. Para llegar al mínimo aceptable —300 por cada 100 mil— necesitaríamos al menos 8 mil más. Y si quisiéramos alcanzar el nivel de Nueva York, harían falta 39 mil policías adicionales. No se trata solo de falta de voluntad política: no hay suficiente personal, ni infraestructura para formarlo, ni condiciones que incentiven el reclutamiento.
Ser policía ya no es atractivo.

La narrativa de los últimos años, especialmente desde el estallido social, convirtió a la Policía en el enemigo público, y eso tuvo consecuencias profundas. Muchos medios y líderes políticos contribuyeron a distorsionar su imagen.

Ser policía, en vez de ser un honor, se volvió casi una carga. Hoy, no es fácil reclutar nuevos efectivos.
Desde los acuerdos de paz, el país descuidó la planeación en materia de seguridad. Cuando Juan Carlos Pinzón dejó el Ministerio de Defensa, proyectó que Colombia debía tener 250 mil policías para enfrentar el posconflicto. Hoy hay apenas 150 mil. Llevamos siete años sin hacer lo que corresponde.

A esto se suma un problema aún más delicado: la Policía está jurídicamente desprotegida. Las normas, sentencias y decretos que regulan la protesta —como el Decreto nacional 003 de 2021 y el distrital 053 de 2023— limitan su accionar al punto de inmovilizarlos. La Corte Constitucional lleva años pidiendo al Congreso que reglamente el derecho a la protesta, pero este no ha hecho nada. Así, las normas nacieron de la improvisación para apagar crisis y, cuando se gobierna a punta de crisis, no se resuelven problemas.

El resultado ha sido dar garantías excesivas a quienes protestan violentamente y limitar al máximo a quienes deben restablecer el orden, dejando a los ciudadanos en medio, desprotegidos.

En este país, un uniformado puede terminar preso por defenderse. En un barrio de una ciudad, un policía fue pateado por varios sujetos y no utilizó su arma por la teoría de la proporcionalidad. Luego salieron otros y lo acuchillaron. Tiempo después, un compañero pasó por la misma esquina, fue también agredido, vio que se iba a repetir el ataque y utilizó su arma. Hoy está preso. Las normas son restrictivas para quien debe imponer el orden y amplias para quien lo destruye.

La salida del general Triana es otro mensaje desmoralizador. Lo sacaron con la excusa de los hechos ocurridos en Amalfi, tres meses después de los sucesos. Pero qué coincidencia que fue el mismo día en que controló los desmanes del Congreso de los Pueblos —brazo político del ELN— que intentaba tomarse la Embajada de Estados Unidos. El gobierno mandó un mensaje claro: quien hace cumplir la ley, no va más. Con razón muchos policías hoy sienten miedo. Hagan lo que hagan, pierden: por acción o por omisión.

A esto se suma otro obstáculo: la falta de articulación institucional. La Policía tiene encima a la Personería, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y otras entidades de control, además de las Cortes. Cada una exige algo distinto. No hay coordinación ni reglas unificadas, lo que deja a los policías en medio de presiones contradictorias y decisiones fragmentadas.

El país ha sido indolente frente a la necesidad de fortalecer su Fuerza Pública. No tenemos reglas claras ni un propósito nacional que proteja a quienes nos cuidan. El resultado es una sociedad desprotegida frente a un pequeño grupo que abusa del derecho a la protesta y una Policía atrapada entre la exigencia ciudadana y las limitaciones legales.

Colombia necesita una ley moderna y contextualizada que reglamente el derecho a la protesta sin copiar modelos extranjeros que no entienden nuestra realidad, donde incluso grupos armados ilegales manipulan la movilización social. El derecho a protestar jamás puede estar por encima de los derechos de los demás ciudadanos: el derecho a trabajar, a circular, a vivir en paz.

El próximo presidente y Congreso deberán recuperar la autoridad del Estado, fortalecer el pie de fuerza y dotar a la Policía de respaldo jurídico y operativo. No hacerlo sería condenar al país al desorden permanente.

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Cristina Plazas Michelsen
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