Aunque los evangélicos hispanos constituyen una pequeña porción del electorado, son vistos como un sector clave para el apoyo constante del presidente Trump por parte de aproximadamente un tercio de los votantes hispanos, particularmente en estados en disputa como Florida y Arizona.
Los evangélicos hispanos se identifican como religiosos ante todo. Por eso, a pesar de su dura retórica sobre la inmigración, muchos apoyan al presidente Donald Trump.
Cientos de personas asisten cada domingo a la iglesia Dios de la profecía para celebrar dos horas de alabanzas en español. Comparten pasajes bíblicos, cantan y se abrazan. Esa comunidad evangélica, que desde hace casi 25 años está a cargo del reverendo José Rivera, es de mayoría latina, casi todos con raíces mexicanas.
Si alguien describiera a estos feligreses, no serían muy distintos de los migrantes que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, intentó demonizar desde los inicios de su primera campaña o de esas personas a las que intenta impedirles el paso con su muro fronterizo y sus políticas migratorias inflexibles.
Pero no se ponen de acuerdo sobre Trump: una parte lo considera una especie de salvador y la otra, un depredador. Según calcula Rivera, entre el 25 y el 35 por ciento de sus fieles apoyan a Trump, una tasa similar a la que se refleja en las encuestas nacionales.
Cuando Rivera observa a su comunidad de 200 familias, ve un microcosmos del voto latino en Estados Unidos: es evidente su complejidad y cuán lejos están los dos partidos principales de ganarse su apoyo crucial. No existen divisiones ideológicas claras entre liberales y conservadores. A todos les interesa la inmigración, pero también les preocupan la libertad religiosa y el aborto.
“Algunas veces en la política los cristianos quieren tener al líder perfecto en el poder para que la palabra de Dios se difunda con libertad, pero la palabra de Dios ya se difunde con libertad”, aseveró Rivera, sobre el apoyo que su comunidad le da a Trump. “Intenta vender el oxígeno que ya tenemos, pero algunos bailan al son que les toca”.
En cuanto a su afiliación partidista, Rivera explica que es un “indigente político”. No le parecen bien muchas posturas de los demócratas, pero siente que los republicanos, bando al que respaldó durante gran parte de su vida, lo traicionaron.
Desde hace décadas, ambos partidos han sabido que los hispanos son un grupo del electorado que deben ganarse.
Tras la derrota de Mitt Romney en 2012, algunos estrategas republicanos advirtieron que el partido debía esforzarse más para conquistar a ese grupo. Entonces apareció Trump, quien obtuvo menos apoyo de los electores hispanos que cualquier otro candidato presidencial en la historia reciente pero, desde entonces, ha logrado mantener algo de ese apoyo, e incluso aumentarlo.
Tras algunas conversaciones con decenas de miembros de la comunidad de Rivera y con otros evangélicos hispanos de todo el país en lo que va del año, lo que quedó claro fue que la identidad religiosa, en general, es parte más fundamental de su afiliación política que la identidad étnica.
Además, muchos comparten la sensación de Rivera de ser indigentes políticos, y ninguno de los partidos parece saber cómo resolver ese problema.
Según las proyecciones, los latinos serán la minoría más numerosa que votará en las elecciones presidenciales de este año, lo que significa que los 32 millones de votantes elegibles podrían desempeñar un papel decisivo para determinar quién ganará la Casa Blanca.
Ambos partidos han destinado millones de dólares a los anuncios políticos en español para atraer a los latinos moderados y conservadores.
Aunque los evangélicos hispanos representan una porción pequeña del electorado, son una pieza clave del apoyo constante que recibe Trump de aproximadamente un tercio de los electores hispanos, en particular en estados en disputa como Florida y Arizona.
Por si fuera poco, es probable que su importancia política aumente ahora que se avecina la batalla en torno a la nominación de la jueza Amy Coney Barrett a la Corte Suprema.
En los círculos demócratas tiende a darse por hecho que los electores hispanos deben sentirse indignados por la forma en que Trump ha demonizado a los inmigrantes desde el día en que anunció su campaña presidencial en 2015. Pero Rivera sabe que no es tan sencillo.
Entre los evangélicos hispanos que vitorean a Trump, la cristiandad es casi un tipo de nacionalidad y tiene tal importancia que sobrepasa cualquier otra cosa. En el presidente ven a un líder que protege su libertad religiosa y designa jueces que se oponen al aborto.
“Es duro y aborda temas que le dan miedo al resto”, señaló Carlos Ruiz Esparza, de 52 años, un firme simpatizante del mandatario que asiste con regularidad a la iglesia de Rivera.
Ruiz Esparza citó las políticas de Trump con respecto a Israel como otro tema que le entusiasma. “Creo que está tomando decisiones valientes con base en las Escrituras, está transformando a nuestro país en el país que debe ser y atraerá bendiciones para todos”, dijo Ruiz Esparza.
Cuando Rivera escucha este tipo de comentarios, por lo regular solo asiente. No cree que cambiar la ideología política de nadie sea parte de su trabajo. Su esposa está considerando votar por Trump.
“No me gusta nadie del Partido Demócrata”, explicó Ruth Rivera, quien dijo que todavía podría cambiar de opinión. “Me preocupa que son demasiado radicales, hablan de ‘liberar esto’ y ‘liberar aquello’ y quieren enseñar valores que no compartimos”.
Hubo un momento en que Rivera sintió lo mismo. Las conversaciones de los últimos meses han hecho que cambie sus propios puntos de vista, así como el curso de la pandemia.
En enero, cuando parecía que Bernie Sanders, el senador por Vermont, podía lograr la nominación demócrata, Rivera no podía imaginar votar por alguien que apoyara cualquier cosa que se acercara al socialismo. Sin embargo, también se sentía incómodo al ver cómo los feligreses de su congregación son demonizados por la persona más poderosa del país.
Rivera creció en Puerto Rico, se unió al Ejército en la década de 1970 y sirvió durante varios años antes de mudarse a Phoenix en la década de 1990.
“Amo la bandera que abraza, como si fuera el único que ama la bandera”, dijo Rivera sobre Trump, mientras alzaba la voz con ira.
Los evangélicos hispanos constituyen uno de los grupos religiosos de crecimiento más acelerado en Estados Unidos y han experimentado un auge en estados que podrían decidir las elecciones presidenciales, como Arizona, Carolina del Norte y Colorado.
Durante mucho tiempo los republicanos han intentado atraerlos, desde la era de Reagan y con más insistencia bajo el liderazgo de George W. Bush, quien contó con el apoyo de más del 40 por ciento de los electores latinos, el mayor porcentaje registrado en la historia.
No es cuestión de asimilación; por el contrario, muchos evangélicos hispanos hablan principalmente español y se consideran ajenos a cualquier sector convencional, diferenciados por sus creencias religiosas en la misma medida que por su origen étnico.
En conversaciones sobre política, afirman estar convencidos de que el éxito económico protege a las personas del racismo y que no alcanzar ese éxito debería considerarse como un problema del individuo más que algún tipo de problema sistémico.
La campaña de Trump ha adoptado un enfoque especialmente enérgico para convencer a esos electores. Eligió una enorme iglesia hispana en Miami para anunciar una coalición evangélica.
En Florida, conversaciones sobre el presidente con decenas de evangélicos hispanos revelaron un compromiso resuelto con los republicanos, en parte de personas cuyas familias huyeron de países con regímenes comunistas, además de aquellos que acuden a los líderes religiosos para que los orienten en el tema político. Con frecuencia hablan de sentirse bajo asedio, no debido a su origen étnico, sino por sentir que son una minoría en un país de mayoría laica.
En su puesto de obispo, que tiene desde hace tres décadas, Rivera supervisa cerca de 50 iglesias en Arizona, Nevada y Nuevo México, con un total de casi 5000 fieles.
En 2016, reflexionó a quién darle su voto durante meses. A fin de cuentas, optó por Hillary Clinton, a pesar de sus reservas. No participar en unas elecciones es imposible para Rivera, quien vivió en Panamá durante la dictadura de Manuel Noriega a principios de la década de 1980.
Describe el dilema de los evangélicos hispanos como una “situación amarga”. Cuando escucha a líderes evangélicos distinguidos como Paula White y Ralph Reed elogiar a Trump, le dan escalofríos.
“Intentan presentarlo como el mesías pero, si lo es, no está haciendo lo que se supone que deberíamos hacer”, dijo Rivera.
Cuando comenzaron a surgir las advertencias sobre el coronavirus en febrero, Rivera tomó acciones. Instó a sus feligreses a que dejaran de abrazarse y, en vez de eso, les pidió que se saludaran con los codos. Además instaló dispensadores con desinfectante de manos en las puertas.
Pero incluso a mediados de marzo, pocos días antes de que muchos estados promulgaran las órdenes obligatorias de quedarse en casa, pocos le prestaron atención a sus advertencias. Se congregaban en la parte delantera de la iglesia, arrodillados uno junto al otro, tocándose los hombros. Cuando Rivera ofreció su sermón, decenas de personas pasaron al frente para ofrecer sus propios testimonios.
Muchos feligreses descartaron las advertencias diciendo que eran exageradas, otros apenas se dieron cuenta. Sería el último servicio presencial en más de dos meses.
En cierto modo, fue un milagro que su iglesia no resultara más afectada: Arizona ha sido uno de los estados más golpeados y los latinos se han contagiado en tasas especialmente altas. Pero solo dos de sus miembros contrajeron el virus en el trabajo y una mujer que vivía en un hogar de ancianos murió.
Algunos feligreses fueron despedidos de sus empleos o no los volvieron a llamar para trabajar limpiando casas o como jardineros. Algunos habían encontrado trabajo como personal de limpieza en los hospitales locales. Incluso antes de la pandemia, la iglesia estaba entregando ropa donada y almacenando refrigeradores para familias con dificultades.
Después de varias semanas en las que los servicios religiosos fueron transmitidos en línea, y luego comenzaron a organizarlos en el estacionamiento de la iglesia, Rivera estaba decidido a volver a abrir las puertas de la iglesia. Limitó la asistencia a unas cien personas, menos de la mitad de la capacidad de la iglesia.
“Todavía da un poco de miedo”, dijo a mediados de mayo, antes de que Arizona alcanzara su tasa máxima de contagios. Vio a otros pastores jactarse de sus propias reaperturas. “Los veo diciendo que las personas que toman más precauciones son las que no tienen fe. Me ofende eso. No quiero ir al funeral de ninguno de mis fieles por ser estúpido”.
“Nuestra gente está muy acostumbrada a los abrazos y entiendo que hay que aceptar eso, pero vivimos un momento distinto”, dijo.
Rivera dice que ser un líder significa decirle a la gente algunas cosas que preferirían ignorar.
En su opinión, pareciera que el presidente Trump comienza a tomar el virus más en serio y confía en que los expertos médicos hablarán con el público. Como muchos otros líderes evangélicos, aprecia la forma en que el gobierno estaba presionando para que se abrieran las iglesias. Quizás, después de todo, Trump podría cambiar y así ganarse su voto, dijo.
A finales de junio, volvió a cambiar de opinión.
“Cada vez que abre la boca, hay una controversia”, dijo. “Eso es lo único que ha llegado a dominar. Simplemente no puede hacer una declaración que unifique a la nación”.
Su enojo contra otros líderes evangélicos aumentó. Demasiados, dijo, son “partidarios ciegos” del presidente.
A fines del verano, Rivera perdió el poco entusiasmo que había tenido. Para él, los evangélicos están confiando en una noción imposible de dominio y “hablando de cosas sobre las que no tenemos control”, dijo.
Cuando se pregunta por qué tantos de sus feligreses apoyan al presidente, le preocupa lo que esperan que pueda hacer, pues piensa que, independientemente de quién gane en noviembre, hay cosas que no cambiarán. “Nunca tendremos un Estado cristiano que imponga todas las reglas que aparecen en la Biblia”, añadió Rivera. “No tenemos un Estado teocrático, sino una república; tenemos una nación que tiene implícitas esas libertades”.
Por: Jennifer Medina