Colombia continúa contando muertos a pesar del acuerdo de paz

Lun, 14/09/2020 - 14:06
Cuatro años después de acabar la guerra más larga de América con la firma del tratado de paz, Colombia pasa por un preocupante aumento de violencia.

“No es fácil proteger a toda la población”, dijo el alto comisionado de la paz en una entrevista.

Eran jóvenes veinteañeros en una fiesta luego de meses de cuarentena pandémica. Luego sonaron los disparos y poco después ocho de ellos habían muerto.

“La paz fue nuestro sueño”, dijo Jesús Quintero, cuyo hijo Sebastian murió luego de que pistoleros abrieron fuego en Samaniego, una pequeña comunidad montañosa atrapada en la guerra de grupos criminales. “Pero nada ha cambiado”.

Cuatro años después de acabar con la guerra de más larga duración en América con la firma de un tratado histórico de paz que el mundo entero aplaudió, Colombia pasa por un preocupante aumento de violencia masiva.

Naciones Unidas ha documentado este año al menos 33 masacres, un aumento en comparación con las 11 de todo el 2017, el año en que se firmó el acuerdo, y al menos otra decena más desde que la ONU anunció su registro oficial a mediados de agosto.

El acuerdo de paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, puso fin a cinco décadas de guerra que dejaron a miles de muertos y desplazaron a unos seis millones de personas. Le valió a Juan Manuel Santos, entonces presidente, el Premio Nobel de la Paz y fue visto como la gran apuesta de Colombia por un futuro radicalmente distinto.

Pero el aumento de la violencia ha dejado a muchos desencantados con el proceso de paz y preocupados de que esta escalada pueda desestabilizar aún más al campo y lanzar a Colombia a una violencia más generalizada que destruya muchas de las aspiraciones que surgieron en los días posteriores al acuerdo.

“Este momento es muy, muy peligroso”, dijo Elizabeth Dickinson, una analista para el International Crisis Group en Colombia. “La historia en Colombia es que cuando se inicia una ola de violencia, se acelera y es muy difícil de detener”.

En Bogotá, la capital, recientemente han estallado protestas violentas luego de que un hombre sometido por la policía murió después de que los agentes le aplicaron choques repetidos de una pistola paralizante. Las imágenes del incidente, capturadas en video, motivaron a miles a salir a las calles en protestas que dejaron al menos 10 muertos y cientos de heridos. La causa de esas muertes es motivo de una investigación.

Pero muchos dicen que en el centro de esta efusión hay un profundo descontento con la lentitud de la transformación del país.

“El último gobierno intentó acabar con la guerra y no pasó”, dijo Eliana Garzón, de 31 años, cuyo cuñado era Javier Ordóñez, el hombre asesinado por la policía.

“Esto es un país que no aguanta más”, agregó. “Su muerte fue la excusa perfecta para salir a las calles”.Los ataques en el campo son considerados en gran parte un desagradable resultado del acuerdo de paz. Tras el acuerdo, miles de combatientes depusieron las armas y aceptaron testificar ante un tribunal a cambio de ayuda del gobierno.

Pero al retirarse las FARC de grandes áreas del país, otros grupos —algunos antiguos, otros nuevos— ocuparon esos espacios.

Ahora, estos grupos luchan por el territorio en un esfuerzo por controlar no solo la gran plaga del país —el cultivo de la coca que se usa para fabricar la cocaína que a menudo se vende a clientes en Estados Unidos— pero también las rutas de la droga, la minería ilegal y el tráfico humano. También se pelean el derecho a extorsionar a los ciudadanos de a pie.

Muchas de estas comunidades afectadas por el conflicto son las mismas que sufrieron a causa de la guerra entre las FARC y el gobierno. Los grupos criminales recurren a las masacres como su método preferido de terror.

Y en el mes más reciente, el ritmo de estas matanzas se ha acelerado: en promedio ha habido una masacre cada dos días, de acuerdo con el grupo Indepaz, que lleva un registro de los eventos violentos.

Es un ritmo trágico que recuerda a algunos de los episodios más violentos de la guerra.

“Después de superado ese umbral” de una masacre cada dos días, dijo Giovanni Álvarez Santoyo, director de la Unidad de Investigación y Acusación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), “las probabilidades de retornar a una crisis humanitaria son altas”.

Tanto Indepaz como Naciones Unidas definen una masacre como una matanza con tres o más víctimas.

En Colombia, las masacres han sido durante mucho tiempo una medida de represalia para castigar a las personas por trabajar con un rival, o por dar la apariencia de que trabajan para un rival, o como una herramienta de intimidación para mantener a raya a ciudades o pueblos enteros.

Samaniego, donde fue asesinado el hijo de Quintero, se ubica en el exuberante suroeste del país, en una región de cultivo de coca controlada por el ELN, un grupo guerrillero de larga data, según el gobierno. Quintero, de 55 años, es el coordinador de enseñanza en una escuela local.

Su hijo, apodado Sebas, de 24 años, creció en Samaniego y era un universitario que aspiraba a convertirse en ingeniero con una relación muy cercana con su sobrina pequeña.

“Era un gran ser humano”, dijo Quintero.

En meses recientes, un ala de desertores de la FARC ha intentado hacerse del poder en la región. Pero el gobierno sospecha que un grupo de poca monta, los Cuyes, trabajan con permiso del ELN y son responsables de la muerte del hijo de Quintero.

La noche de mediados de agosto en que murió su hijo, un amigo de Sebas llamó a Quintero para decirle que había pasado algo terrible en el asado en el que su hijo estaba reunido con amigos. Había disparos. Quintero se apresuró en su motocicleta al otro lado del pueblo.

Para cuando llegó a la fiesta, Sebas estaba en una ambulancia con una bala en la nuca. Fue la última vez que vio a su hijo con vida.

Los días posteriores, la sobrina recorría la casa de la familia en busca de su amigo favorito. “Tío”, decía cada vez que se encontraba con una fotografía de él. “¡Tío!”.

Al parecer, los Cuyes habían instaurado un toque de queda para facilitar sus operaciones criminales y pudieron haberse molestado por la desobediencia de la fiesta, dijo el alto comisionado para la paz, Miguel Ceballos.

“¿Por qué lo hicieron?”, dijo. “Por mostrar fuerza. Y por tratar de decir que ellos son los que controlan esa zona”.

El gobierno del presidente Iván Duque, un conservador cuyo partido se ha opuesto tajantemente al acuerdo de paz al decir que era muy indulgente con las FARC, ha condenado la serie de asesinatos masivos y al mismo tiempo ha minimizado el aumento reciente.

Ceballos, quien fue nombrado por Duque, señaló que ahora hay menos asesinatos masivos al año, en comparación con los años previos al acuerdo.

“El número de masacres ha disminuido”, dijo. “Esa es una buena noticia”.

Observó, además, que los homicidios en general han disminuido durante la pandemia.

Los críticos de Duque, sin embargo, lo han acusado de no haber financiado completamente muchos de los programas incluidos en el acuerdo, que estaban destinados a abordar los problemas económicos y de seguridad que mantienen a los grupos criminales en el negocio.

Muchos cocaleros, por ejemplo, esperaban unirse a un programa de sustitución que les ayudase a pasar de la coca a los cultivos legales. Pero solo se ha incluido en el programa a un número limitado de familias, mientras que los grupos violentos solo parecen multiplicarse a su alrededor.

Ceballos calificó las críticas de injustas, y dijo que el presidente, que asumió el cargo en 2018, ha trabajado agresivamente para financiar los programas de construcción de la paz. Y citó el terreno montañoso del país, el voraz apetito mundial por la cocaína y la naturaleza resbaladiza de los grupos criminales como los principales desafíos.

“Porque no es fácil proteger a toda la población”, dijo.

“Denle al hombre una oportunidad”, dijo, refiriéndose al presidente Duque. “Es que nosotros no podemos en dos años cambiar 56 años de guerra”.

Pero Wilder Acosta, líder de la asociación de cocaleros cerca de la frontera con Venezuela, se mostró impaciente. “Cada día se agudiza más el conflicto”, dijo.

Ocho agricultores fueron asesinados hace poco en su zona, dijo, en el pueblo de Totumito, algo que ha empujado a unas 300 familias a huir de la región, muchas de ellas llevando consigo niños y maletas.

De esos asesinatos, la policía ha responsabilizado a otro grupo, los Rastrojos, que se enfrenta al ELN por el territorio. Acosta culpó al gobierno por no proteger a su comunidad.

“Cuando las FARC estaba en armas”, dijo, “era una ley que había y había un orden en nuestras comunidades, empezando hablando de actores armados. Saliendo las FARC, haciendo el desarme, pues eso hay un desorden que uno no logra entender”.

Muchos dicen que las cuarentenas relacionadas con la pandemia han dado a los grupos criminales aún más libertad de lo habitual.

Es como si tuvieran el resto del país encerrado en casa mientras son libres de saquear”, dijo Dickinson, del International Crisis Group.

El lunes después del ataque en Samaniego, cientos de personas se reunieron en una escuela para despedirse de Sebas. Muchos llevaban cubrebocas contra el coronavirus.

La comunidad oró y luego llevó el cuerpo de Sebas a un cementerio en Providencia, un pueblo cercano también en el estado de Nariño.

Durante el funeral, Quintero dio gracias a Dios por el tiempo que tuvo con su hijo. Pero también expresó rencor: “Esto es bajo responsabilidad del estado”, dijo después.

“Los acuerdos de paz se quedaron en el escritorio”, agregó. “Nariño ha sido totalmente olvidado”.

Pronto hubo otros siete funerales.

“Por favor”, dijo Gladys Betancourt, de 51 años, cuyo hijo murió en sus brazos luego de los ataques. “Ya no más inocentes”

Días después, el gobierno anunció que Samaniego ahora sería parte de uno de los programas de paz del gobierno, llamado Zonas del Futuro, lo que al fin permitiría que la ciudad reciba la ayuda que necesitaba.

Por: Julie Turkewitz (Sofía Villamil y Jenny Carolina González colaboraron con reportería desde Bogotá, Colombia)
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