Los test que miden la inteligencia advierten algo alarmante en los últimos años: el coeficiente intelectual está marcando una tendencia a la baja. El diagnóstico es contundente: estamos dejando de pensar. Vivimos en una época donde el ruido digital lo ocupa casi todo.
Las pantallas son, en gran parte, responsables de este fenómeno adverso. El uso excesivo del celular ha provocado lo que los expertos denominan trastorno por déficit de atención e hiperactividad, una afección que ya no se limita a los adolescentes, sino que afecta también a un porcentaje creciente de adultos. La distracción constante se ha vuelto una epidemia silenciosa.
La tecnología golpea directamente la capacidad de leer con profundidad. Cada vez más, los párrafos largos nos fatigan y las ideas complejas nos aburren. Esa pérdida de hábito lector nos distancia del razonamiento y debilita el pensamiento crítico, pilares indispensables de una ciudadanía consciente y libre.
Si este rumbo no se corrige, podríamos estar frente a una nueva forma de desigualdad: la cognitiva. En ella, el conocimiento profundo será privilegio de unos pocos y la superficialidad digital, el destino de muchos. La brecha ya se percibe entre quienes dominan la información y quienes solo la consumen de manera fragmentaria.
Las familias con mejores condiciones económicas suelen limitar el uso de dispositivos móviles a sus hijos, conscientes del impacto en la atención y el desarrollo cognitivo. En cambio, los sectores más vulnerables carecen de control, y sus hijos crecen inmersos en pantallas que sustituyen el juego, la curiosidad y la conversación. Así se forma una generación hiperconectada, pero cada vez más desconectada de sí misma.
Figuras emblemáticas de la informática como Bill Gates o Steve Jobs advirtieron hace años los riesgos del exceso digital. Ambos coincidían en la necesidad de establecer límites claros para proteger el cerebro de los más jóvenes. Paradójicamente, quienes construyeron el imperio tecnológico, hoy recomiendan prudencia frente a él.
La salud cognitiva podría convertirse en la próxima pandemia. En Estados Unidos, muchos colegios ya han prohibido el uso de teléfonos móviles durante las clases. La medida, que en principio parecía drástica, ha mostrado efectos positivos: mejora la concentración, el rendimiento y la interacción humana.
Pensar se ha convertido en un lujo. No porque haya dejado de ser posible, sino porque exige tiempo y disciplina, algo escaso en la era de la inmediatez. Reflexionar requiere detenerse.
Hace algunos meses, un artículo del The New York Times lo resumía con claridad: estamos entrando en una época donde la atención es el nuevo capital intelectual. Si no defendemos el derecho a pensar con profundidad, corremos el riesgo de perder la esencia misma de lo que nos hace humanos. Pensar, ahora más que nunca, es un acto de supervivencia.
