Es lunes por la tarde ha comenzado a lloviznar y el cielo oscuro promete una lluvia de invierno. Catalina se asoma en un taxi, con una sonrisa que exhibe todos sus dientes. Abre la puerta del automóvil por donde se asoman sus interminables piernas forradas por unas medias veladas rojas y una falda negra corta. Viene despelucada, como siempre, con un mechón de pelo marrón cubriéndole los ojos grandes. Siempre he creído que las mujeres más lindas o más inteligentes tienen ojos grandes.
Viene afanada porque no llegó Astrid, la señora que le limpia y organiza el apartamento. Nos advierte que no se encuentra en buenas condiciones. Su apartamento es como su altar. Catalina limpia rápidamente los estragos de su perra Rafaela y luego se sienta sobre el sofá ignorando la mancha olorosa que parece flotar debajo de nuestros pies.
Estamos rodeadas de muebles de madera que ya son antigüedades, los heredó de su bisabuela. Tiene dos bibliotecas donde se asoman ediciones muy viejas adornadas por fotos de su infancia, su familia y sus amigos. Algunos de los libros tienen el lomo destruido, producto de los dientes de Rafaela.
–¿Con qué autoridad moral le voy a decir que no dañe mis cosas si yo también soy un desastre como ella? Además las cosas se dañan. Normal. Los perros te enseñan a desapegarte de esas cosas.
Catalina es una de esas intelectuales a las que hace falta oír con un diccionario en la mano. Tiene un lenguaje complejo y exquisito que utiliza con total naturalidad. “Yo me tengo confianza”, dice. “Pues no soy ni bruta ni floja, y ya con eso tengo la mitad del camino ganado”. Constantemente me pregunto a qué hora realiza tantas actividades: está a cargo de la revista digital Hoja Blanca, hace consultorías en comunicaciones y derechos humanos, está haciendo una traducción, unos reportajes sobre género, da clases de periodismo digital en la Tadeo, y está pensando en una novela sobre la historia de las mujeres en su familia. Además tiene una vida social muy animada.
Catalina lleva 11 años observando a Rafaela y de ella aprendió las que hoy son sus aptitudes sociales.
Siempre es el alma de la fiesta. Es de esas anfitrionas que piden silencio para presentar a sus invitados y así contar sus logros profesionales. Habla duro, muy duro, y rápido. Es de carcajadas que no se anuncian y muy divertida. Asegura que así como se muestra extrovertida y segura de sí misma, también tiene episodios de inseguridad en los que se encierra en un baño durante una fiesta a respirar hondo y calmarse, diciéndose a sí misma que todo está bien. ¿La razón? Hace tres años su mamá le confesó que iba a ser gemela pero la otra tuvo un aborto espontáneo. Catalina a veces siente que está viviendo una vida por dos personas. Por eso cree que dibuja y pinta tan bien como lo hace y al mismo tiempo tiene una letra que solo entiende ella.
–Mi bisabuela me enseñó a tomar, clandestinamente, a los 11 años. Me sentó a que jugáramos dominó con un trago distinto en cada partida para que yo fuera viendo cuándo me emborrachaba y qué me hacía cada trago.
Voy a la cocina en busca de un vaso de agua. Sobre el mesón, al lado de la estufa, me encuentro con una caja de fresas cubiertas por moho.
–Cata, ¿y estas fresas? ¡Se murieron!
–Ay, sí, es que yo como ama de casa soy un desastre. Si Astrid no me ayudara yo me hubiera muerto. –Y yo pienso, es cierto, si también fuera un ama de casa ejemplar sería la Mujer Maravilla.
Supe de la existencia de Catalina por Dios a través de alguien que se refirió a ella como una pesadilla que se había inventado a sí misma y se había metido por todas partes. Y resulta que es cierto, Catalina por Dios es una construcción, un performance contemporáneo, como lo asegura ella misma. No es lo mismo que Catalina Ruíz Navarro. Catalina por Dios, como le gritaban sus abuelas cuando corrían detrás de ella en el patio de árboles frutales de su casa en Barranquilla, o las maestras del colegio cuando declaraba no estar de acuerdo con que los anticonceptivos fueran pecado, es una curaduría que Catalina hizo de ella misma. “Estoy segura que mis inseguridades más profundas no salen en las redes sociales, a menos que seas un excelente observador y entonces tal vez sí”. Y su nombre, que en el siglo 21 suena tan común, fue elegido por su mamá, que hizo una investigación sobre las Catalinas de la historia. Inspirada en las cualidades de Catalina de Médici, Catalina de Aragón, Catalina II de Rusia y Santa Catalina de Alejandría, eligió ese nombre para su única hija.
Catalina creció entre adultos y libros. Era tan brusca y falta de aptitudes sociales que su mamá le aconsejó observar a su perra Rafaela para que viera cómo, sin hablar, el animal conseguía todo lo que quería.
–Llevo 11 años observándola. Estira el cuello, se para muy derecha y se pone en tu campo visual. Se acerca poco a poco y busca los ángulos para sentarse a tu lado.
A la izquierda un retrato de Martha, su mamá. A la derecha su tesis de grado de arte.
Aunque hoy en día es una mujer indiscutiblemente encantadora, este no siempre fue el caso. Cuando estaba en el colegio los niños le gritaban que era una bruja que comía grillos. Catalina hacía experimentos y andaba con un caldero donde metía matas y vendía pociones en la cuadra. No la querían porque era una sabionda. “¿Saben qué? El toro no puede ver el color rojo, así es que ese comic que acaban de ver, pues en realidad eso no es preciso”, les decía a sus compañeros. Era más alta que todas las niñas y le llevaba una cabeza a la mayoría de los niños. Jugaba con ellos, tenía el pelo corto y se vestía con shorts. No era que no le gustara ser niña, pero estaba en desacuerdo con lo que implicaba ser una niña. Las barranquilleras de su edad eran sumisas, calladas, quietas, no opinaban ni se trepaban a los árboles. Eran dulces, de piel blanca, nariz chiquita, pelo rubio liso y cara de princesa.
–Yo vivía trepada en un árbol. Me disfrazaba para salir a la calle y a veces me vestía como un hombre porque tenía problemas con esa identidad de mujer. En mi casa las mujeres eran independientes, autosuficientes y pilísimas. Yo no tenía claro para qué se necesitaban los hombres y cuando los dibujaba les ponía trenzas. Eso de jugar al té sin siquiera tomar té y con unas muñecas que no hablaban… de llorar.
Catalina es feminista genéticamente: es la cuarta generación de feministas. Fue criada por su bisabuela, su abuela y su mamá en una casa muy grande en Barranquilla. Carlota García, su bisabuela, nació en 1900 en una hacienda en Titiribí, cerca a Medellín. Cuando entendió que solo estaba allí para cocinar y reproducir peones se escapó y se fue a vivir a Medellín donde aprendió a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir y se mantuvo sola. Tenía 15 años. Tuvo a su hija a los 27 años, luego se separó, militó con las sufragistas, vivió sola mucho tiempo y tenía propiedades. Leía el rosario y luego El Espectadory le decía a Catalina que cuando nació no la dejaban leer y que se lo había ganado a pulso. El último recuerdo de Catalina con Carlotica es leyéndole el periódico en la clínica antes de su muerte a los 97 años. Martha Rosa, su abuela, era modista y es por ello que siempre tuvo su propia plata y nunca tuvo que depender de su marido. Así es que las máquinas de coser son el símbolo de liberación femenina en su familia. Cuando lo más deseable era que “las niñas bien de Barranquilla” se quedaran en sus casas teniendo hijos, a la mamá de Catalina la mandaron a estudiar psicología en una universidad en Bogotá.
Los papás de Catalina se divorciaron y supieron que iban a tener a Catalina en medio de los trámites legales. Fue Martha Beatriz, su mamá, quien le pagó arte y filosofía, las dos carreras que estudió en la Universidad Javeriana de Bogotá. De su papá, a quien define como muy machista, dice: “Tuvo un efecto en mí por su ausencia”. Cuando era niña la obligaban a hablar con él por teléfono, y por eso Catalina odia hablar por teléfono, lo que le causa algo que se parece al miedo o la ansiedad. Y así es que se ha entregado a las redes sociales y los chats que le ofrece su teléfono inteligente, porque puede comunicarse sin tener que hablar. Durante estos días, en que tiene un admirador que vive dentro de su celular, se distrae cada vez que timbra el teléfono y se le ilumina la cara con una sonrisa ridícula propia de alguien que ha comenzado a enamorarse. Su emoción es contagiosa, y ya quisiera yo sentirme así de ridícula.
Catalina no cree en Dios. Su religión, la cuál ha estudiado mucho, es la Yoruba.
Pero su primer amor llegó a los 20 años. Hasta entonces siempre había sido la fea, la más fea del salón. En el colegio hacían encuestas para determinar quién era la más fea y siempre ganaba ella. Sin embargo, a pesar de tener tan claro que para todos era tan fea, nunca se consideró fea. Le gustaba como era, a pesar de saber que no era bonita, pues se salía de todos los cánones: no tenía una cara dulce, no era suave ni complaciente y no se quedaba callada. Su abuela, que era modista, fue, quizá sin quererlo, la encargada de consentirle la autoestima cuando le decía que era una perfecta percha, modelo ideal para los vestidos que confeccionaba con los moldes de las revistas de moda alemanas.
–Ser fea o bonita es un problema de contexto. A mí me encanta mi cuerpo, y eso no quiere decir que sea fea o bonita. No estoy tan feliz con mi gastritis, pero me gustan mis huesos, mi piel, mi nariz, mi pelo. Me gusta lo que soy. Hay que ser lo suficientemente bonita para que te tomen en cuenta y lo suficientemente fea para que te tomen enserio. En Colombia existe la idea de que uno no puede ser inteligente y usar vestido de baño. La intelectualidad está acá en la montaña, frente a su chimenea. Eso es algo que está en el imaginario de la gente y no es justo. Como si uno no pudiera ser juicioso e irse de fiesta. Yo soy una nerd discotequera. Hoy en día amo las cosas sobre mí que siempre detesté. He hecho las paces con muchas cosas. Antes peleaba mucho con mi nariz, ahora la amo. De chiquita me decían que era bruja, pues, lo soy, feliz. Que hablo mucho, pues, efectivamente, vivo de eso. Todos mis defectos son también mis cualidades, pero son cosas que ya quiero. Ya hice las paces conmigo, ya me acepto. Eso es bonito de tener 30 años.
Catalina se da el lujo de tener una columna de opinión en El Espectador, y me pregunto, ¿cómo alguien que no era nadie y no tiene un apellido famoso, terminó escribiendo para este diario que es tan respetado? Y fue a punta de persistencia. Sin conocerlos, comenzó a mandarles por e-mail a Fidel Cano y el entonces nuevo coordinador de opinión la columna que publicaba en su blog. Todos los miércoles. Religiosamente. Durante mucho tiempo la ignoraron, de vez en cuando la publicaban en las cartas de los lectores, y entonces llegó el día en que uno de sus columnistas no pudo entregar la columna y se la pidieron a ella. Su primera columna debió escribirla en una clínica de Barranquilla a donde viajó a acompañar a su abuela que se estaba muriendo.
–Yo soy muy silvestre porque soy más de oficio, yo estudié filosofía y arte, pero ahora estoy siendo periodista. Quisiera saber un millón de cosas más de las que sé. Tengo mucho que aprender, pero eso es un músculo que se ejercita. Yo soy de la política de primero me tiro al agua y después aprendo a nadar.
Esta fue su primera tesis de grado de arte, la cuál no pasó por no haber contado con un director de tesis comprometido con su trabajo.
Todo lo que sabe sobre periodismo lo aprendió haciendo Hoja Blanca, que, según ella, es lo más importante que ha hecho. Luego de ser asistente editorial durante 3 años en El Malpensante, fue la directora del Universitario. En 2007 se ganó una convocatoria de Bogotá: Capital mundial del libro y le dieron una beca para hacer 4 revistas impresas. La idea original de Hoja Blanca fue publicar a gente nueva porque “a uno no lo publican si no lo conocen y no lo conocen si no lo publican. La rosca para publicar en este país es muy difícil. Los mismos autores consagrados están siendo publicados en todos los medios”. Catalina comenzó haciéndolo todo: escribiendo textos, haciendo pequeñas ilustraciones, las fotos de las propagandas, diagramaba, editaba, movía el consejo editorial y hacía la distribución. Por motivos de divulgación, Hoja Blanca se volvió digital y así un modelo colaborativo. Abren blogs por convocatoria para escritores desconocidos y a cada uno se le da un editor que hace las veces de mentor, la idea es que al final haya un producto como un libro que se pueda publicar. Se trata de un espacio para la experimentación con el lenguaje y la publicación que no está mediado por el rating o los compromisos comerciales. La caleña Amalia Andrade es uno de sus casos de éxito.
A pesar de que a mí me parece que Catalina es una cajita de música, un baúl de sorpresas, ella considera que no llega ni a la mitad de los estándares de exigencia de las Navarro.
–Una Navarro sabe bordar, tejer en telar, hacer patronaje, hacer dobladillos, coser y hacer plisados. Si no, no me gradúo de Navarro y no me respetan en mi casa. Ese es el gran legado de mi abuela. Yo soy la que peor borda de las Navarro. Miraban mi bordado por detrás y me decían: O sea, pareces adoptada.
Sus abuelas eran muy religiosas, pero a los 14 años Catalina se volvió agnóstica porque empezó a leer filosofía y concluyó que es imposible probar si Dios existe, además le parece poco probable. Ese fue el gran acto de rebelión cuando era chiquita.
Hoy su religión es la Yoruba, santería cubana originaria del África, la que estudió mientras estaba en filosofía. La persona que es Yoruba no tiene culpa porque el dios creador hizo el mundo y luego se emborrachó, y entonces creó a los cojos, los tuertos, los ciegos, los brutos y los huracanes. Dios no es perfecto, entonces no existe una moral unificada. No es lo bueno ni lo malo, sino lo bueno o malo para ti. Todo se trata sobre sentido común: no le hagas daño al otro porque luego te hará daño a ti. Cada creyente tiene un santo que lo elige por afinidades y le pasa sus características. El santo que corresponde a cada persona se adjudica a través de una iniciación la cual Catalina hizo en Cuba en 2011. Su santo es Eleguá, el orisha de la palabra y la mentira. Y Catalina le trae dulces de los restaurantes a los que va y se los pone detrás de la puerta de su cuarto, pues Eleguá es el que abre y cierra los caminos. También le da cigarros y cerveza.
Catalina es autora de una de las columnas de opinión más exitosas de El Espectador.
–De todos los rituales es el más bonito, –dice mientras bota el contenido amarillento y lleno de hongos verdes que hay en una copita aguardientera detrás de la puerta de su cuarto. Sirve entonces más cerveza y me muestra un tabaco que también le regaló a Eleguá mientras me asegura que jamás se atrevería a fumarlo, pues es del orisha.
Este mujerón poderosísimo que es Catalina Ruíz Navarro es además una amazona que parece no temerle a nada. Le interesan mucho los movimientos sociales, que es un tema que ha venido desarrollando en sus columnas. Así fue que decidió irse a una de las marchas de campesinos y estudiantes que se llevaron a cabo en Bogotá hace pocas semanas. Precisamente a la que terminó siendo la más caótica y peligrosa. Se fue sola, sin prepararse, solo llevaba un saco y su iPhone, con el que hace todas sus reporterías, ni siquiera se puso bloqueador. Cuando filmaba con su celular cómo vandalizaban la Caja Social, un hombre pasó corriendo a su lado y le quitó el celular de las manos. Catalina lo persiguió hasta alcanzarlo y le quitó el teléfono. En ese momento pasó otro hombre que volvió a quitarle el celular y salió a correr. Ella corrió detrás de él y cuando estaba muy cerca se le tiró encima como una hiena, lo tumbó al piso –raspándose así la rodilla- y le quitó el teléfono. El hombre se atrevió a decirle que solo intentaba ayudarla y ella le metió un puño en la cabeza que le dejó su anillo marcado en la frente y le abrió la mano.
–Fue un gesto de violencia absolutamente gratuito del cual no estoy orgullosa, pero sí un poquito…
@Virginia_Mayer
Catalina Ruiz Navarro, la nerd discotequera
Dom, 22/09/2013 - 16:40
Es lunes por la tarde ha comenzado a lloviznar y el cielo oscuro promete una lluvia de invierno. Catalina se asoma en un taxi, con una sonrisa que exhibe todos sus dientes. Abre la puerta del automóv