El reloj despertador, que ni perdona ni olvida, empezó a sonar a la 1 de la mañana. Nunca, para hacer compras había tenido que madrugar tanto. Pero al que madruga Dios le ayuda, reza el dicho. Ayuda sí se debe necesitar, sin duda, para salir de la cama tan temprano. Pero es Madrugón y para llegar hay que madrugar.
Miércoles 20 de diciembre. Después de atravesar la ciudad casi que de extremo a extremo, llegué a la carrera 10 con calle 10 en el centro de Bogotá. Eran las 2:30 de la mañana. Alrededor del Centro Comercial GranSan ya se agrupaba una gran cantidad de personas. Hacía ese frío de las madrugadas en la capital, que además de congelar también duele.
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Gente. Mucha, muchísima gente. Algunos se agolpan alrededor de los puestos de dulces y tinto. Fuman y beben café, hablan unos con otros, no solo de lo que esperan comprar, sino del tema que salga. Hay que engañar el frío y la madrugada de alguna forma.
Llegan de todas partes del país y de la ciudad. Los desafortunados que han tenido que viajar desde tierras más cálidas se reconocen fácil porque están empacados entre chaquetas gruesas, gorro y guantes. Los bogotanos en cambio, más adecuados a las implacables madrugadas capitalinas, visten sin tanto atavío. Llevan el frío con un tinto o incluso un aguardiente.
El principio del Madrugón es de los que se aprende en una clase de economía básica: comprar mucho y a precios bajos. Ese es el impulso de las miles de personas que esperan entrar al Gran San. Gloria, por ejemplo, una ‘opita’ alta, delgada, que viene de Neiva a comprar el surtido para su negocio de ropa.
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“El frío de Bogotá me mata –dice, titiritando–, pero me toca hacer el viaje una o dos veces al mes. Y ahora en diciembre… se imaginará… me toca venir hasta dos veces a la semana. Pero lo vale: la ropa es buena y no sale tan cara”.
Antes de terminar de hablar, Gloria sale a correr como si le hubieran dado cuerda. Su destino es el centro comercial GranSan que ya está abierto. Una marejada humana se lanzó contra las puertas, corriendo, empujando, casi que pasando uno sobre otro. Parecía una estampida de cualquier clase de animal salvaje.
En las entrañas del Madrugón
Sería muy difícil dar una cifra exacta, pero hay tal cantidad de gente que incluso caminar a veces resulta imposible. No se sabe dónde empieza uno mismo y dónde los otros. Poco a poco se podía ir avanzando entre el mar de gente. No me movía por mi cuenta sino por la corriente.
Nadie habla porque todos van de afán. No les importa sino llegar primero, comprar lo mejor, al precio justo y salir de ese despelote en el que la Navidad los ha obligado a meterse. En la medida que pasan el tiempo, empiezan a salir los clientes, uno tras otro, con sus pacas de ropa al hombro. Y también aparece la señora que vende pacas. No ha salido el sol. Sigue haciendo frío.
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No baja mucho el despelote. Sin embargo, luego de las tres primeras horas es posible hablar con los vendedores. Raúl, por ejemplo. Él vende jeans. Tiene la fábrica en el sur de la ciudad, en donde trabaja con 15 personas más, casi todas de su familia.
“Llevo 5 años viniendo a vender en el Madrugón. En diciembre siempre es lo mismo. Sin mentirle, en una noche, fácil, fácil podrían venir unas cien mil personas”, dice y se aleja a atender una mujer que le pide dos docenas de pantalanes para mujer, sin estampados, talla 8.
¡Cien mil personas!
“Esto es para los mayoristas. Sí hay gente que viene a comprar de a uno, ya sabe, la ropita para estrenar el 24. Uno ve gente de todo lado. No exagero pero el Madrugón surte de ropa a medio país. Y a veces viene gente de hasta Venezuela o Ecuador”.
Se “embolata” y no puede seguir hablando más. En la medida que se avanza con la propia lentitud de los tumultos, las cifras desproporcionadas del Madrugón, respaldadas por sus propios protagonistas van saliendo. Gabriela* vendedora de camisetas y blusas, también con varios años aquí, entre el ajetreo explica que al día, en temporada alta, se podrían estar moviendo miles de millones de pesos.
Otros tres vendedores más respaldan esa cifra. Uno, incluso, mayor él, con acento paisa, fabricante de pantalones y chaquetas, arroja un número: “10.000 millones o más”.
Los clientes, en cambio, algunos de ellos novatos en estas cosas, dicen que no se imaginan la cantidad. Varios responden de afán, con sus bultos al hombre “debe ser mucha plata”. Uno de esos clientes, que prefirió guardar su nombre por pena, pero también por seguridad dijo que para surtir su negocio, él invierte, en época navideña, más de 20 millones. “En dos viajes aquí me los gasto todos”.
No hace falta ser un genio de las matemáticas. Si aproximadamente llegan aquí, digamos, por lo bajo, 50 mil personas, y cada una de ellas gasta 5 millones, la cifra de ingresos –y de empleos, además–, es muy alta.
Ya salió el sol. El frío ha ido bajando. Los mayoristas van saliendo del Gran San con sus bultos de ropa. Sigue siendo difícil moverse por la calle. Los restaurantes son ahora los que hacen “su agosto en diciembre”: todo está lleno y hasta para un café hay que esperar.
El San Victorino
La romería que sigue es la de los clientes al menudeo, que, ante la inminencia de la llegada del Niño Jesús han salido a hacer las compras de la familia. Ahora el turno es para el San Victorino que, ya, a las 9 de la mañana no le cabe ni una mosca.
No cambia mucho la dinámica del asunto. Ahora la calle rebosa también de pregoneros que con voz de locutor, elegante, entonada, ofrecen de todo: 5 pares de medias en 5 mil; 2 jeans para dama en 70 mil; blusas con 35% de descuento; Converse originales a 70 mil. “Siga la dama, siga el caballero: Qué busca, qué necesita. Si hay. ¡Siga que sí hay, y si no hay se lo consigo!
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Llegué al San Victorino con $200.000. No tengo hijos ni sobrinos a quien dar juguetes así que invertiría esa suma en, como se dice coloquialmente “una buena pinta”.
A las 10 de la mañana, caminar entre la cantidad de gente era casi que imposible. Cargados de bolsas, los clientes salían uno tras otro de los locales. La imposibilidad de buscar, de cotizar, de preguntar, y la marea humana hizo que la compra navideña fuera una aventura que no quisiera repetir. Sin embargo, dejé la suma que había traído en el primer local que encontré medio desocupado. Ni quería ni podía andar más.
Dos jeans, (buenas falsificaciones de una marca conocida) una chaqueta de dril, Dos camisetas, un par de tenis (también copias) y dos pares de medias. Para eso alcanzó.