El que diga que es fácil es porque no lo vivió nunca. Cuando Dora* recuerda esos días se le llenan los ojos de lágrimas. Tiene un café al frente así que bebe un sorbo largo para calmarse. Respira profundamente y sigue hablando. Insiste casi que en cada frase en que Dios le salvó la vida.
Dora era prostituta. Llegó del Llano en 1995, corriendo de la violencia. No venía sino con la ropa que traía puesta, un morral con un par de mudas más y diez mil pesos en el bolsillo. Dice que era venirse para Bogotá o quedarse allá “arriesgando el pellejo”.
Un familiar lejano la recibió pero fue enfático en decirle que sólo podría tenerla en su casa por unos días. La ambigüedad de esa frase “sólo unos días” llenaba el corazón de Dora de angustia, de impaciencia. Y de miedo porque le daba la impresión que Bogotá era un monstruo hambriento y muy grande que se la tragaría de pronto, de un solo bocado.
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El mismo familiar le ayudó a conseguir un trabajo. Dora tenía que ayudar en los servicios de una cafetería en el centro. Ya han pasado los años, y se le notan, lo que no significa, sin embargo, que Dora haya dejado de ser una mujer atractiva. Tiene unos ojos marrones, expresivos, dulces; el cabello marrón, largo y churco; un par de pechos proporcionados y unas caderas de bailarina. Todo con los justos kilitos de más que han llegado con el tiempo y con el placer culposo de comer lo que se le da la gana.
Pero en esos días, recién desempacada de la provincia, Dora tenía una belleza exótica, propia de las mujeres de esa llanura inmensa y levantaba miradas por todo lado. “A la cafetería sólo llegaban tipos y no hacían más que decirme cosas. Incluso una vez uno me ofreció plata por acostarme con él. Le di un no rotundo”.
Las cosas en la cafetería no salieron bien porque el dueño era un “viejo verde” que acosaba a Dora todo el tiempo. Se cansó cuando las cosas se subieron de tono y renunció. Había durado allá dos meses. Como su familiar le dijo que sólo la podría hospedar unos días, ya había conseguido habitación cerca del trabajo. Era un cuarto humilde y estrecho en el que a duras penas cabía la cama y un desvencijado armario de mimbre.
La dueña de la pensión, que por los años conocía muy bien “cómo era el movimiento de la zona”, le dijo a Dora que si "atendía hombres” iba a ganar mucha plata. Por supuesto que ella se negó. Pero no esperaba que la situación se pusiera tan difícil como se puso y que, efectivamente, le iba a tocar “venderse para sobrevivir”.
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Pero ella, rebelde indómita de ese llano inmenso, no se iba a amilanar ante nada, y si Dios le había dado “ese cuerpazo”, pues había que “sacarle ganancia”. Entonces no le metió más cabeza al asunto, y creyendo que sería por poco tiempo, habló con un hombre que la contacto con el dueño de un burdel.
La primera noche estuvo borracha desde que empezó. Era la única manera de soportar eso. No recuerda muy bien a los clientes que vio, dos la primera vez. “Sólo me acuerdo que lloré mucho cuando un tipo de se me subió encima”.
El difícil camino para salir de 'la vida fácil'
Vie, 05/01/2018 - 00:58
El que diga que es fácil es porque no lo vivió nunca. Cuando Dora* recuerda esos días se le llenan los ojos de lágrimas. Tiene un café al frente así que bebe un sorbo largo para calmarse. Respir