Fue un accidente. Consuelo manejaba el automóvil cuando chocó contra una tractomula en la carretera entre el municipio de La Pintada y Medellín. Viajaba con nuestra niña, Cristina estaba pequeñita, tenía dos años, y con la niñera. Sufrió un trauma craneano. Muy grave. Fueron muchos días, semanas, entre la vida y la muerte. Largos períodos de cuidados intensivos y después vino la meningitis. Consuelo tuvo un daño cerebral severo, del que nunca se recuperó. Esteban tenía siete años.
El neurólogo, las amenazas de daño cerebral, procedimientos que había que autorizar, y uno siempre guardando la esperanza. Y la infección avanzaba agresiva, y las dudas crecian, que si continúan con los antibióticos o si la dejan descansar.
Uno aferrado a la vida, como un instinto, y más con hijos tan pequeños. Y entonces la noticia fatal. El pronóstico negativo: Consuelo ya no volvería a ser la misma. Permanecería en estado vegetativo hasta el final de sus días. Podían ser muchos años. Debía comunicárselo a mi hijo mayor. ¡Qué duro fue eso!
Vino entonces un período de choque con la familia de Consuelo. Se resistían a aceptarlo. Aparecen los yerbateros, los milagrosos, hasta que finalmente se logra reconocer la fatalidad: no hay nada más que hacer. Y sin embargo, se sigue esperando el milagro que nunca llega.
La tuvimos mucho tiempo en la casa en Medellín. Así, postrada. Hasta que comprendí que era un grave error. Los hijos involucrados permanentemente, privados de la independencia y de la alegría, propias de la edad. Decidí entonces trasladarla a una institución especializada. Allá la podemos visitar cuando queramos, nadie está obligado y a ella la cuidan muy bien. Estamos pendientes, le damos todo el cariño y todo el amor, y mis hijos pueden vivir sus vidas con libertad.
¿Qué hacer con ella?
Su madre, quien murió hace tres meses, y yo, siempre tuvimos muy claro que había que darle el mayor bienestar posible, dentro de su estado. Los hijos, el mayor de Consuelo de un matrimonio anterior, y Esteban, que estudia quinto semestre de Derecho en la Javeriana, mantienen sentimientos encontrados. Sufren mucho al ver a su mamá así, y se preguntan si no sería mejor dejarla descansar.
Esteban, el hijo mayor del magistrado Arrubla, cuenta que hasta hace muy poco lloraba todas las noches, inconsolable, cuando llegaba a su casa. “Lloraba por mi mama. Como si una sombra me persiguiera de un lado a otro”, dice. “Pienso que lo mejor es que ella descanse. Lo que no sé es cómo hacerlo. A veces me despierto pensando en que si llegara a ocurrirle algo, si enfermara y muriera y pudiera descansar, yo también podría hacer finalmente un duelo. Y descansaría”.
Yo, por mis convicciones, tengo una posición clara frente a la eutanasia. Primero que todo, en Colombia no está permitida y yo respeto la ley y las normas. Eso sí, no soy partidario de alargar la vida inútilmente, con tratamientos heroicos. Los protocolos en el lugar donde la tenemos son muy claros. Yo creo que la naturaleza debe obrar libremente sin que nadie la induzca ni en un sentido ni en el otro.
Ella tiene asistencia nutricional únicamente. No puede deglutir. El día que se le llegara a suspender la alimentación Consuelo fallecería. Mis hijos viven este terrible dilema. Les cuesta mucho. Los varones son mayores de edad y en este momento ya están en capacidad de tomar decisiones. Conocen mi posición, pero ellos pueden tener la suya propia.
Dejarla de asistir en Colombia no es tan fácil. En Estados Unidos se requirió, en el caso de la señora Terry Schiavo, asistencia judicial para que ordenaran y autorizaran retirarle la asistencia alimentaria. Aquí habría que hacer algo similar, pero es una decisión que yo no tomaría. Los respetaría. Tendrían, eso sí, que buscar los medios legales para poder proceder.
¿Cómo se puede vivir con alguien que está, pero no está? ¿Cómo puede uno rehacer su vida?
Uno hace los duelos. Asume y acepta esas realidades por duras que sean. Mis hijos no han logrado elaborarlo completamente porque, además de la ausencia, es un proceso que no culmina, que lleva trece años. Y puede durar muchos años más. La angustia, la tristeza, no les permite hacer a profundidad un duelo.
Yo me casé con Consuelo y eso implica un pacto, una lealtad mientras las personas estén vivas. No me divorciaría por ningún motivo de mi esposa. Uno no puede dejar a un ser humano por ahí tirado porque haya perdido la conciencia. Y más si la persona fue la más importante de su vida en su momento. No me he negado a que llegue otra persona a mi vida pero habría que adaptarse a las circunstancias.
La eutanasia
El país requiere discutir a fondo la eutanasia. Hubo una instrucción, por parte de la corte constitucional al Congreso, y el Congreso no se ha ocupado del tema. La gente no solamente tiene derecho a vivir sino a morir de forma digna. Independientemente de mi situación personal, que tiene circunstancias muy particulares, el país debería afrontar esa discusión.
Si yo tuviera la posibilidad de orientar un desarrollo legislativo sobre la materia, no apoyaría la eutanasia activa, es decir, que se le aplique una inyección letal a una persona, pero sí facilitaría la posibilidad de ejercer el derecho a no extender la vida de forma inútil, heroicamente.
Este ha sido un episodio largo y triste para todos. Decidir sobre la vida o la muerte de una persona, y más si era su mujer resultaba un verdadero dilema moral. Una complicadísima situación humana que padecieron hace catorce años el magistrado y sus dos hijos, asi como los padres de Consuelo, los también abogados Hernando Devis Echandía y Nahir Saavedra de Devis, quienes murieron hace poco. Anoche descansó Consuelo. Será enterrada en Medellín, la ciudad donde comenzó y terminó este drama.