
KienyKe.com reproduce algunas líneas de la primera novela de Carolina Vegas, 'El cuaderno de Isabel'. En ella la autora aborda el tema del cáncer de mama.
Isabel recicla. Se declara en contra de las corridas de toros y dona dinero a una ong que rehabilita animales abandonados. Cree que es una buena persona. Es joven y bonita. No puede estar enferma. Está convencida del buen estado de su salud. Por eso le fastidia sentarse en una sala de espera rodeada de mujeres que no saben esconder el miedo que sienten ante el dictamen del médico.
Cada una tiene una dolencia diferente. Margarita lleva más de dos semanas esperando a que le llegue la regla. El examen casero no le trajo calma: salió inconcluso. ¿O fue que no lo supo leer? La angustia la hace jalarse las coyunturas de los dedos al punto de sentir tanto dolor que cree que puede fracturarse. Angélica tiene calores. Desesperantes calores. Pero aún confía en que el doctor Perdomo le diga que no son a causa de la edad sino por alguna fiebre rara que no se le pasa.
Marina mira con envidia a Catalina sentada en la silla de enfrente. No la conoce pero siente celos de su avanzado embarazo. Marina sabe que nunca podrá parir; ser madre tal vez, pero no parir. Catalina, ensimismada, acaricia su protuberante panza.
Isabel observa a todas las mujeres y hace una mueca de desespero. Toma su teléfono y le marca a su secretaria.
—Clarita, cancéleme la cita con Andrés. No alcanzo a llegar ni por el carajo, el médico tiene la sala llena. Y por favor dígale a María que me mande el artículo del museo a mi correo, porque lo tengo que editar.
Isabel cuelga antes de que Clarita le pueda responder. Se sienta y comienza a jugar con la cremallera de la cartera. Observa con detenimiento a todas las mujeres en la sala de espera y piensa que debería cambiar de médico, porque éste tiene muchas pacientes. Claro, es el ginecólogo que ha recibido a los hijos de todas sus amigas y conocidas. Y sí, se lo recomendaron muchísimo. Pero siempre le toca esperar. Y a ella no le gusta esperar.
No fue capaz de esperar a que su papá le diera permiso para ir a la finca de su amiga Paula cuando estaba en noveno y se escapó de la casa por la ventana, con morral y todo. Media ciudad quedó alertada con su desaparición, que todos pensaron era un secuestro, hasta que por fin dos días después se dignó llamar a sus papás para decirles que estaba en El Peñón.
Y no fue capaz de esperar a encontrar un niño que en verdad le gustara mucho para darle su “florecita”, como le decía la nana Ifigenia, y fue y se la dio a Diego, el nerdo del curso. Sólo porque quería salir de eso. Dieguito no pudo creer en su suerte durante la fiesta de cumpleaños de Andrea. Fue en el baño del cuarto de visitas. A toda prisa. En parte por la angustia de que los encontraran y también porque él no pudo contener la emoción. “¡Me comí a Isabel! La vieja que no le para bolas a ninguno de los manes pintas del colegio”. La misma que había decidido ir sola a su primer Prom y no bailar con nadie. La que los callaba a todos. “¡Isabel, marica!”, como le contaría a su mejor amigo el Mosca, que obviamente nunca le creyó. Mucho menos cuando años más tarde Dieguito se convirtió en un muy respetado matemático gay, que prefirió dejar muy enterrado en su pasado aquel quickie de baño con el que descubrió que al final tal vez sí le gustaba más Carlos, el capitán del equipo de básquet.
Carolina Vegas.
Pero le tocaba esperar. Esta vez la situación sí le generaba angustia. Antier se dio cuenta de que tenía una bola en el seno izquierdo; una masa grande y sólida, algo que antes no había sentido. Claro que llevaba meses sin que nadie le tocara los senos. Ni ella misma se los tocaba. Su vida agitada ya no le daba tiempo de estar con nadie. Se bañaba rápido y no se tomaba tiempo para palparse en la ducha. Ni en la cama. Ni en el sofá. Parecía que no tuviera cuerpo: no existía, no necesitaba nada, ni siquiera comida.
Hace dos días llegó como todos los lunes a las seis de la tarde a su casa. Era el día en que salía más temprano y aprovechaba para estar tranquila y pasar tiempo con su compañero de vida. Su gato Lancelot.
Lo encontró en la finca de su papá, en el Neusa. El pobre estaba escondido debajo de la camioneta. Buscaba algo de calor ante el horripilante frío que emanaba de la laguna. No tendría más de un mes de nacido y, o su madre lo había abandonado, o estaba perdido. Cuando Isabel salió envuelta en una maxi ruana con un café con leche caliente a la puerta de la casa para respirar algo del aire fresco y helado del campo, oyó los leves maullidos de auxilio. De inmediato algo en ella se despertó, la ansiedad intensa de pensar en un pequeño animal en peligro. Una necesidad de encontrarlo. Dejó el café en el piso y comenzó a caminar siguiendo el sonido. No le costó mucho descubrir de dónde venía. Se quitó la ruana para meterse debajo del carro a buscar al cachorro. Y pronto lo encontró acurrucado encima de la llanta delantera derecha. Asustado, tiritando del frío y del hambre.
—No te preocupes, chiquito, yo te voy a sacar de aquí. No tengas miedo.
Y así hablando casi en un susurro y muy despacio fue acercándose hasta que por fin pudo agarrarlo con una mano y con la otra empujó su cuerpo para salir de ahí. Su madre estaba parada en la puerta, mirando con asombro la taza de café y llamando a Isabel. La vio salir de debajo de la camioneta, con un pequeño gato negro de patas blancas, criollo, flaco y bastante feo.
—Te debería tomar una foto, hija. No sé cuál de los dos está más sucio y más despelucado, tú o el gato.
A Isabel no le importó mucho lo que le dijo su madre. Solo quería entrar rápido a la casa, calentar un poco de leche y buscar una cobija para el animalito. Primero lo revisó y descubrió que era un macho y luego lo miró a los ojos y le dijo:
—Ya no estás solito. Ahora vas a estar conmigo siempre, mi caballero Lancelot.
María Lourdes, la madre de Isabel, miraba con asombro a su hija. Ese lado tierno era raro en ella, y casi siempre lo reservaba para los seres de cuatro patas, nunca para los humanos. Ni siquiera para su propia madre.
Desde entonces Lancelot y ella fueron inseparables, un complemento perfecto. Cuando Isabel se iba, él recorría la casa a su antojo, se echaba en cualquier parte, jugaba con su rascador y perseguía sus peluches de ratón y sus pelotas por toda la casa. Apenas sentía que Isabel llegaba a la puerta, se sentaba frente a la entrada para que ella lo alzara y le consintiera la cabeza, y él poder mandarle un lengüetazo rápido a la mejilla para limpiarle la suciedad de la calle.
Ese lunes, como todos los lunes, le sirvió a Lancelot una comida especial de lata y se preparó una ensalada. Después de comer abrió una botella de vino y se sentó en el sofá del estudio, su espacio favorito en el apartamento de ochenta metros al lado del parque El Virrey. Un apartamento de un piso con dos cuartos, uno que usaba como habitación y otro como estudio. Decorado con colores vivos y cálidos. Tenía muebles de madera oscura y, ante todo, espacios llenos de luz tenue, velas y libros. Pero el sofá del estudio era su favorito. Muy acolchado, grande y forrado en una tela de color granate con grandes flores blancas. Ahí se sentó con su copa de vino y con Lancelot al lado, ronroneando de felicidad con los ojos entreabiertos. Así se disponía siempre para su cita semanal con su serie favorita del momento, Grey’s Anatomy.
