Aldemar Daza y Adolfo Gutiérrez Malaver eran amigos de la infancia. Crecieron juntos. Compartían riñas de gallos, fiestas y tomatas. Tenían un campeonato de microfútbol, compartían en tiendas tomando cerveza. “Yo lo estimé más que a mis hermanos carnales. Él no dejaba arrimar mucho a la esposa. Si ella me iba a saludar él la llamaba y después yo escuchaba que la regañaba. De pronto ella me ofrecía una agüita, un té o un café y él la llamaba aparte y la regañaba por eso. Ella me saludaba y él era bastante duro con ella. La quería muchísimo, me imagino que era muy celoso con ella. Yo nunca tuve nada con ella. Con ella no. Yo siempre fui muy infiel a mi esposa, pero él era como mi hermano, o más, entonces realmente no sucedió nada con esa señora”.
Se hallaba en la calle 22 Sur con Caracas cuando lo llamó Aldemar Daza y le dijo que se encontraran en la 22 Sur con décima. Le dijo a su amigo que lo esperara mientras subía caminando hasta donde acordaron encontrarse. Mientras miraba su celular llegó un grupo de hombres armados que le dijeron que él era guerrillero y ellos paramilitares. Eran más o menos las 11 de la mañana. Le amarraron las manos detrás de la espalda, lo montaron en la silla trasera de un chevrolet corsa verde, lo acostaron boca abajo, se le sentaron tres hombres encima, le vendaron los ojos y no volvió a ver nada durante los siguientes cinco días. Lo torturaron durante 120 horas en que no le permitieron comunicarse con su familia, y mientras tanto Amparo, su mujer, lo buscó en estaciones de policía, hospitales, la morgue, con sus amigos y conocidos.
–¿Qué le hicieron?
–Tal vez qué no me hicieron… Golpes, corriente en los testículos, una bolsa que le colocan a uno en la cabeza con jabón y ácido para tratar de ahogarlo, horrible. Ellos me estaban diciendo que eran paramilitares. Con mi forma de ser, arrogante, porque bastante lo era, los desafío. Porque yo había visto en televisión, en el noticiero. Dicen que son muy guapos, entonces yo les decía: “Si son muy guapos, yo peleo con ustedes. Uno por uno, pero no hagan esto, porque esto no es de hombres”. Tal vez les saqué el mal genio y me dieron más duro.
Le preguntaban por un alias ‘Popeye’, y él respondió que el único Popeye que conocía era el marido de Oliva, a lo cual respondieron golpeándolo con más fuerza aún. Lo sacaban mucho a caminar, pero a Gutiérrez Malaver le daba la impresión de que no se estaba moviendo. Los ruidos del lugar le hacían creer que estaba en un taller. Tenía 29 años. Al quinto día le quitaron la venda, lo metieron a un baño y le ordenaron que se bañara y se arreglara con una ropa que le dieron. Luego lo llevaron caminando a la Sijin donde lo recibió la fiscal Gloria Criales. Siguieron pidiéndole que confesara y dijera la verdad sobre la supuesta bomba que había puesto con alias ‘Popeye’. Al mes de estar en la Sijin lo llevaron a La Picota, en una zona conocida como La Jaula. Un mes más tarde lo trasladaron a Cómbita, donde permaneció casi ocho años. Después estuvo en la prisión de Acacías, en el Meta, donde se quedó menos de tres años hasta su liberación.
Antes nunca había estado preso. Jamás había estado en una estación de policía. “Culpables e inocentes, a todos los empujan y los llevan allá. Y uno no puede hacer nada. Yo puedo decir que mi hoja de vida estaba y está limpia. Impecable”.
Estando en la Sijin comenzaron a llamarlo por su segundo apellido, Malaver. Había otros Gutiérrez y fue más práctico usar su apellido materno que nadie más tenía. Así pues, alias ‘Popeye’ llegó hasta su celda preguntando quién era Malaver. 'Popeye' también negó tener que ver con la bomba, hasta el día de hoy se declara inocente, y en ese momento aclaró que no conocía a Gutiérrez Malaver. Ambos hombres fueron trasladados a La Picota, y es así que no llegó solo pues tenía al menos dos conocidos. Fue ‘Popeye’ quien le advirtió que no le diera confianza a nadie y que dejara de hablar mal de los guerrilleros, pues estaba poniendo su vida en riesgo. Gutiérrez Malaver era de la vereda Jade, en Viotá, Cundinamarca, una zona llena de guerrilleros a quienes describe como ladrones.
–Yo era altanero y muy bravo, por mi carácter y porque estaba lleno de ira por estar ahí encerrado. Lo tengo que reconocer. Yo era un hombre borracho, iracundo, bastante fuerte, un hombre de autoridad. Y todo eso iba revuelto con la ira. Y entonces yo ya sabía por qué estaba ahí. La doctora Gloria Criales, cuando me interrogó, me mostró todo y entonces supe que me había acusado mi amigo.
Durante los años que estuvo preso aprendió a hacer manualidades: muñecas, anillos, collares, pulseras, flores y carteles que le mandaba a su esposa y que aún guardan en su casa.
–¿Cómo manejaba la ira y la frustración?
–Vive uno muy amargado. Pero algo que siempre ha vivido conmigo es que me gusta vivir, me gusta mucho la vida. Yo vi que si quería vivir me tocaba portarme diferente, porque la cárcel es dura. Hay gente que lo invita a uno a pelear y así a uno no le gusta, pues le toca pelear. Peleé muy poco, por préstamos que uno hace y no le devuelven. En la cárcel la palabra vale mucho, como siempre ha valido para mí. Comencé a pensar mucho en mis hijos y mi esposa, ya no pensaba tanto en mí.
–¿La ira duró los 11 años que estuvo preso?
–No, la rabia no dura todo ese tiempo. Resulta que siendo ahora creyente, veo que todo fue un propósito de Dios. Entonces por ahí a los cuatro años comienzo a conocer de nuestro Señor Jesucristo. Yo fui invitado a conocer de Jesús mucho, en la calle y aquí en la casa llegaban unas señoras a golpear a la puerta. Yo era católico, muy respetuoso al Divino Niño y la Virgen. De esas personas que van a misa y salen a jugar tejo. Yo iba a misa con mi familia y les enseñaba. Yo no era grosero, pues es diferente ser grosero a ser grotesco. No lanzaba palabras sucias, no era mentiroso. Nunca he sido mentiroso, me molesta la mentira. Una vez casi me separo de mi esposa porque le pillé una mentira pequeñita. Es más, en varias oportunidades ella me pilló que tenía otra mujer porque me lo preguntaba, y yo le decía por una vez no. Pero el corazón me acusaba y yo le decía la verdad porque no puedo decir mentiras. Algo nació conmigo y fue la verdad.
–¿Por qué comenzó a dejar la ira?
Un día en la celda 102 del patio quinto de la cárcel de máxima seguridad de Cómbita, a los casi 4 años de estar detenido, tuve un encuentro con alguien a quien yo le serví mucho la vida anterior, el diablo. La gente cree que el diablo es alguien cachudo, pero él se presenta de una manera muy diferente. Un hombre normal, simpático, pintoso. Olía a algo llamativo. Yo estaba viviendo solo en una celda, de inmediato supe que era él pues yo le serví. Yo estaba confundido. Tenía en mi mente servirle a alguien pero no sabía a quién. Pensé que me estaba volviendo loco. Comencé a oír voces que decían: “Tú me vas a servir”. Yo no sabía quién me hablaba. Entonces el diablo me dijo: “¿Me va a seguir a mí, o va a seguir a alguien más poderoso?”. Entonces le dije: “¿Acaso hay alguien más poderoso? ¿Ese poderoso es Dios?” Pero no respondió, no hizo nada. Volví a preguntarle: “¿Acaso es nuestro señor Jesucristo?” Y el diablo se fue para atrás como si lo hubieran empujado y vi yo su debilidad, porque si algo me acompaña es que soy bastante visionario y un hombre oidor. Siempre he entendido que Dios nos dio dos oídos y una boca, es decir, escuche más y hable menos.
Adolfo Gutiérrez Malaver asegura que él no es el héroe de esta historia, la heroína es Amparo, su mujer.
–¿Así fue que decidió unirse a los cristianos en la cárcel?
–Desde ese momento en adelante decidí reunirme con los locos a adorar a nuestro Señor Jesucristo. Al otro día, automáticamente cogí mi Biblia. Pero tenía temor. Entré con mi Biblia a donde estaban los locos, los panderetas. Allá nos tienen un sinnúmero de apodos. Los que creen en Dios son los locos. Mi temor es porque cuando una persona llega a ese sitio hermoso, donde los evangélicos, los compañeros que no lo son comienzan a decirle que se volvió niña u homosexual. Tenía miedo de eso porque me conocía. Si me dicen eso me toca pelear. No me voy a dejar tratar así. Pero vi algo raro, y es que los compañeros se arrimaban y me decían que me iba a servir porque yo era un hombre serio. Los que no creían vieron algo bueno. Vi la gloria de Dios, que me ayudó porque no quería que peleara. Desde que llegué me pasé todo el tiempo llorando. Ellos lo acogen a uno y lo abrazan. Es una familia diferente donde Dios lo bendice. Oran por uno y uno descansa, realmente.
–¿Cómo se desempeñó con los evangélicos?
–Comencé a reunirme y llegó un varón llamado Oscar Méndez. Había sido predicador de la calle. No sé por qué estaría allá, errores de la vida, qué se yo. Lo cierto es que comenzó a llamarme mucho, a hablarme y explicarme. Compraba un pan y me daba un pedazo. Me daba mucha moral y me ayudó mucho. Me habló del Evangelio que yo no conocía. Al poco tiempo se iba a ir, salía. Entonces tenía que dejar un reemplazo para ser el líder de la comunidad evangélica. Preguntó quién quería y nadie dijo nada, a la tercera vez algo me impulso y me levantó la mano. Yo sentí que él me menospreció, porque preguntó: “¿Usted, Malaver?”. Y yo le dije: “Pues sí, señor. Si nadie quiere”. Yo no sabía mucho del Evangelio, pero no quería que toda esa gente que estaba allí se perdiera otra vez y se fuera a los vicios. Mis primeras predicaciones anotaba lo que había en la Biblia y les leía, porque no sabía predicar. Pero orábamos y cantábamos a Dios. Nos reuníamos para él. No sabíamos mucho pero lo hacíamos. Así la pasé de ahí en adelante, sirviéndole a Dios. Me enfocaba mucho menos en mis problemas. Conocer a Jesucristo se llevó mis problemas. Si había un problema en mi casa oraba y le dejaba el problema a Dios. De ahí en adelante no hubo más sufrimiento para mí.
Inicialmente, a Amparo no le gustaban los colores que su marido combinaba en los regalos que le hacía.
–¿Por qué le dijo a su mujer, el 24 de diciembre de 2005, que no volviera a visitarlo?
–En ese momento yo ya era cristiano. Lo que pasa es que uno, siendo cristiano, quiere lo mejor para la gente que quiere y para los demás. Entonces yo viendo que mis hijos estaban sufriendo… –Gutierrez Malaver interrumpe su respuesta, agacha la cabeza tapando su cara con una mano y comienza a llorar. Sin secarse las lágrimas, respira hondo y continúa sin dejar de llorar. –Mi mujer también sufriendo, eh… tomé esa decisión. Yo sabía que iba a sufrir muchísimo, ya me había llegado esa condena de 28 años y 3 meses y dije, pues, aquí ya me condenaron, no hay nada más que hacer. Es la justicia. Inocente, pero ya lo hicieron. Pero ella me dijo que no, que no me abandonaba y siguió yendo. A mi forma de ver yo no lo consideraba justo con ella. Yo estaba en un proceso de cambio. Conociendo el Evangelio y enamorado de Jesús. En esos momentos uno cede con facilidad. Me di cuenta que si realmente me amaba y quería estar conmigo, pues yo debería dejarla. Y, pues, lo hice.
–¿No sentía rabia contra su amigo Aldemar Daza?
–No. Yo pienso que cuando uno dice “enamorarse de Jesús”, es dejar a un lado todo lo que ha vivido. Yo le puedo decir que viví en la cárcel pero libre en el espíritu. A partir de que conocí a Jesús ya mi corazón, mi ser y mi alma ya no estaba presa.
–Si tuviera el poder de manipular el tiempo, ¿qué cambiaría de su vida?
Si pudiera volver el tiempo atrás lo haría desde mi nacimiento para conocer a Jesucristo. Y quizá antes para que mi papá lo hubiera conocido también. Mi mamá y toda mi familia. Y los que están a mi alrededor.
–¿No cambiaría los años que estuvo en la cárcel?
–Es que al conocer a Jesucristo no iría a caer a la cárcel. Conocerlo no es estar hablando de él todo el tiempo. Lo que lo hace a uno es el testimonio. No porque haya pagado cárcel, sino las cosas buenas que uno pueda dar y hacer. La gloria es para Dios. Lo que me pasó fue útil y fue permitido por Dios. Yo digo que es impresionante el cambio que Dios hizo en mi vida. No volví a tomar. La última vez que lo hice fue en La Picota con unos familiares que me visitaron. Hace unos 8 o 9 años. No me hace falta el trago. Ya fui probado de esa forma.
–¿Cómo ha cambiado su relación con su esposa y sus dos hijos?
–Ha sido un cambio impresionante. Es un amor nuevo. Comenzar de nuevo. Mis hijos felices, aunque ellos siempre me han respetado. Mi autoridad para ellos siempre ha sido. Estando mi esposa con ellos, si no le hacían caso, bastaba una llamada mía para que me hicieran caso.
Desde que salió de la cárcel ha predicado la palabra de Dios. Su familia, aunque no es cristiana, lo acompaña y Amparo, su mujer, dice estar aterrada del su conocimiento del Evangelio y el amor con que predica. Sus hijos, de 20 y 21 años, se acuerdan de cuando su padre los llevaba a las casas de sus amantes, de verlo llegar borracho y vomitado, y hoy Gutiérrez Malaver está concentrado en darles un buen ejemplo, que es lo mejor que puede hacer. Más que hablarles, lo importante es que vean un cambio en su papá. “Así como predico, yo tengo que aplicar”.
No volvió a saber de la vida de su amigo Aldemar Daza. Hace unos años tuvo la oportunidad de decirle que lo que hizo no es de un hombre. Que cambiara y recibiera a Dios en su corazón. No ha tenido la oportunidad de decirle que ya lo perdonó, que es algo que quisiera hacer. Pero no volvería a confiar en él. “La Biblia me lo enseña: debo ser inteligente”.
Ahora quiere disfrutar con su familia, ser un predicador y llevar la palabra de Dios. Tiene una demanda en proceso contra el Estado pues espera que le devuelvan todo lo que él no pudo darle a su familia mientras estuvo preso siendo inocente. Quiere poder comprarle una casa a su mujer, mandar a sus hijos a la universidad y le gustaría estudiar teología o estudios bíblicos.
–¿Por qué perdonó a su amigo Daza y no al Estado?
–Demando al Estado porque mi familia necesita que yo les dé, económicamente, lo que no pude darles durante esos 11 años. Yo no tengo los medios. Un buen padre, si tiene la oportunidad, les da a sus hijos. ¿Por qué no dejarles una herencia para que vivan dignamente, no como viví yo? Yo no tengo nada contra ninguna persona.
El dolor más terrible es pensar en el sufrimiento que semejante injusticia le ocasionó a sus dos hijos y a su mujer.
–¿No es cruel un dios que le ponga semejante prueba tan dura?
–Yo considero que no, porque Dios, al hijo que ama disciplina. Uno tiene que recibir disciplina para luego ser bendecido. Dios primero mira si somos capacitados para tener una bendición o no. Si nosotros renegamos en una prueba, es porque no servimos. La Biblia dice: En lo poco fuiste fiel, en lo mucho te pondré. Dios es bueno, no es un Dios cruel. Solo que para recibir, tenemos que dar primero. Dios prueba al justo con disciplina.
Casi once años más tarde, Adolfo Gutierrez Malaver ha vuelto a una ciudad que ha cambiado mucho. A pesar de no sentir temor, se siente como un niño dando pasitos. Es falta de costumbre, poco a poco se irá acostumbrando a pasar la calle sin temerle a los automóviles. El cambio de sazón en los alimentos que consume lo ha enfermado y desde que salió en libertad no ha podido comer lechona o un chicharrón espumoso con el que sueña despierto. Pero lo más complicado es que no tiene seguro médico todavía, y debate si dar una entrevista a una revista que a cambio le ofrece una visita a un médico, o mantener su dignidad y no rendirse ante la falta de humanidad de algunos medios.
Asegura que en la cárcel, además de haber mucha gente inocente, los culpables que por fuera mantienen su inocencia, en la cárcel confiesan sus crímenes a los demás presos. Gutiérrez Malaver hace un llamado al gobierno a que sea un poco inteligente al respecto.
“El gobierno debería ser sensato en eso, y no condenar gente sin pruebas reales. Yo, para gloria de Dios ya estoy afuera, comencé a vivir otra vez. Pero allí dentro todavía hay gente inocente”.
Habla el hombre que pasó once años preso aunque era inocente
Mar, 30/07/2013 - 15:01
Aldemar Daza y Adolfo Gutiérrez Malaver eran amigos de la infancia. Crecieron juntos. Compartían riñas de gallos, fiestas y tomatas. Tenían un campeonato de microfútbol, compartían en