Las razones de Camilo Jiménez

Dom, 11/12/2011 - 06:30
Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trat

Un párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una pieza literaria o de encontrar razones para defender un argumento resbaloso. No. Se trataba de escribir un párrafo que condensara un texto de mayor extensión. Es decir, un resumen. Un resumen de un párrafo. Donde cada frase dijera algo significativo sobre el texto original. Donde se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito –ortografía, sintaxis– y se cuidaran las mínimas normas de cortesía que quien escribe debe tener con su lector: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era una condición. La condición era escribir un resumen en un párrafo sin errores vistosos. Y no pudieron.

Está bien, no voy a generalizar. De treinta estudiantes, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos no pudieron escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro. Estudiantes de comunicación social entre su tercer y su octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los cuarenta y los cincuenta, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos son posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a que al menos veinte de esos estudiantes tiene banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales de cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.

Por supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de Power Point ni películas, a lo más vemos una o dos en todo el semestre. Quizá ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo más bien proyectarles diapositivas con frases en mayúsculas que indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote en lugar de leer A sangre fría. No debí insistir tanto en la brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras sino de tres cuartillas mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.

De esas limitaciones e inseguridades mías, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de mis estudiantes este último semestre que di clase, sus silencios, su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. No supe preguntar esta vez, no supe invitarlos a pensar. De ahí quizá vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas y desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, temblorosos que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombies. Quizá eso es lo que son. Los párrafos, quiero decir.

El curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. Los autores iban variando de un semestre a otro. Capote, Talese, Hersey, Abad Faciolince, Mitchell, Wolf, Paz, Rossi, Salcedo Ramos, Borges, Caparrós, Tejada Cano, Reyes, Samper Pizano, Sacks… A partir de esos clásicos nacionales y extranjeros los estudiantes intentaban escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero un resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo –contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera–. Una vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen bien hecho pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un informe editorial o una reseña.

En una de las sesiones semanales revisábamos lo que veníamos leyendo, y yo intentaba dirigir la conversación para que identificaran las características del género, así como las fortalezas y debilidades del texto en cuestión. La otra sesión la dedicábamos a revisar y pulir los ejercicios escritos de los estudiantes. En el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo dice y lo que dice el otro en una conversación. Buscaba que practicaran hacerse entender en un grupo, una herramienta que estimo fundamental no sólo para la vida profesional, sino para la vida civil. El otro concepto transversal –debo posar de académico—del curso, la economía lingüística, buscaba mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en cien palabras debe sintetizar un libro de 200 páginas debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores. Cada palabra es importante, cada frase debe decir algo pertinente.

La inmensa mayoría de estudiantes de este último semestre que di clase, y los de dos o tres anteriores, nunca pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Asimismo, siempre hubo otro ambiente en mis clases. O motivé yo un ambiente distinto, no sé. Notaba un calibre más inquieto en los veinteañeros que estaban frente a mí. Más dubitativo. Más curioso. Había más preguntas en el ambiente. No encuentro otra forma de decirlo. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía. Menos espíritu crítico.

Debe ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. “Esos gorditos de más”. El mensaje en el Blackberry que no da espera. Debe ser que no me supe sintonizar para el momento en que La Tigresa de Oriente se volvió más cool que Patti Smith.

Nunca he sido mamerto ni amargado ni ñoño, no me voy a engañar: a los veinte años fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía. Mis amigos veían películas como si se les fueran a salir los ojos. Podíamos discutir una hora, cuál de todos más copetón, si John Cazale era el Freddo de El Padrino y el compañero de Pacino en Tarde de perros. O en qué discos de Lou Reed había tocado el bajo Fernando Saunders. Esas cosas que no interesan. O sí. No sé, en esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. A otros por supuesto les interesaban el dinero, el poder y las chicas. Y no leían. Pero había muchas personas de nuestra edad que estaban haciendo cosas, que se preguntaban cosas, que especulaban. Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.

Es cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido culpar al “sistema”. Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los veinte años o menos.

Mi sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee, que lee mucho en Internet. Es una respuesta generacional y genérica. La pregunta es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Sólo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.

Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ya otra cosa con la que no me pude sintonizar. De pronto ya no se trata de comprender un texto, de dialogar con él. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombies. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando los alumnos de mi último semestre de clases tengan treinta y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis cosas voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.

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