Los días son largos y extenuantes para Jailer. Desde el 20 de enero pasado pasa las horas en terapia en el piso 6 del Hospital militar donde, junto con otros 90 soldados heridos en combate, intenta recuperarse. Atrás quedaron sus días en Quibdó y con su mamá, doña Yolanda, quien con su trabajo de mesera los sacó adelante a él y a sus tres hermanos, hasta ponerlo en las puertas del ejército. Jailer quería ser soldado profesional. Soñaba con estudiar matemáticas casarse con Sandra, su novia, una empleada doméstica de veinte años que no volvió a ver.
Ya no le queda ni el color de su piel ni el vigor de sus 22 años y 1.80 metros de estatura. Ha perdido 50 kilos de peso y su cara está llena de ampollas y manchas blancas. Pasa los días en una convalecencia eterna, desgonzado en una silla de ruedas a merced de quien los quiera mover por los corredores del Batallón de Sanidad de Bogotá. Tiene que recuperarlo todo lentamente: piel, músculos, movimientos. La alegría.
Los ejercicios de espalda son frente a los espejos del salón del centro de rehabilitación. Por un golpe de suerte que resulta banal en su estado actual, no quedó parapléjico, pero igual, la inmovilidad de nueve semanas con un yeso completo le han atrofiado los músculos, tendones y nervios y no puede desplazarse. Además, su cuerpo escuálido debe cargar con el peso de un tutor mecánico, hecho de tornillos largos para mantener unidas las partes del hueso fracturado, incrustado en el húmero de su brazo derecho.
Jailer lleva 3 meses intentando recuperarse en un proceso lento.
En la mañana del 10 de octubre, Jailer caminaba con su patrulla de quince soldados profesionales pertenecientes al batallón de contraguerrilla número 43, en Arauca. No caminaban con el sigilo acostumbrado para enfrentar a la guerrilla. La misión ese día era una tarea de control de área, en la zona rural aledaña a la capital del departamento. Fueron dos horas de tranquilidad sin advertir peligro, hasta que a las 10.25 a. m. la desgracia ocurrió. Una moto, aparcada en la orilla de la vía que comunica a Arauca con Pueblo Nuevo, explotó.
Jailer voló como una pluma y cayó a varios metros de distancia. Guerrilleros de las Farc esperaron el paso de la patrulla para accionar la moto-bomba y cumplir su cometido. “Estuve tendido en el piso cerca de dos minutos. El ardor en mi cara, mis manos y mis piernas, el dolor me empujó a levantarme. Caí con el primer paso que intenté dar. Desperté inconsciente en el Hospital Militar acá en Bogotá”, recuerda Jailer en un intento inútil por acompañar las palabras con sus manos quemadas. Le vino a la mente su mamá.
Con el húmero del brazo derecho destrozado con una fractura múltiple, y con quemaduras de primer y segundo grado en la mitad de su cuerpo, llegó inconsciente a un pequeño hospital de Arauca. Dos días después fue trasladado en un helicóptero “ángel” hasta el Hospital Militar, donde este fin de semana llegaron 29 soldados más que resultaron heridos en un ataque de la guerrilla, en la vía que conduce del municipio de Puerto Rendón a Tame, también en Arauca. Allí fue donde comenzó su calvario: múltiples cirugías para mejorar la movilidad de sus piernas, seis injertos de piel para reconstruirle el rostro, las manos, los brazos.
400 soldados heridos se recuperan en el batallón de sanidad.
En el mismo salón de rehabilitación descansa, descorazonado, Luis Alfonso Castro Franco. Acostado sobre una colchoneta azul, repite incansable el mismo ejercicio más de cien veces, con la esperanza de volver algún día a sentir la otra mitad de su cuerpo. Tiene 23 años. La mala suerte se le atravesó el 6 de diciembre de 2009 en el Caguán, cuando con 400 soldados profesionales, divididos en cuatro compañías, avanzaban atentos a cualquier movimiento guerrillero, para recibir el abastecimiento de raciones de alimentos. Varios soldados, entre quienes se encontraba Castro Franco, formaron un cordón humano para asegurar el aterrizaje de un helicóptero MI. Sin tiempo para reaccionar, guerrilleros de las Farc los sorprendieron y emboscaron la patrulla. El soldado recibió tres disparos, en la mano izquierda, en el abdomen y uno fatal, en la columna vertebral. Perdió el movimiento de su cuerpo desde la cintura hacia abajo, y hoy, parapléjico, espera que con fisioterapia el cuerpo despierte.
En el piso seis del Hospital Militar de Bogotá permanecen noventa jóvenes militares víctimas de ataques de la guerrilla. Allí llegan a recibir el primer tratamiento para estabilizarlos y luego los trasladan al Batallón de Sanidad, donde reciben el tratamiento de fondo, atención psicológica y terapia física. Cuatrocientos soldados, oficiales y suboficiales buscan rehabilitarse. La mayoría, si pueden, quieren regresar a las fuerzas militares, pero ya no al campo de batalla, sino en cargos administrativos. Los heridos de la guerra disfrutan por el resto de su vida de una pensión vitalicia, que es proporcional a su sueldo y a la antigüedad del servicio.
Jailer sabe que su cuerpo no volverá a ser el mismo. Cuando la terapia psicológica le ayude a escapar del dolor, podrá cumplir dos de sus sueños: estudiar matemáticas y reencontrarse con Sandra, su novia, quien le envía mensajes ocasionales con su mamá, que lo mantienen vivo.

