“En esos días no existían las cirugías, pero es bueno que las mujeres se sientan bonitas”, afirma Amira Mouthon de 88 años.
Fue soberana en el reinado del 11 de Noviembre en 1937. Así se llamaba el evento que elegía a la reina de los barrios de Cartagena y que en el 2003 fue llamado el Reinado de la Independencia. Ella cuenta que en su época no existían las cirugías estéticas y nunca, después de su reinado, se hizo una para embellecerse. Siempre se sintió hermosa a pesar de las canas, las arrugas y la flacidez que deja como huella el tiempo, pero, aunque nunca se sometió a una operación, está de acuerdo con las mujeres que pasan por el quirófano para arreglar lo que hizo el exceso de comida o la simple naturaleza.
Recuerda que tenía 15 años. El barrio San Diego en Cartagena la eligió como su representante para ganarse la corona. Su padre se opuso, y ante el comité del reinado dijo que su hija no podía ser reina de nada. La niña le pidió permiso tantas veces, que acabó por convencerlo de acceder a la propuesta del comité del barrio. Cuando empezaron los eventos, los desfiles y las galas, él se convirtió en el chaperón de la hija y en su mayor seguidor.
Amira Mouthon conserva en su memoria cada detalle de cuando fue coronada.
Las postulantes a la corona eran siete, todas niñas que no sobrepasaban los 18 años. Amira tenía unos rizos negros, piel blanca y unos ojos miel que parecían árabes. Medía 1,60 de estatura, pesaba 57 kilogramos y sus medidas eran 87 centímetros de busto, 60 de cintura y 90 de cadera. En esos días no juzgaban las medidas. Amira las recuerda por la modista que le cosía los trajes.
En ese primer reinado del 11 de Noviembre, no se elegían a las niñas más hermosas ni más inteligentes sino a la que recolectara más dinero. Las familias de las candidatas vendían cada voto y la que tuviera más votos se convertía en la soberana. Amira recolecto 950 votos, que en pesos de la época equivalía a 5.700 pesos. La votación fue casi el doble de la candidata que le seguía. El pueblo cartagenero, que tenía menos de 10.000 habitantes, quería que la señorita Mouthon, como le decían, fuera elegida la reina de las festividades.
El día de la coronación, La madre, el padre, las hermanas y las tías se despertaron temprano para alistar el ajuar. Amira despertó sin pereza y se levantó de la cama. No tenía ganas de desayunar, pues estaba llena de la emoción.
Todos en la casa alistaban el vestido de seda con incrustaciones de perlas, los zapatos de tacón alto y la capa de armiño que medía más de tres metros. Mientras tanto, la niña quinceañera que seguía soñando despierta al ver un anhelo de juventud cumplido, salía de la casa para ir a la única peluquería que existía.
Le arreglaron los rizos, le demarcaron los ojos con pestañina y pintaron sus labios. Al verse al espejo se vio distinta. Ya no era una niña, era una reina. La primera reina de la ciudad.
Cuando Amira ganó el reinado, Cartagena apenas tenía 10 mil habitantes.
Al volver de la peluquería, caminó las cuatro cuadras a su casa con la cabeza mirando en el suelo. No sabía si mirar a la gente. No sabía si seguir con la cabeza clavada en la punta de los zapatos. Se sentía pequeña para ser tan grande entre su pueblo.
–Fui la primera y eso es de las pocas cosas que no quita el tiempo. La belleza se va, la corona se oxida y el cuerpo se marchita, pero ser la primera es algo que se conserva –dice Amira.
Cada noviembre desde hace 74 años llegan a su casa periodistas, fotógrafos y políticos para verla. Ella se sabe su historia de memoria. La cuenta y la recuenta sin cansarse porque fue el día más feliz de la adolescencia.
–¿Y cuál ha sido el más feliz de su vida?
–El día de mi matrimonio. Conseguir un marido como el que tuve, eso es cosa rara. Luego me convertí en la reina de mi hogar. Para él siempre fui su soberana. Duramos 63 años de casado y luego Dios se lo llevó, hace cinco.
Las paredes de la casa están decoradas con fotos de su reinado.
–Este fue mi mayor destape –y señala una fotografía. Luego suelta una carcajada. En la imagen aparece con una camisa oscura que descubre una parte del hombro derecho.
–Es que las cosas han cambiado y las reinas muestran cada vez más.
Luego muestra una foto donde aparece con el vestido de la coronación.
Recuerda que a las 3.00 p.m. salió con el vestido. Las perlas brillaban por el sol. Detrás de ella iban seis niños asados por el calor, bajo trajes de gamuza, cargándole la cola de la capa de armiño roja. Parecía una novia de la oligarquía europea el día del matrimonio.
En su rol de reina saludaba a los habitantes extendiendo sus manos de un lado para otro para dar gracias por los halagos de los seguidores. Detrás de ella iba el padre espantando con la mirada a los jóvenes que observaba lascivamente.
Después de pasar por una procesión de gente que quería saludarla, llegó al Teatro Heredia. Hombres y mujeres, con sus mejores vestidos, ocupaban todas las sillas, y otros miraban de pie el evento. Representantes y políticos de todo el país ocupaban las primeras filas.
En el escenario estaban las demás representantes de los barrios para acompañar a la elegida. Después de las palabras del alcalde, del comité del barrio y de poetas que declamaron versos a la reina, Amira tomó el micrófono, declamó un poema y se sentó en el trono. Un representante le ciño una corona casi más grande que su cabeza. La capa de armiño cubría el suelo que pisaba. Luego, con su cara de niña, se sentó en el trono para contemplar su reino. Un reino que aún conserva a pesar del tiempo.