Mi padre, un migrante indocumentado de Ecuador, solía llevarme a los parques acuáticos todos los veranos allá cuando podía conducir. Lo hacía porque en la televisión local los comerciales de los parques acuáticos eran llamativos y mostraban a niños que parecían despreocupados y desenfrenados y yo no era ni despreocupada ni desenfrenada y eso le pesaba, así que insistía en que lo intentara.
Yo no sabía nadar. Trató de enseñarme, pero me daba pánico el agua. Mi padre se enoja con facilidad, así que no es buen maestro. Cuando me ponía a practicar las divisiones largas en casa y mis respuestas estaban mal, rompía las páginas a un centímetro de mi rostro mientras me decía que era una tonta. Adoptó esa metodología con las clases de natación, y después de unos minutos, por lo general solía irse echando chispas y mi madre me decía que no le hiciera caso.
Ni mi miedo al agua ni mi incapacidad de nadar evitaron que mi padre me llevara a parques acuáticos. Le gustaba que nos subiéramos a las atracciones con tuberías largas y oscuras que se retorcían en bucles inverosímiles a toda velocidad, para luego escupirte en una alberca. Esas atracciones tenían filas largas y durante todo el camino hasta arriba sentía un agujero en el estómago y le suplicaba que no me obligara a subirme. Él insistía en que sería divertido, la idea era que yo me divirtiera. Se lanzaba primero y luego me esperaba abajo.
En lo alto de la atracción, cuando estaba de pie, descalza, sobre la plataforma de madera tibia y frente a un túnel oscuro lleno de una rápida corriente de agua que se adentraba a toda velocidad hacia la penumbra, la gente que trabajaba en la atracción me preguntaba si de verdad quería bajar. Pero no quería enfrentar a mi padre si me rendía, así que me acostaba en el tubo, cruzaba los brazos, contaba hasta tres y me aventaba. Recuerdo el siguiente momento de conciencia, al salir de aquel tubo, caer en la alberca y hundirme.
Siempre me hundía. Sabía que podía levantarme, pero mi cuerpo estaba pesado y caía en un mal ángulo. Mi padre siempre me alcanzaba debajo del agua y me sacaba a la superficie, con el cabello negro y largo pegado a la cara. Nunca estuve bajo el agua lo suficiente como para sentir que me ahogaba al salir, pero todavía puedo sentir el sabor del cloro en mis pulmones. Extraño ese sabor.
Y extraño esta dinámica, mi padre poniéndome en un escenario de crisis fabricada en la cual yo me sentía impotente, pero al mismo tiempo estaba perfectamente segura. Sentía que me iba a morir, pero no me moría. Me parece que la lección era: él era mi padre y era Dios. Siempre que yo sintiera pánico y me hundiera y él pudiera salvarme, lo haría.
Este es el recuerdo transcendental de mi infancia, al que recurro estos días, mientras me acosa el pensamiento recurrente de que mi padre morirá en esta pandemia, parecido al pánico que he tenido desde que era adolescente de que él moriría en un crimen de odio, apuñalado de regreso al trabajo, despojado de diez dólares en efectivo y de su cartera de piel falsa, o empujado de la plataforma del subterráneo hacia las vías; ya que ves vulnerable a tu padre, no lo olvidas. Entonces recuerdas el sabor del agua clorada y el alivio que te regalaba tu padre cuando de niña te levantaba del agua todos los veranos.
La noche en que mi padre comenzó a morir en 2002, lo saludé en la puerta después de que regresó a casa del trabajo, para darle un beso a manera de saludo y pedirle su bendición. Tenía 13 años. Se colapsó sobre mí, llorando sobre mi cuello. Mi padre, el dictador, llorando a pleno pulmón. Me entregó una carta que decía que el estado de Nueva York había suspendido las licencias de conducir a los inmigrantes indocumentados como parte de una medida de seguridad nacional posterior al 11 de septiembre. Mi padre acababa de perder su empleo de taxista. También acababa de quedarse sin la única identificación oficial que tenía.
Después de que mi padre ya no pudo ser taxista, encontró trabajo como repartidor en un restaurante que se encontraba en el distrito financiero. En las mañanas, mi padre entregaba desayunos a las oficinas en el área. Un panecillo de moras azules y un café americano; dos panes de arándanos y tres cafés, dos de crema y una de azúcar. Como las entregas eran tan menores, a veces no le daban propina. A veces le decían que se quedara con el cambio, 25 centavos de dólar.
Mi padre ha trabajado en restaurantes casi veinte años y por lo general es el más viejo en la cocina. Por respeto, los jóvenes lo llaman “don”. Tras quince años de trabajar en el mismo lugar, tuvo un amorío con una compañera de trabajo y mi familia se enteró. Mi madre le pidió que buscara otro trabajo, así que fue a una agencia de empleo para latinxs. Para entonces, era un cincuentón y su edad lo descalificaba como obrero.
Desde la agencia de empleo, mi papá comenzó a enviarme fotografías borrosas tomadas con el celular con mensajes como este:
Una prueba más de que no somos una carga.
¿Quién dice que eres una carga?, respondí.
Es difícil ver hombres como esos no encontrar trabajo. Somos invisibles debido a las circunstancias que nos obligan a estar aquí en la agencia… la edad… la enfermedad… Es difícil pensar en todo eso.
Espero que tengan hijos que puedan cuidar de ellos, respondí.
Pero lo que quería decir era: espero que tengan una hija como yo. Desde el primer anticipo que recibí por mi primer libro hace años, he podido hacerme cargo de varios gastos de mis padres, a veces por teléfono, con la tarjeta de crédito en mano, hablando con la persona enviada para desconectar el gas o la luz. Ahora que ninguno trabaja debido al coronavirus y le he prohibido a mi padre buscar un trabajo peligroso como el de reparto o limpieza, veo por ambos, gastando los dólares que había podido ahorrar. Les llamo a diario para que se mantengan optimistas. Soy hija profesionista de un migrante indocumentado.
Nunca aprendí a nadar. Lo más profundo que me he aventurado en el mar ha sido hasta las rodillas, gritando todo el tiempo. Pero para el verano pasado, los papeles se habían invertido tanto y su autoestima estaba tan baja, que me pregunté si podía devolverle eso, la capacidad de salvarme. Lo invité a venir a pasar una tarde en la playa a mediados de julio, precisamente con el propósito de que me enseñara a nadar.
Fuimos a Lighthouse Point en Long Island Sound, no lejos de New Haven, Connecticut. Me gusta esta playa porque siempre hay familias morenas y negras pescando o construyendo castillos de arena, orgullosos de estar vivos, y la brisa tiene algo que perfuma los cuerpos morenos de una manera que me hace amar la vida.
Mi padre me dijo que el primer paso era poder pararme en lo profundo. “Tus piernas tienen que estar apenas separadas y usas tus brazos para estabilizarte”, dijo. Me pidió que cambiara el peso de un pie a otro, como cuando el tren subterráneo se mueve mucho. Me tomó de la mano y fuimos adentrándonos en el agua hasta que me llegó a la altura del pecho, lo más profundo que había estado en mi vida. “Ahora, a flotar”, me dijo. Me tomó de las manos y me pidió que me pusiera boca abajo, extendiera al máximo las piernas y pataleara. Me aseguró que no me iba a soltar.
Me aferré a sus manos con tanta fuerza que estoy segura de que le dejé marcas. No me soltó. Pero no floté. “Tu cuerpo está decidido a hundirse”, anunció mi padre mientras trataba de sostenerme por el estómago. Ambos nos dimos cuenta al mismo tiempo de que eso era cierto en mi caso, y tratamos de cambiarlo hasta que nos flaquearon las piernas y regresamos a la playa.
Mi mamá estaba tendida boca abajo sobre una manta. No volteó a ver a mi padre ni él tampoco buscó su mirada. Ahora que lo pienso, no se dirigieron la palabra en todo el día, a excepción de cuando, incómodamente, se metieron juntos al agua y se quedaron de pie a cierta distancia, parecían dos peces muertos en el mar, estancados, pero flotando.
Un par de meses después de aquella salida, le pedí a mi padre que se fuera de nuestra casa en Queens porque su relación con mi madre, luego de treinta años —29 de los cuales habían estado en Estados Unidos, juntos y sin documentos— se había vuelto tóxica. Él se fue de la casa una noche, mientras mi hermano menor y mi madre estaban en la iglesia.
Poco antes de que le pidiera que se fuera, mi padre le había dicho a mi hermano: “Estoy cansado de vivir solo para ti y tu hermana. Ahora me toca ser feliz a mí”.
Él había hecho mal las cosas, y había destrozado la vida de algunas personas a su paso, pero tenía razón. Era su turno de ser feliz.