Los soldados dormían durante el día para poder moverse por la noche sin ser vistos. Estaban en la selva, en una zona de la vereda el Darién que limita con los departamentos del Meta y Guaviare. Esa mañana el capitán Manuel Alejandro Cardona López soñó que un terrorista de las FARC le disparaba tres veces en el pecho, pero lograba salvarse y darle las gracias a Dios por estar vivo mientras se persignaba con la mano derecha. Después de mediodía salieron hacia una zona donde habían caído heridos por minas antipersona un capitán, dos sargentos, nueve soldados y un enfermero. Dos de ellos habían muerto. El capitán Cardona, ingeniero civil del Ejercito, echó a andar cargado con su equipo de trabajo. Estaba preparado para buscar y desactivar minas. Hacia la una de la tarde, mientras caminaba con cautela revisando el terreno, encontró una escopeta sobre una mesa rodeada por dos generadores eléctricos que soportaban dos carretillas de metal. De inmediato supo que era una trampa.
Luego de determinar y marcar el espacio en el cual podía moverse sin correr ningún riesgo, se recostó junto a una de las dos carretillas de metal con el cuerpo apoyado sobre su mano izquierda para protegerla en caso de una explosión. Mientras tanto, con la derecha buscó los cables que debía desconectar.
A las dos de la tarde se escuchó una explosión muy fuerte. Ambas carretillas quedaron destruidas y las láminas de metal de las mismas le rebanaron al capitán el pie derecho y cuatro dedos de su mano derecha. Un costado de su cara y su cuerpo quedaron plagados de esquirlas. Su torso se salvó, protegido por una rueda. La misma carretilla que casi lo mata le salvó la vida.
Colombia es el país con más minas antipersona después de Camboya y Afganistán.
La mina había sido activada por control remoto. El capitán jamás imaginó que su explosión fuera tan poderosa. Hinchado de adrenalina, se levantó de un brinco y echó a correr hacia donde lo esperaban sus soldados y el enfermero. Al llegar se tendió en el piso boca arriba y entonces advirtió que no veía por el ojo derecho y muy poco por el izquierdo.
El dolor lo obligó a gritar: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!”. Tenía 25 años. Comenzó a sentir la pierna mojada y mucho calor mientras el enfermero le apretaba el pecho para que no mirara. Pero el capitán insistió e hizo fuerza. Entonces pudo observar su pie derecho doblado hacia arriba unos cuatro centímetros arriba del tobillo. Casi cercenado, colgaba de un pedazo de piel que la lámina de metal no alcanzó a cortar. La voz se le apagaba. Entre dientes, le pidió a Dios
que no lo dejara morir. Y no pudo hablar, pero siguió rezando en sus pensamientos mientras se esforzaba por no quedarse dormido. Sentía que si lo hacía, moriría. Un amigo suyo llegó piloteando un helicóptero Black Hawk que no pudo aterrizar debido a la espesa vegetación.
Sus soldados lo elevaron en el aire y lo subieron al helicóptero, que lo llevó a un hospital de Villavicencio. Cuando despertó tenía los ojos vendados, pero le advirtieron que se recuperaría en pocos días. Aunque rogó que no le informaran a su familia, todos terminaron enterándose. Su padre fue a visitarlo, pero Cardona se negó a que su madre lo viera en ese estado. Solo lo hizo un mes después, cuando la mujer llegó a recogerlo al hospital para llevarlo a su casa.
“Yo me casé con Colombia cuando era un niño”, dice. Cuando Manuel Alejandro era un niño, en Pereira, su abuelo materno, un cafetero Conservador, le enseñó la importancia de ser tolerante y oír a los demás sin importar sus creencias. Así lo demostró el abuelo el día que mataron a Galán, cuando el anciano le dio a entender que aquel asesinato había sido una aberración. Desde muy pequeño asumió la idea de servirle a la comunidad como un deseo propio, y a los 13 años le dijo a su mamá que quería ser sacerdote. Ella le dijo que estaba muy joven para tomar esa decisión y lo convenció de que siguiera pensándolo. A los 15 años se graduó del colegió y, cuando su padre le propuso comprar la libreta militar, Manuel Alejandro le dijo que si lo hacía él lo denunciaría. Fue así como el joven comenzó su servicio militar. Tres meses después decidió que dedicar su vida a las Fuerzas Militares.
Los helicópteros Blackhawk han rescatado a muchos de los heridos en combate, entre ellos al capitán Cardona.
Llegó a vivir a Bogotá, ciudad que le pareció caótica y descuidada. Mientras se formaba como militar, estudió seis semestres de ingeniería civil. Poco tiempo después empezó a recorrer la selva en busca de minas antipersonales para desactivarlas en un intento por salvar soldados, campesinos y especies de animales que comienzan a desaparecer de las selvas de Colombia, como los tapires o dantas. “La mina no discrimina”, dice refiriéndose a una frase de Lady Di con respecto a la lucha que llevó en contra de las minas antipersonales en la ex Yugoslavia, Camboya y Angola.
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A sus casi 33 años, el capitán Cardona podría pasar por un jovencito de 17. Tiene el pelo rubio oscuro y se peina un mini copete al final de la frente como el del personaje de caricaturas Tintín. Es flaco, de ojos verdes, y mide solo 1.63 mts. Cuando sonríe nadie adivinaría que es un capitán del Ejercito y nada en sus ojos revela el horror que ha padecido. –Capitán, si pudiera volver el tiempo atrás, ¿qué cambiaría? –Qué, ¿cómo en el Efecto Mariposa, la película? –Así es. –Hubiera sido más aplicado cuando era un niño. No era que fuera desjuiciado. A mí siempre me iba bien y mis notas eran buenas, pero un amigo y yo nunca hacíamos las tareas… Tiene una hija de dos años que le exige que cierre ambas manos en dos puños para que bailen juntos y entonces recuerda: “Ah, cierto que tú no puedes”, y entonces le coge el dedo, que su padre le ha dicho que es de ella, y baila igual de emocionada. El capitán Cardona perdió cuatro dedos de su mano derecha, solo sobrevivió el pulgar, que, como su pie derecho, quedó colgando de un pedazo de piel. Para que pudiera usar la mano, le amputaron un dedo del pie izquierdo y se lo pusieron en la mano. Usa ambos dedos como un gancho y al saludar da un apretón tan fuerte como el que daría si tuviera sus cinco dedos. También perdió los tres dedos menores del pie derecho, lo que ha hecho que casi diez años después del accidente le duela mucho el pie y su columna vertebral haya comenzado a comprometerse. No siente todo el pie y sabe que en el futuro tendrá cada vez más problemas, pero no es algo que le quite el sueño. También su oído derecho y ambos ojos se vieron comprometido: ya no ve ni oye como lo hacía a los 25 años. Sin embargo, nada de esto constituye un problema para él. Cuando le preguntan qué le pasó en la mano, responde sin ningún pudor y agrega: –La amputación fue terrible. De los 35 centímetros que tenía de pene, solo quedaron 25.***
Tres meses después del accidente viajó a Estados Unidos, a La clínica Mayo en el estado de Minnesota, donde le hicieron la cirugía más compleja de todas: le trasplantaron el dedo del pie en la mano. Durante este tiempo se quedó en una casa con otros cinco soldados, amparados por la fundación United for Colombia, que es respaldada por Juanes, con quien está profundamente agradecido, aunque jamás lo ha conocido en persona. Al regresar a Colombia dictó clases de ingeniería militar y explosivos en la Escuela de Ingenieros de las Fuerzas Militares. Después pasó a la escuela de Armas y Servicios donde formó a los próximos capitanes. Luego fue Jefe de Seguridad de la Universidad Militar Nueva Granada y hoy en día es jefe de ingenieros del Comando de la Quinta División en el Cantón Norte de la capital y está terminando la carrera de ingeniería mecatrónica. El capitán Cardona sabe que tendrá que afrontar muchas dolencias más, las cuales vendrán con los años. El capitán Manuel Alejandro Cardona López sonríe como si aún tuviera sus veinte dedos, como si sintiera el pie y no le doliera la espalda. Como si no tuviera cicatrices en el cuerpo y pudiera ver y oír con claridad. Parece no tener preocupaciones. Extiende la mano a sabiendas de que muchos se aterrarán y darán un paso hacia atrás al ver que le faltan tres dedos. Pero a él eso le produce un ataque de risa y comienza a mover su mano derecha frente a las caras de los más impresionados. Logra hacerles entender que es su mano, que es lo que hay, que no le produce vergüenza ni inseguridad. “A uno le pasan cosas como esta y uno sigue aquí, trabajando por Colombia”, dice de pie, bajo el sol caliente del mediodía. Se ha puesto una gorra y está erguido, muy serio, mientras le toman fotos para las que se niega a sonreír. Ante la insistencia, dibuja una sonrisa. Entonces volverá a demostrar que es un hombre feliz. Tiene a su hija Gabriela y una carrera envidiable. Todo lo que quiere en la vida.