Jimmy Bedoya

Doctor en Administración Pública y Dirección Estratégica (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

A más Fuerza Pública mayor protección: ¿mito o realidad?

En el país ante cada brote de inseguridad la respuesta casi automática repetida como un ritual de las autoridades es anunciar el incremento del pie de fuerza. Más patrullas, más operativos, más uniformados en las calles como una forma de restaurar la confianza. Sin embargo, ¿en realidad más Fuerza Pública equivale a mayor seguridad?, ¿no se estará empleando una solución simbólica en vez de  atender las razones que perpetúan el problema?

El mito de que la seguridad se impone por número y uniformes se ha convertido en un recurso político recurrente, y como todo mito, contiene una parte de verdad: en ciertos contextos la presencia visible de la autoridad puede disuadir el delito. Pero sin legitimidad, sin proximidad real con la comunidad y sin justicia efectiva, esa presencia pierde eficacia y, en algunos casos, puede incluso agravar la situación. Más hombres de ley armados en las calles no equivalen a más protección como lo advirtió el politólogo estadounidense David Bayley en “Police for the Future”, “cuanto más militarizado y reactivo es un cuerpo policial, menos confianza genera en contextos democráticos”.

Reducir la seguridad a un patrullaje intensificado es ineficaz. Las comunidades buscan algo más profundo: instituciones que escuchen, autoridades que respeten y soluciones que trasciendan lo inmediato. En barrios donde reina el miedo, no basta con percibir uniformes: se necesita sentir respaldo. Sin embargo, en muchas zonas del país, la presencia de la Fuerza Pública no se interpreta como protección, sino como intimidación o, peor aún, como una intervención momentánea que desaparece al terminar el operativo. Esa lógica reactiva construye una seguridad intermitente, dependiente de la coyuntura y sin capacidad de generar transformaciones sostenidas.

La relación empírica también muestra esta situación. En contextos donde ha aumentado el número de efectivos, pero no se han fortalecido mecanismos de justicia, prevención y resolución pacífica de conflictos, los indicadores de violencia se mantienen estables o incluso empeoran. El problema no es el número de efectivos de la Fuerza Pública como tal, sino la idea errada de que su sola ampliación representa una estrategia integral de seguridad. 

En regiones como el Catatumbo y Buenaventura, se evidencia que el aumento del pie de fuerza no ha resuelto los problemas de seguridad. A pesar de la presencia de más de 10.000 efectivos en el Catatumbo, la región ha experimentado una escalada de violencia, con más de 100 personas asesinadas y más de 56.000 desplazadas en los primeros meses de 2025. En Buenaventura, a pesar del despliegue de fuerzas especiales y un aumento significativo de efectivos, la violencia entre bandas criminales continúa afectando a la población civil. Estas situaciones demuestran que la presencia de Fuerza Pública sin estrategias integrales de desarrollo y justicia social no garantiza la seguridad ciudadana.

Además, este enfoque contribuye a debilitar la relación entre ciudadanía e instituciones. En lugar de fomentar corresponsabilidad, confianza mutua y participación comunitaria, se refuerza la percepción de que la seguridad es una función exclusiva del Estado armado. La ciudadanía se convierte en espectadora de su propia protección, y la Fuerza Pública en protagonista de una obra que no cambia el libreto.

El resultado es doblemente grave: se agotan los recursos humanos y económicos en operativos costosos de gran impacto aunque no sostenibles, y se posterga lo esencial para asegurar la prolongación de los resultados inmediatos: educación, inversión social, promoción de la legalidad, redes de confianza vecinal. Se administra el miedo, pero no se transforma su causa, y así, la violencia se recicla, se adapta, se camufla.

Es hora de desmontar el mito. La Fuerza Pública es necesaria, sí, y es indispensable como parte de una arquitectura más amplia de la seguridad, no como núcleo exclusivo. Además, se requiere formación en DDHH, vocación de servicio, cercanía real con la comunidad, y sobre todo, necesita estar acompañada de una política que escuche el territorio, que lea los contextos, que apueste por la solución de conflictos y la reconstrucción del tejido social.

Colombia necesita dejar de medir su seguridad en número de uniformados y empezar a medirla en calidad de la convivencia, acceso a la justicia, confianza institucional. De nada sirve duplicar la presencia policial o militar si las causas del delito siguen intactas. A la suma de botas, hay que multiplicarle confianza entre el protector y el protegido.

La seguridad no es un despliegue: es una relación. Una relación que se construye con verdad, con coherencia y con dignidad. Solo cuando el Estado deje de reaccionar al delito y empiece a anticiparse a este desde la justicia, la prevención y la escucha, podremos decir que estamos construyendo una protección ciudadana real, sostenible y profundamente dignificante. 

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