Hay lugares por los que ya no pasamos, aunque nos queden de camino. No porque haya una amenaza concreta, sino porque algo—difuso pero persistente—nos dice que no. Ese puente peatonal que evitamos desde hace meses. Ese potrero al que ya nadie entra, aunque esté entre el colegio y la casa. Esa estación de TransMilenio que preferimos saltarnos. No son simples decisiones prácticas: son actos urbanos de defensa. Y cada uno de ellos, multiplicado por miles de personas, termina dibujando una ciudad distinta a la que soñamos: una ciudad donde el miedo diseña las rutas.
La Encuesta de Percepción y Victimización de Bogotá 2024 lo dice con claridad. El 70,1% de las personas considera muy inseguro transitar por potreros. Más del 50% opina lo mismo de puentes peatonales y calles. Incluso los parques, tradicionalmente asociados a descanso o recreación, son percibidos como inseguros por más del 44% de los encuestados. La ciudad, entonces, no solo se habita: también se evita. Y esa evitación se vuelve estructural.
Esta no es una novedad. En criminología ambiental se ha estudiado ampliamente cómo el diseño del entorno incide en la percepción del riesgo. Jane Jacobs ya hablaba de la importancia de “los ojos en la calle” y del deterioro del entorno como elemento que invita a la informalidad, la violencia o el abandono. Oscar Newman desarrolló la teoría del espacio defendible, según la cual la capacidad de un lugar para ser vigilado y apropiado por la comunidad es clave para reducir su vulnerabilidad frente al delito. Bogotá hoy es un caso práctico: donde hay abandono, hay miedo; donde hay desconfianza, hay repliegue.
Pero aquí el fenómeno es más profundo. Porque los datos muestran que, aunque la victimización disminuyó levemente en el último año (del 17,7% al 15,3%), la percepción de inseguridad se mantuvo altísima: el 76% de las personas consideran que la inseguridad en la ciudad ha aumentado. Lo que tenemos, entonces, es una desconexión estructural entre lo que ocurre y lo que se siente. Una ciudad menos peligrosa, pero no más vivible. Una ciudad menos violenta, pero igual de temida.
Este es el punto en el que la seguridad urbana deja de ser un asunto de cifras y empieza a ser una cuestión de subjetividades. Barry Buzan, teórico de la seguridad desde una perspectiva constructivista, plantea que algo se convierte en amenaza no cuando objetivamente lo es, sino cuando se le nombra como tal. Cuando la ciudadanía declara que una calle, una estación o un parque es inseguro, no solo está expresando un miedo personal: está activando un proceso de securitización. Está pidiendo protección. Y al mismo tiempo, está marcando una frontera simbólica.
En ese sentido, la percepción de inseguridad también reproduce exclusiones. Los lugares que se perciben como inseguros coinciden, con frecuencia, con zonas periféricas, de bajos ingresos, con presencia limitada del Estado o con problemas de infraestructura urbana. Es allí donde más se reporta miedo, donde menos se denuncia, y donde más se normaliza el abandono. La ciudad se fragmenta, no solo por lo que ocurre en ella, sino por lo que se teme de ella. Y ese temor es selectivo.
El 74,5% de las mujeres considera inseguro el sistema TransMilenio, frente al 65,4% de los hombres. Esta brecha de casi 10 puntos porcentuales habla de una dimensión de género del miedo que no puede ignorarse. Si para las mujeres caminar, esperar un bus o transitar por un puente implica la posibilidad de ser acosadas, observadas o agredidas, entonces el espacio público deja de ser neutral. Deja de ser público. Y se convierte en un terreno desigual.
Frente a esto, la respuesta institucional ha sido, en muchos casos, insuficiente o desarticulada. Mientras la percepción de inseguridad crece, la confianza en la Policía sigue siendo baja. Solo el 30,1% de las personas calificó el servicio como “bueno” o “excelente”. Apenas el 24,1% sabe a qué cuadrante pertenece su hogar. Y menos del 12% participa en espacios comunitarios de seguridad. Es decir, el miedo es colectivo, pero las respuestas siguen siendo individuales.
Este vacío es peligroso. Porque donde no hay institucionalidad presente, la ciudadanía recurre al encierro, la resignación o incluso la autodefensa. La seguridad se convierte en asunto privado, y eso erosiona el tejido cívico. Lo común se debilita. La ciudad se convierte en una suma de trayectorias aisladas.
¿Qué hacer entonces? Hay que recuperar la noción de seguridad como derecho urbano. Eso implica entenderla como algo más que la ausencia de delito: como la capacidad de vivir con confianza en el espacio que habitamos. Como lo plantea el enfoque de seguridad humana, no se trata solo de proteger cuerpos, sino de garantizar libertades. Libertad para caminar, para habitar, para convivir.
Esto requiere una planificación urbana con enfoque de cuidado, intervenciones situadas, diseño consciente del entorno, mejor iluminación, mantenimiento del espacio público, y sobre todo, escucha activa. Porque la seguridad no se impone. Se construye. Se conversa. Se siente.
Bogotá no necesita más dispositivos punitivos. Necesita una estrategia afectiva y estructural que reconozca el miedo como una variable de planificación. Que entienda que la calle también puede ser refugio. Que no hay justicia urbana sin confianza barrial. Y que cada vez que alguien deja de pasar por una calle por miedo, esa calle pierde ciudadanía.
La pregunta, entonces, no es qué tan insegura es Bogotá, sino qué tan habitable se siente. Y para muchos, la respuesta sigue siendo la misma: menos de lo que debería. Y eso, aunque no esté en los titulares, también debería alarmarnos.