Me ocurrió de nuevo esta semana. Por razones que no vienen al caso, me encontré conversando con un amigo español sobre la cocaína y su incidencia en la vida de los colombianos. Pocos temas están tan presentes en la realidad de este país como el alcaloide, y ninguno aparece como un problema tan irresoluble. “Algo habría que hacer, solo hay una cosa inevitable en la vida y todos sabemos cuál es”, dijo mi amigo. “Sí —le respondí—, y España fue el país que primero y mejor resolvió el problema de una adicción colectiva a la droga… hace muchos años; y casi nadie lo sabe”. Ante la cara de asombro de mi amigo, le conté el extraño caso del estanco de anfión.
Lo conocí a mediados de la década de los ochenta, cuando fui corresponsal de televisión en Filipinas. Aquella experiencia me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue que muchos apellidos filipinos son, en realidad, nombres chinos castellanizados, desde la época en que el archipiélago del lejano Pacífico fue colonia española. De hecho, un alto porcentaje de la población filipina tiene ancestros originarios del sur de China. De allí habían llegado y, en su inmensa mayoría, eran adictos al opio con el que los ingleses habían doblegado al Imperio del Centro.
La avalancha de chinos que se precipitó sobre Filipinas en el siglo XIX supuso un grave problema para las autoridades españolas en el archipiélago. El Estado tuvo que reconocer que el consumo de opio era una costumbre tan arraigada entre los sangleys —como llamaban a aquellos inmigrantes— que preferían comprar opio antes que pan. Por ello, las autoridades coloniales establecieron un monopolio o estanco del opio. Así, el gobierno podía supervisar y restringir el acceso, además de recaudar impuestos directamente de un grupo reconocido como económicamente activo y socialmente diferente. Aquel sistema se llamó el “estanco de anfión”.
Con “estanco” se designaba el monopolio y control exclusivo ejercido por el Estado sobre la importación, procesamiento y venta, dirigida solo a la comunidad china. Y el término “anfión” era el nombre que se utilizaba para referirse al opio en Filipinas. Al establecer un monopolio, el gobierno no solo podía supervisar y restringir el acceso, sino también evitar el contrabando, canalizando las ganancias hacia las arcas coloniales en lugar de dejarlas en manos de redes ilegales o extranjeras. Fue una política pragmática que combinó la conveniencia de proveer una costumbre arraigada en la comunidad china, con la necesidad de aumentar recursos fiscales y limitar la influencia de comerciantes extranjeros en el mercado negro.
No solo eso: el control estatal permitía vigilar a una población potencialmente conflictiva o ajena, reduciendo la movilidad social o la independencia económica de los sangleys mediante la dependencia de una droga que solo podían adquirir legalmente a través del Estado. Esto dificultaba su autoorganización o resistencia, al tiempo que facilitaba su fiscalización y segmentación dentro de la sociedad colonial filipina.
En 1898, los filipinos cambiaron el colonialismo español por el norteamericano. Entonces, el calvinismo y su variante puritana de las nuevas autoridades decidieron que el estanco de anfión iba contra lo que ellos consideraban la necesidad de “mantener una vida moralmente recta”. Fue abolido aquel control estatal, imponiéndose la política prohibicionista de drogas que hoy conocemos.
Al final de la conversación con mi amigo, se me ocurrió decirle que tengo la impresión de que el Estado no debería asumir la función de decidir qué es moral o inmoral. Eso depende de distintos factores sociales y culturales. En todo caso, la moralidad no es algo universal. En 2019, el Ministerio de Justicia y el DANE estimaron que un 2.1% de colombianos había consumido cocaína, una conducta calificada como “inmoral” según el estándar impuesto por Norteamérica desde el siglo XIX.
Si aquí existiera un “estanco de anfión” para tan poca gente (digamos alegremente que hoy fueran un 3% nuestros inmorales patrios), nos ahorraríamos los litros de sangre que bañan a diario el suelo del país. España resolvió el problema en 1843, y Colombia no hace más que agonizar bajo un modelo importado. Pero a ver quién es el valiente que se atreve a ponerle el cascabel a ese gato.