Jimmy Bedoya

Doctor en Administración Pública y Dirección Estratégica (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

Políticas represivas y punitivas que fracasan

Hay algo profundamente humano en creer que, ante el miedo, la mejor respuesta es golpear más fuerte. Sin embargo, en seguridad, esa lógica suele ser un espejismo. En Colombia, como en muchas partes del mundo, seguimos atrapados en el mismo guion: ante cada ola de indignación, se improvisa con endurecimiento de penas, refuerzo del pie de fuerza y multiplicación de operativos. Tras el despliegue mediático la curva del delito rara vez se dobla de manera sostenible; en seguridad, el castigo sin diagnóstico no es justicia: es teatro.

Por descontado, nadie puede restarle importancia a la violencia asfixiante con los homicidios, hurtos, extorsiones, delitos sexuales, y estructuras criminales que disputan territorios como feudos medievales. Ni para las víctimas ni para el Estado la inseguridad es un asunto menor. Asimismo, al ser un tema de gravedad exige más que puños sobre la mesa o conferencias de prensa llenas de promesas. Se requiere comprensión y diagnóstico.

David Garland, referente en criminología, advierte en The Culture of Control que las democracias contemporáneas han derivado hacia políticas punitivas, no por su eficiencia sino porque resultan políticamente rentables. Es más fácil prometer acciones rápidas que comprometerse con procesos largos de transformación social. Garland lo resume así: “la expansión del castigo no refleja una solución racional a la delincuencia, sino una cultura política que explota la inseguridad”. Una frase que debería inquietarnos, pues en Colombia sabemos lo que es vivir con el miedo convertido en insumo de campaña.

Se dictan leyes que aumentan penas, se anuncian cupos carcelarios adicionales, como si la seguridad se resolviera solo con rejas; sin embargo, en las cárceles permanece el hacinamiento mientras el delito persiste. Saturar prisiones no equivale a reducir el crimen; muchas veces, es sembrar más violencia dentro y fuera de los muros.

La prisión, cuando se aplica sin diagnóstico, se convierte en escuela del delito. El joven que ingresa por un hurto menor puede salir convertido en soldado de estructuras criminales. La sobrepoblación carcelaria crea microclimas de violencia, corrupción y vulneración de derechos humanos. En junio de 2025, Colombia tenía 104.481 personas privadas de libertad para una capacidad oficial de 81.139, lo que representa un hacinamiento del 128,8 %.

El costo social de las políticas represivas es igualmente grave. Generan desconfianza, sucumbe la relación entre ciudadanía y Estado y estigmatiza comunidades enteras. Bajo el discurso de “lucha contra la delincuencia” se justifican excesos, perfilamientos y un uso desproporcionado de la fuerza. Se siembra resentimiento, y una sociedad que desconfía de su institucionalidad es terreno fértil para el crimen, no para la seguridad.

Además, las políticas punitivas distraen de las preguntas esenciales: ¿Por qué delinquen las personas? ¿Qué papel juegan la desigualdad, la falta de oportunidades, la justicia lenta o la impunidad? O mejor, ¿por qué dos personas en igual situación de pobreza y falta de oportunidades, la una toma la decisión de delinquir mientras la otra no? Responderlas exige paciencia, datos análisis y una mirada global del panorama delictivo. Cuanto más teatral es la política punitiva, menos interviene en las causas reales del delito. 

No se trata de negar la necesidad de la fuerza. Existen organizaciones criminales que solo entienden el lenguaje de la coerción, y el Estado debe proteger la vida y la integridad de los ciudadanos. Pero la fuerza sin inteligencia, estrategia ni prevención que se oriente hacia resultados en el mediano y largo plazo es mero espectáculo, desvanecido tan rápido como surgió; y así el territorio y la confianza Estado-Comunidad recuperada se pierde, ingresan de nuevo los actores delincuenciales y el círculo vicioso se perpetúa. 

¿Se puede hacer algo distinto? Sí, y no es idealismo ingenuo. Países como Portugal, Escocia o algunos estados de EE. UU. han demostrado que políticas de prevención social, justicia restaurativa, intervenciones comunitarias y reinserción reducen la criminalidad de forma más sostenible que el castigo como único recurso. No es ser blandos: es ser inteligentes.

La seguridad verdadera no se improvisa. Se construye con rigor, justicia y prevención. Un país seguro aplica justicia a través de las condenas, sí, pero también se esfuerza para que cada vez sean menos los ciudadanos que elijan delinquir y eso, aunque muchos no lo admitan, es la verdadera victoria.

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