La invasión de Irak en 2003, justificada con argumentos falsos sobre la existencia de armas de destrucción masiva y supuestos vínculos con el terrorismo internacional, respondió en gran medida a intereses estratégicos y económicos relacionados con el control de los recursos petroleros de la región. Esta intervención no solo provocó una desestabilización profunda del país, sino que abrió una etapa prolongada de caos que alimentó el surgimiento del Estado Islámico, intensificó los conflictos sectarios y alteró el equilibrio geopolítico de Oriente Medio.
Más de dos décadas después, las consecuencias de aquella decisión siguen resonando en el mundo: una región fragmentada, millones de víctimas y desplazados, y una desconfianza persistente hacia las potencias que intervinieron bajo pretextos que hoy se reconocen como falsos. Las consecuencias, claro, no se limitaron a Oriente Medio. Los aleteos de aquel efecto mariposa llegaron al sur de Europa ¡Y de qué manera! Hoy ya nadie piensa en ello pero muchas veces, así se escribe la historia.
La decisión del gobierno de José María Aznar de involucrar a España en aquel conflicto tuvo consecuencias internas de gran calado. Un año después, el 11 de marzo de 2004, el país sufrió el mayor atentado terrorista de su historia, perpetrado por yihadistas radicalizados en buena parte por la guerra. Tres días después de aquel atentado, y contra todos los pronósticos, el Partido Socialista ganó las elecciones generales. Aquel vuelco político fue consecuencia directa de la ruptura entre el relato oficial del gobierno —que atribuyó inicialmente el atentado a ETA por temor a perder las elecciones— y lo que realmente había ocurrido. Y las perdió, claro.
La victoria socialista en las urnas no solo castigó a un gobierno, sino que inauguró un ciclo de polarización, desconfianza institucional y oportunismo político que aún condiciona la vida democrática española. Dos décadas después, las secuelas de aquella guerra mal contada siguen proyectándose sobre el presente, encarnadas hoy en el caótico gobierno de Pedro Sánchez, cuya legitimidad se apoya en alianzas frágiles, concesiones contradictorias y una sociedad cada vez más escéptica.
Traigo a cuento estos hechos porque precisamente esta semana visitó España Faiq Zaidan, presidente del Consejo Supremo Judicial de Irak. Su presencia pasó completamente desapercibida en la prensa. Y lo irónico del caso es que vino a reunirse con el Fiscal General del Estado español, una de las figuras más cuestionadas por su cercanía al Gobierno de Sánchez.
¿Quién es y qué representa Faiq Zaidan? Este hombre ha sido señalado por múltiples organizaciones de derechos humanos y por expertos en la región como uno de los arquitectos del aparato judicial clientelista que ha servido en Irak para encubrir la corrupción, reprimir disidencias y blindar el control de las milicias proiraníes. Bajo su mando, el sistema judicial ha perseguido a jueces independientes, cerrado investigaciones contra responsables del asesinato de manifestantes en 2019 y facilitado la impunidad de actores armados como las Brigadas Hezbollah o Asaib Ahl al-Haq, estrechamente alineadas con Teherán.
La consecuencia más grave de esta degradación institucional ha sido el colapso del pacto social iraquí. Sin tribunales imparciales ni mecanismos confiables para canalizar los conflictos, los ciudadanos —especialmente los jóvenes del movimiento de Tishreen— han perdido toda fe en la posibilidad de una reforma desde dentro. A ello se suma la creciente subordinación de las instituciones a los designios de Irán, que ha convertido a Irak en un peón más dentro del tablero regional de los ayatolás: un país con fachada parlamentaria, pero sin autonomía real.
Todo esto forma parte del legado de una ocupación que, al desmantelar las estructuras del viejo régimen sin construir instituciones sólidas en su lugar, dejó un vacío de poder ocupado no por la democracia, sino por las milicias. Hoy, lo que queda del Estado iraquí es una cáscara formal, sostenida por redes de clientelismo, miedo y dependencia externa.