Paso mis días escuchando y observando a niños y adolescentes. Entre sus conversaciones, sus juegos y hasta en sus silencios, encuentro una constante: las redes sociales son protagonistas de su vida. Y no hablo solo de entretenimiento, hablo de identidad, de autoestima, de lo que significa ser alguien en un mundo donde parecer importa más que ser.
Hace poco leí un análisis del Pew Research Center que confirmaba lo que a diario percibo en el aula. Tanto padres como adolescentes coinciden en que las redes sociales son la principal amenaza para la salud mental juvenil. Los adultos lo creen en un 44%, mientras que solo un 22% de los jóvenes lo reconocen abiertamente. Esa diferencia ya dice mucho: los adolescentes, inmersos en el mar digital, no siempre son conscientes de la fuerza con la que esa corriente los arrastra.
Las redes sociales no son el único factor. El bullying y la presión social también hacen estragos. Lo preocupante es que, según el mismo estudio, los padres parecen minimizar esos impactos: apenas un 9% considera el acoso escolar como un riesgo real, frente a un 17% de jóvenes que sí lo señalan como decisivo. Aquí hay una desconexión evidente. Los adultos solemos ver las pantallas como el enemigo principal, pero a veces ignoramos que el colegio, la calle y hasta la propia familia pueden ser escenarios de violencia silenciosa.
No quiero sonar fatalista. Sería injusto desconocer que las redes sociales también tienen su lado positivo: acercan a quienes están lejos, ofrecen espacios de expresión, incluso pueden convertirse en plataformas para aprender y denunciar. El problema no es la herramienta, sino cómo se usa y el vacío que deja cuando reemplaza vínculos reales por “likes”. Cuando un adolescente recibe más validación digital que afecto presencial, estamos frente a un terreno fértil para la ansiedad y la depresión.
Como profe, veo que el reto no está en satanizar la tecnología, sino en enseñar a usarla con criterio. No podemos pretender que un joven apague su celular y viva como si estuviéramos en 1995. La pregunta es otra: ¿qué tanto acompañamos a los adolescentes en ese mundo virtual? ¿Qué tanto escuchamos lo que sienten cuando nadie les da “me gusta”? ¿Qué tanto hablamos del bullying, que sigue siendo una herida abierta, aunque menos mediática que Instagram o TikTok?
En este punto, padres y maestros deberíamos dejar de competir por tener la verdad absoluta. Ni los jóvenes son ingenuos por no ver todos los riesgos, ni los adultos somos sabios solo por haber nacido sin internet. Lo cierto es que las redes sociales amplifican lo que ya existe: si hay autoestima frágil, la golpean más; si hay presión social, la intensifican; si hay bullying, lo vuelven público y cruel.
La salud mental juvenil no se resolverá con prohibiciones ni sermones. Se resolverá con diálogo, con presencia, con adultos que no teman entrar en el mismo terreno digital para comprenderlo, pero que también sepan ofrecer alternativas fuera de la pantalla. Porque al final, ningún algoritmo puede reemplazar el valor de una conversación honesta o de un abrazo a tiempo.