Colombia vive una encrucijada emocional. Una reciente encuesta del Ministerio de Salud reveló que el 66,3 % de los colombianos ha enfrentado al menos un problema de salud mental en su vida, con picos del 75 % en mujeres jóvenes entre 18 y 24 años. Este dato, alarmante por sí mismo, se agrava al considerar que el 70 % de la población está preocupado por su salud emocional, mientras que el 56 % lo atribuye a tensiones económicas, estrés y ansiedad.
En este contexto se sancionó la nueva Ley de Salud Mental (Ley 2460 de 2025), que pretende modernizar la anterior 1616 de 2013, incluyendo principios de prevención, enfoque diferencial, atención integral y participación comunitaria. No obstante, avanzamos en la forma, pero seguimos débiles en el fondo: infraestructura colapsada, camas insuficientes, déficit de especialistas y profundas brechas territoriales.
La nueva ley trae cinco principios centrales: enfoque diferencial, promoción y prevención, atención integral, participación social y vigencia territorial. Esto abre la puerta a que la salud mental se reconozca como un derecho esencial y no una opción terapéutica residual. Sin embargo, esta garantía legal será retórica si no se traduce en camas adecuadas y personal capacitado. Hoy, muchas unidades psiquiátricas están saturadas y han cerrado 530 camas en un año; en regiones rurales la situación es aún más precaria. Por tanto, la integración de la norma en la práctica real es el gran reto que enfrentamos.
Uno de los pilares más débiles del sistema actual es el déficit de especialistas. Colombia apenas cuenta con 1,6 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, lejos de los estándares recomendados por la Organización Panamericana de la Salud – OPS. Aunado a esto, el 5,9 % de los profesionales clínicos sufren de burnout, un desgaste emocional directamente vinculado a la mala organización y precariedad laboral. En un país donde “estamos enchufados por fuera, pero desconectados por dentro”, esto no solo es urgente, sino inmoral.
Además, vivimos una era donde la salud mental, aunque visibilizada, sigue siendo privatizada emocionalmente: más del 57 % de los colombianos cree que su bienestar depende exclusivamente de sí mismos. Este imaginario individualista refuerza la estigmatización del padecer emocional, desconectando el malestar de sus causas sociales y estructurales. En contraposición, solo el 24,8 % calificó la atención en salud mental como “buena o muy buena”, frente al 34,6 % que la calificó como “mala o muy mala”.
Ahora bien, la dignidad laboral del personal de salud mental exige atención prioritaria. Los psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales no pueden ser héroes aislados en un sistema que los sobrecarga. Necesitan condiciones laborales dignas, espacios de contención emocional, salarios adecuados y planes reales de formación continua. De lo contrario, replicaremos un ciclo perverso en donde quienes sostienen el cuidado del país acaban siendo víctimas sin respaldo.
El enfoque laboral no puede limitarse a poner temáticas de salud mental en el papel. La Ley introduce la exigencia a las ARL de monitorear factores psicosociales, y buenas prácticas como comités de bienestar laboral aparecen en los lineamientos. Pero enfrentamos una realidad de jornadas largas (que aumenta riesgo de accidentes cerebrales un 35 %) y negligencia en salud ocupacional. No basta con decretos: necesitamos una cultura empresarial que priorice el cuidado emocional.
Otro reto potente es la prevención y la detección temprana. En colegios y universidades ahora urge la educación emocional y tamizajes en salud mental como plantea la ley. Pero muchos entornos educativos carecen de personal calificado y los docentes no están preparados para acompañar situaciones emocionales. Sin formación, recursos y líneas de derivación eficaces, estas políticas seguirán limitadas a buenas intenciones.
A esto se añade la brecha entre lo urbano y lo rural. En zonas alejadas como Vaupés, el acceso a servicios de salud mental es menor al 4 %. Ni la ley, ni los recursos, ni los especialistas llegan con fuerza. ¿Cómo garantizar atención integral cuando la realidad física y digital nos separa del territorio? Las estrategias comunitarias, telepsiquiatría y fortalecimiento de redes locales podrían ser parte, pero requieren inversión real y sostenida.
El estigma es otro enemigo persistente. Aunque el 93,7 % de la población cree que la salud mental debería estar en el sistema de salud, casi nadie pregunta por ella en la atención primaria: el 70,9 % de la ciudadanía nunca ha sido interrogada sobre su estado emocional. Eso demuestra que el sistema sigue siendo reactivo y anatómico, no integrador ni preventivo.
Es aquí donde las clínicas comunitarias, el acompañamiento social y los proyectos como Mal rebaño —un colectivo liderado por presas en El Buen Pastor— son esenciales para construir una cultura emocional colectiva. Estos proyectos nos enseñan que sanar no es un acto individual; es un laboratorio social donde la empatía es cura y la palabra, medicina.
Tampoco podemos ignorar el consumo de sustancias psicoactivas. La ley promete abordarlo de forma integral. Y es urgente: entre 2015 y 2020, se registraron más de 5 millones de casos de ansiedad y 579.000 de bipolaridad, lo que refleja una demanda creciente de atención que nunca llega completos. Necesitamos redes de rehabilitación que crucen lo biomédico y lo relacional.
Asimismo, tenemos que revisar cómo se comunica el cuidado emocional. No podemos caer en la lógica del “vampirismo emocional” o del “capitalismo sanitario conspirativo”, como ha hecho el debate público reciente. Sí a la crítica, pero no a la posverdad. La ley necesita transparencia, participación ciudadana activa y rendición de cuentas sobre cómo se ejecutan los recursos.
Es cierto que ninguna reforma será perfecta. Esta nueva ley nace en el mejor momento político posible, pero también corre el riesgo de quedarse en un despliegue retórico sin soporte presupuestal real. La creación de una subcuenta en el Marco Fiscal de Mediano Plazo es prometedora, pero solo si se alimenta y no se ajusta por política o por crisis fiscal coyuntural.
Finalmente, el éxito de esta ley dependerá de la corresponsabilidad: la ciudadanía debe mantenerse alerta, exigir cumplimiento y participar en espacios de veeduría. El Congreso y las Altas Cortes deben garantizar que su aplicación no sea letra muerta. Y el Ejecutivo, a través del Ministerio de Salud, debe priorizar los recursos físicos y humanos desde ya.
Nuestra salud mental es un asunto colectivo, estructural y emocional. No podemos seguir permitiéndonos el lujo de una legislación desconectada de la realidad cotidiana. Cuando la gente está emocionalmente quebrada, es muy difícil construir un país. Nos toca aprender a cuidar, no solo a enfermar, y construir un imaginario donde sanar sea un derecho, no un privilegio. Que esta ley sea el punto de partida, no el punto de llegada.