Crónica del Imperio del Centro (5) 

Mié, 30/01/2019 - 04:03
Hong Kong era, aun a finales de los años 80, paso previo de muchos occidentales para entrar en China. El país llevaba abierto al mundo una década pero la colonia britá

Hong Kong era, aun a finales de los años 80, paso previo de muchos occidentales para entrar en China. El país llevaba abierto al mundo una década pero la colonia británica cosmopolita, brillante y exótica, ejercía su influjo inevitable sobre el viajero que llegaba por primera vez a Oriente. Mi cita con la ciudad tantos años aplazada, se cumplió en el otoño de 1987, fue en octubre de aquel año, el mejor mes para visitar Hong Kong. Viajé desde Manila, sede de la corresponsalía que acaba de abrir en la capital filipina, y llegué al atardecer.

Por la ventanilla del avión veía un montón de islas como piedras lanzadas al azar por una mano invisible  sobre el mar del Sur de la China. Allí, entre aquellos guijarros que parecían diminutos, estaría Pedra Branca o Pedro Blanco como figuraba en las cartas marinas de la época en que Tanco Armero apareció por la colonia como mercante de culíes. Para los marineros chinos era Tait Sing Chen desde tiempo inmemorial. 22º 18’N, 115º 08’E, poco más de un grado al este de Hong Kong, una roca coronada por el blanco excremento de las aves que le daba su nombre, y que habrá inspirado al traficante colombiano el negocio de enviar culíes a morir entre las montañas de guano de las islas Chincha en el Pacífico peruano, a mediados del siglo XIX.

Desde lo alto, entre los vapores de calor, rodeado por torres de cristal y acero, sobresalía la protuberancia rocosa del Peak o Cumbre Victoria, la montaña más alta de Hong Kong. Diez minutos después, luego de atravesar con una leve sacudida una barrera de cumulonimbus, el piloto forzó un giro a la derecha pasando a baja altura sobre las colmenas de hormigón abigarradas de gente, hasta que por fin rebotamos sobre el pavimento de la pista, y nos detuvimos. El olor de la ciudad penetró en el avión antes de que se abrieran las puertas. Luego, el calor húmedo lo inundó todo.

Era de noche cuando abandoné el destartalado aeropuerto de entonces en taxi, hasta un pequeño hotel en el distrito Wanchai al norte de la isla de Hong Kong. Los anuncios de neón como festones de colores que colgaban de los edificios, me hacían guiños de luz con sus caracteres indescifrables en aquel tiempo para mí. La gente abarrotaba las calles. La ciudad estaba en vela y así permaneció hasta que rendido de sueño, me dormí después de contemplar por un buen rato el espectáculo desde lo alto de la habitación de mi hotel.

Dentro de los rituales previos a un viaje como aquel estaba asegurar un equipo que llevaba para trabajar con una productora local. Había firmado la póliza en Manila con un compañía cuyo nombre entonces no me dijo nada: Jardine. En el corazón financiero de Hong Kong se levantaba una torre de oficinas, sede matriz de la aseguradora, que hasta 1981 fue la más alta de la isla, llamada Jardine House. Todas las empresas del conglomerado --que incluía medios de transporte, compañías financieras y de seguros, hoteles y un largo etcétera-- estaban cobijadas por el logo de la compañía, un inocente conjunto de triángulos de color rojo o azul y diferente tamaño, envueltos por dos ramas disparejas que igual podían representar una llama, la hoja desprendida de un árbol o cualquier otra cosa.

Pues bien, el sofisticado emblema comercial de una de las más poderosas compañías de Hong Kong, era la evolución del diseño original de aquella empresa: un bulbo de amapola, el depósito de la materia prima del opio, origen de la ciudad y razón de ser del capitalismo primitivo de la colonia británica.

Los días que siguieron fueron de encuentros con gente nueva. Los olores, los sonidos, la comida, los caracteres chinos, el laberinto de callejones, los negocios, la vitalidad del puerto. Todo aquel mundo fascinante y vital había olvidado o ignoraba su origen: el opio. El ritmo implacable, el sístole y diástole del corazón financiero de Asia, desconocía la ruina humana de millones de seres sobre la que se erigió aquel portento de ciudad.

Entonces no pude menos que recordar la guerra inútil contra la cocaína al otro lado del mundo, de allí de donde venía yo. El encanto y la fascinación de toda una sociedad por la dama blanca que había penetrado en la política, en los negocios, en las instituciones y cuyo destino, después de generaciones  desangradas, no puede ser otro que el mismo del opio sobre el que se erigió Hong Kong: la exculpación, la indiferencia y el olvido.

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