Hacía ya unos buenos años no pasaba un 20 de Julio en Bogotá. Vagamente recuerdo el desfile militar al que mamá nos llevó a mí y a mis hermanas en la Avenida 68, cerca al parque El Salitre, un domingo muy soleado. Me acuerdo feliz sentado en el pasto viendo pasar esos lindos perros pastor alemán, y sus elegantes amos. También los camiones del ejército y sus soldados impecablemente vestidos y milimétricamente coordinados marchando al compás de ¨Colombia Tierra Querida¨ que la banda de guerra entonaba con entusiasmo.
Nos comimos todos los algodones de azúcar rosado que nos pusieron por delante. Dolly, la gran amiga de mi mamá con la que fuimos al desfile, nos pedía aplaudir cada cinco minutos. Pero con las palmas de mis manos rojas ya, después de mil aplausos, me rehusé a hacerlo una vez más, pues quería seguir concentrado en mis algodones y mordisqueando las mazorcas que ofrecían cada 10 minutos marchantas de cola y delantal. El presidente era Turbay, que con sus gafas cuadradas sobre su inmensa cara, presidía el desfile y se hacía llamar ¨excelentísimo¨ señor presidente, o doctor, un tipo que escasamente terminó el bachillerato y como presidente, actuaba en consecuencia.
A mi casa llegaba la revista Alternativa, y nuestros padres nos hablaban del Estatuto de Seguridad que tan detalladamente describía edición tras edición. Recuerdo un domingo en el patio trasero y verde de la casa en que vivíamos, Papá decidió quemar la colección completa de esta revista que mantenía guardada en su habitación. Lo asustó la ola de represión que el excelentísimo decidió poner en marcha, asustado él también, por el embate de la guerrilla urbana que con golpes mediáticos atraía la atención mundial.
Todo parecía un monopolio en Colombia: una cerveza, una línea aérea, una empresa energía y una de teléfonos, dos tipos de carros, un solo producto de exportación. El correr lento de Millonarios y Santafé en el Campín era nuestro fútbol, con Willington, Umaña y Herrera jugando como nuestras estrellas, el América apenas despuntaba, y el rumor de los narcos empezaba ya a escuchare cada vez más cerca. Rafael Antonio Niño ganaba las vueltas a Colombia, y Claudia de Colombia y La Negra Grande eran ¨las cantantes¨. Nuestro país parecía rodeado de dos mares por las cuatro esquinas: éramos una isla montañosa y bucólica solo reconocidos por un café suave, donde los territorios nacionales eran un misterio selvático inescrutable, con dos canales de televisión y un presidente de chaleco y corbatín que ovachón se paseaba por Europa con séquito extenso, a cuenta de nuestros impuestos.
Tres décadas después, me encuentro con un desfile militar trasmitido en directo por uno de los cientos de canales que se encuentran en los televisores de hoy. El hijo del presidente desfila con su batallón, y la solemnidad de la marcha fue solo interrumpida por el orgullo y las lagrimas de una mamá-primera dama a quien nadie podía decir que no. Alguno se quejó del detalle, y aunque cómico-tropical, me quedo con ver al hijo de un presidente oligarca sudando al lado de colombianos de la calle en nuestro ejército.
Nuestro cuerpo armado habla hoy de drones y construye barcos, y los golpes mediáticos son los bombardeos con bombas inteligentes de la fuerza aérea a una guerrilla que no se enteró del fin de la historia. Y los Luis Vidales de hoy ya no terminan en las caballerizas de Usaquén. Los narcos siguen dejando marcas en nuestro país y su cultura, que tardaremos en borrar.
Pero es evidente el cambio de un país abierto al mundo y una sociedad más liberal, más rica y abiertamente diversa, donde exguerrilleros e hijos de empleadas domésticas han llegado a puestos de poder, al menos en Bogotá y ciudades mayores. Y si bien todavía solo existe un productor nacional de cerveza, también lo es que se encuentran todo tipo de marcas internacionales en cualquier supermercado. Ya existen aerolíneas de bajo costo, diversos proveedores de teléfonos, e internet donde quiera que uno vaya.
Nuestros mejores futbolistas son millonarios vedettes que igual juegan una semana en Wembley y la siguiente en el Nou Camp, aunque el fútbol criollo parece aun más lento que hace treinta años, pues los podemos comparar con los velocistas ingleses que tratan de jugar el deporte que se inventaron. Y hoy es fácil encontrar en los billboards de Berlín o Madrid la promoción de la última canción de Juanes o Los Aterciopelados. El avance social colombiano es notorio, las parejas gay pasean cogidas de la mano por Chapinero en Bogotá sin temor alguno, y el número de mujeres en la Universidad ya supero el de los hombres, conforme a la tendencia mundial.
Sin embargo, el condimento de esta celebración de independencia lo puso Nairo Quintana en las montañas de Francia, pues volvimos a glorias pasadas con los mismos campesinos boyacenses de antes. Patético me pareció la gran prensa nacional buscando el drama morboso en la historia de pobreza de Nairo. Deliciosa la ¨mamada de gallo¨ del Papá a la gran radio nacional con el cuento del televisor que nunca necesitó. Porque estos y aquellos, parece que todavía no acaban de entender la diferencia entre humildad y pobreza, y buscaron el drama donde no existía, o que los deportistas colombianos de hoy no son Pambelé, ni tampoco Los Llanos un territorio inhóspito, sino el futuro agrícola del país.
Lo que si no parece haber cambiado es la corrupción, el congreso y parte de la clase política, y su simbiosis macabra que nos frustra y postra, y que definitivamente luce peor cada día. Pues ya se vislumbra un Turbay Junior II de esos, que ama el poder y sabe esperar su turno, como bien lo hacen los otros ilustres apellidos que nos gobiernan y nos van a gobernar. Además el procurador camandulero actual, quemaba hace 35 años libros ‘corruptores” en las calles de Bucaramanga. Y aunque hay cierta movilidad social, la desigualdad sigue siendo vergonzosa, y nuestra sociedad clasista. Mi amiga Elizabeth, egresada de la Universidad de Stanford, no acaba de acostumbrarse a que aún le pregunten, con aire de estratificación catastral, en que barrio vivió y en que colegio estudio en su Bucaramanga natal, durante sus muchos viajes de negocios a Colombia.
Aún así, confieso que prefiero esta Colombia de hoy, y ver a un Santos, sin que sea de mi devoción, bien educado y bien hablado como presidente, liderando desfiles, incluso interrumpiéndolos, que a un chafarote del estilo Turbay y lo que su mandato representaba. Lo que si debemos reconocer con humildad y sentido de culpa, es que, treinta años después, le fallamos al ex presidente: no hemos sido capaces de reducir la corrupción a sus justas proporciones, como aquel “prohombre” sabiamente nos lo aconsejó.
El 20 de Julio: un mal chiste que no termina
Mar, 06/08/2013 - 00:55
Hacía ya unos buenos años no pasaba un 20 de Julio en Bogotá. Vagamente recuerdo el desfile militar al que mamá nos llevó a mí y a mis hermanas en la Avenida 68, cerca al parque El Salitre, un d