Durante varios meses tuve cinco pepas de aguacate cerca de la ventana de mi sala, junto a un orégano, un cactus que alguna amiga me regaló porque suponía que era un cactus candelabro –los únicos que desvían las ondas del computador–, una planta cuyo nombre desconozco, otro cactus llamado Juan, un ají llamado Fire y una matera vacía donde alguna vez vivió y murió una albahaca.
Todo empezó cuando vi en casa de un amigo cómo su esposa había llenado la mayor parte de los alféizares de las ventanas de la cocina con frascos, corchos y probetas con agua donde reposaban pepas y tallos de cualquier índole que había encontrado en la calle o que había robado de jardines aledaños. No contenta con esto, también había colgado de puntillas más frascos llenos de agua y pepas.
Animado por el placer que me producía ver tantas plantas reunidas, decidí hacer lo mismo en casa. Como no tenía mayor experiencia, arranqué de manera más modesta: tomé las pepas de varios aguacates de las ensaladas que hacemos en casa y las puse en frascos. Primero en frascos cuya boca era más angosta que la pepa misma, de tal manera que la semilla no necesitaba de nada para estar en contacto permanente con el agua. Luego, por consejo de una amiga que solo sabía de semillas en agua lo que había visto de su padre, tomé frascos más anchos y les clavé palillos a las pepas para que tuvieran cómo sostenerse en los bordes.
Pasaron varias semanas sin que ocurriera nada. Ya la esposa de mi amigo me había advertido que el proceso era demorado. Sospechando que quizás no había hecho algo bien, busqué videos en youtube que hablaran sobre conservar semillas en frascos. Así supe que mis pepas estaban boca arriba –con la parte ancha abajo cuando en realidad debían tenerla hacia arriba. Feliz ante el hallazgo y sorprendido ante mi torpeza, giré las pepas, cambié el agua y esperé varios días.
No pasó nada. A algunas de las pepas empezó a cubrirlas un moho de diversos colores. Eran, a su vez, motivo de burla de mi esposa, que en cada visita de amigos las señalaba. Las mostraba antes de que la visita se diera cuenta de ellas, algo parecido a lo que hacen algunas personas con sus propios defectos: burlarse de ellos antes de que los extraños lo hagan. Todos nos reíamos y luego mi esposa me premiaba con un tierno beso en la mejilla. La mayoría de los que nos visitaban tenía algo que decir sobre por qué las pepas no habían germinado. Unos alegaban que era falta de agua, otros que debía cambiarla con mayor regularidad, unos cuantos decían que el clima y otros más recomendaban que abriera las ventanas con más frecuencia. La razón que más me gustaba oír, como un lugar común más de la sabiduría popular, era que Monsanto estaba detrás de la aparente infertilidad.
Pasaron los meses y las burlas y las acusaciones a Monsanto y las pepas no dieron nada. La paciencia de mi esposa, que en un principio vio en mi proyecto una muestra más de mi ingenuidad, se fue aminorando hasta llegar al día que me pidió que fuera realista y las botara. Aunque a varias pepas les había crecido un hongo y los frascos eran más dignos de un laboratorio de colegio, seguro puse tal cara que mi esposa cedió: “Escoge una y bota el resto”. Y yo, que en mis desvaríos optimistas había soñado llevar a cabo jornadas de guerrilla gardening con mis pepas de aguacate, dejé entonces solo una: la pepa más redonda. La escogí porque alguna vez creí haber visto que le salía una raíz endeble y blanca de su rabito, aunque a los pocos días la raicilla había sido disuelta por el agua. Las otras pepas, ya sin agua, permanecieron en un mesón de la cocina un par de semanas más. Luego terminaron en la basura, junto con mis planes de jardinero guerrillero que siembra plantas en las noches en pedazos de tierra de barrios marginales.
Durante varias semanas me olvidé de la pepa. Hace unos días me di cuenta de que su parte superior se había resquebrajado. La revisé para confirmar si debía botarla. Pero esta vez la basura no era su destino. Levanté la pepa e hice lo que todo esposo en sus cabales haría: fui hasta donde mi esposa y se la mostré.
De la pepa salía una raíz blanca. Mi esposa se sonrió: “De quince pepas”, exageró, “¿le salió raíz solo a una? ¡Ay, mi amor!”. Luego me dio el consabido beso tierno y condescendiente en la mejilla. No me importó el comentario. Esa minúscula y endeble raíz era un parte de victoria.
He reunido nuevas pepas. No me cabe la menor duda de que aparecerán más raíces. Ya retomaré mis planes de jardinería guerrillera.