Como estamos en las postrimerías de esta quincena y ando escaso de blanca, le propuse a doña Anita escribir en mi blog una nota gastronómica acerca de su restaurante, a cambio de un “corrientazo”. Doña Anita, mujer del campo, curtida por las aulagas y curada de los malos negocios, me respondió:
-Doctor –así me dice ella candorosamente-, a yo me da mucha pena pero no sé de que trata su “blok”, y usted puede escribir allí lo que le dé la real provocación, pero si quiere almorzar a cambio de trabajo, entonces mejor ayúdeme a repartir estos volantes en la plaza de mercado.
El punto, sin embargo, es que no soy bueno para el “marketing”, y carezco de vocación de hombre-anuncio o de payaso con megáfono, para promocionar almuerzos ejecutivos en la galería. De manera que decliné la contrapropuesta sucedánea de doña Anita. Pero ya entrado en gastos, resolví escribir la presente crítica gastronómica, de balde.
LA CALDERA DE DOÑA ANITA
“Que ayunen los santos que no tienen tripas”. Adagio popular
En Usaquén hay una manzana, en la manzana hay un mercado, y al interior del mercado hay un restaurante sin ínfulas: “La caldera de doña Anita”. Desde tiempo inmemorial -mi memoria es precaria- su dueña vende las mejores costillas de cerdo del sector, que sus clientes habituales adobamos con pulgaradas de sal, ají chivato y limón. Le echamos mano con gusto a la carne intercostal en contravía de los mandatos de la urbanidad de Carreño. Esa dicha gastronómica sólo pasa con algo de nepente autóctono, también conocido como ”refajo”, bebida preparada con dos partes de cerveza, una de “colombiana”, otra de “pony malta” y un trago de aguardiente, generalmente servida en bacinilla de metal esmaltado para consumo comunal. Al levantarse de la mesa, uno se siente como el pavo de navidad, pesado y adormecido, caminando inocente al patíbulo, a las dos en punto de la tarde.
Evidentemente no es un lugar hecho para el glamour que está vigente en la zona “U” de Usaquén. Pero resulta impensable hablar de fritanga gourmet -eso es un oxímoron-, o de un cuchuco de trigo con espinazo de marrano servido al estilo, aséptico si se quiere, pero algo triste, de Leo Espinosa. Además, el cuchuco de trigo es a la cocina vernácula lo que la sopa de cebolla es a la gastronomía francesa: un plato de origen campesino, sin alcurnia -por demás innecesaria-, es decir, una delicia sencilla. Como dice la patrona: “el cuchuco lleva trigo, lleva espinazo, lleva haba, lleva criolla, lleva papa, lleva arveja, lleva ajo, lleva junca, lleva fríjol, lleva repollo y lleva cilantro”. Lleva también mucho tiempo digerirlo, agregamos nosotros.
De suerte que las buenas maneras en la mesa no cunden en la “cocina de doña Anita” -sans façon dirían los franceses-. Allí, con frecuencia, los cubiertos son reemplazados por las físicas uñas, y el palillo en la boca al final del round contra las costillas del caribajito es una sutil condecoración al triunfo de las muelas sobre la carne. Hay en ese entrañable lugar una franca e innegociable insistencia en el mal gusto. Es cuestión de principios. Uno come, qué sé yo, acompañado de una botella con espantosas flores de plástico, azules, rosadas y amarillas; y la mesa está servida sobre un mantel prensado con un vidrio roto que generalmente cobra el atrevimiento del contacto físico rasgando las mangas de la camisa. No falta el almanaque de taller con la foto de una muchacha voluptuosa y semidesnuda que nos recuerda que la carne es débil, pero muy sabrosa.
Al finalizar la jornada gastronómica uno se debe acercar a “la caja”, donde la patrona ha puesto una advertencia para que ningún cliente se equivoque: “El que fía no está, y el que está no fía” . Y es que doña Anita sólo recibe efectivo, pues desconfía -con razón- de los plásticos expedidos por los bancos y del papel moneda de curso forzoso emitido por Sodexho pass y otras yerbas.
Pero esos detalles no sólo se le perdonan a la “Caldera de doña Anita”, sino que constituyen, a mi juicio, la esencia del mejor restaurante de Usaquén.