Esa fue la consigna que se escuchó numerosas veces, durante los tres días, 23, 24 y 25 de octubre en el marco de lo que fue la Cumbre Nacional de Mujeres y Paz. Cerca de 400 mujeres (si no fueron más) todas con sus colores, sus sonrisas, sus voces fuertes y sus delicadas formas, en una sola voz propusieron un sin número de puntos que se conocieron el último día de la cumbre.
Mujeres desplazadas, abusadas sexualmente en el marco del conflicto armado, excluidas sistemáticamente e históricamente de todos los procesos políticos, invisibilizadas, pese a ocupar un 51,2 % de población del país, todas ellas siguen exigiendo estar presentes en el proceso de paz.
Sin duda alguna, mujeres que por años han sido afectadas por los grupos armados (militares, paramilitares, guerrilla), mujeres amenazadas, con miedo de regresar a esa sociedad que ha querido excluirlas, mujeres sin oportunidades de ir al colegio o a la universidad, sin acceso a salud básica (ni siquiera esa mínima a la que accedemos en ciudades), mujeres que además han sido sometidas a la desigualdad que provoca la guerra.
Pese a todo lo anterior y sin restarle importancia a las propuestas que construyeron en el marco de esta Cumbre, lo que más me impresionó y hoy me interesa destacar, es esa verraquera que tienen estas mujeres en su andar, en su mirar, en sus palabras. Esas ganas que tienen de seguir luchando por un país más humano, más social.
Estas mujeres, todas y cada una de ellas constructoras de paz desde sus territorios, se han formado como lideresas, que se sueñan como dirigentes y que a pesar de sus diferencias se han empeñado en construir. Mujeres que luchan por la vida y porque cada día logren desde esos derechos exigibles, conquistar todas esas cosas que están muy bien consignadas en el papel.
Estas mujeres (y espero yo que todas) se sueñan una paz para ellas, para sus hijos, para sus padres, para todos, para todas, una paz en la que no importa quién o quiénes son las protagonistas, sino qué es lo que vamos a hacer para que esto cambie. Una paz donde no importen más las urnas, sino el bien común.
Es importante entonces que efectivamente se permita que las mujeres estén allí, en la Habana, porque las mujeres también somos una opción política y no queremos seguir pariendo hijos e hijas para la guerra y sí somos capaces de soñarnos (por más difícil y complejo que sea) un país en paz.