“Eritis sicut dii//Seréis como dioses”
-Génesis 3,5-
El centelleo cotidiano de las voces que atormentan en la madrugada cesa. La oscuridad, ese plano donde el alma es por fin sincera, se matiza con una luz inexplicable que se cuela por la rendija menos resguardada de la ventana y difumina un color acaramelado sobre los objetos y las personas en la habitación, tan cercano al material del que están hechas las evocaciones más íntimas de un ser humano que violenta el espíritu de sorpresa implícito en su tribu. Caminan por el techo las últimas palpitaciones, olores primarios que hacen volar una vez más la imaginación, las caricias que se atreven a rebasar lo presupuestado al inicio, las manos dispuestas a reclamar esa zona del paraíso que la realidad se obstina en negar como si la plenitud, el fin último que se persigue testarudo, fuera privilegio y no derecho. Se inventa un lenguaje sensual para explicar cuánto de soledad tiene la renuncia que está explícita. El tiempo, medida anárquica impuesta por la percepción, se consume como el combustible racionado que carboniza las alas de los querubines en el cielo. “Dura tan poco la lucidez que estúpido corrompo”, piensas, mientras a tu lado una mujer desnuda se da el gusto de soñar imposibles que ya has dado de baja en tu vida por pura terquedad. Es miedo y pretensión, una certeza envenenada y la sublimación del desasosiego lo que te hace voltear para encontrarte de frente con ella, con su materia y sus símbolos suspendidos en un estado de trance tan débil, que el mero acto de respirar se vuelve una prueba de maestría juiciosa para la quimera. Ella duerme; encuentras tan obsesivo y delicioso el acto de contemplarla que la sangre se hiela hasta el límite de la desesperación. La parte primitiva del cerebro, la que mejores réditos da cuando se obedece un instinto, envía millones de chorros de energía a las terminaciones nerviosas de las manos, niebla la razón y pide que empieces a tocar uno a uno los poros que la conforman, a seguir líneas, vellos, pliegues, cisuras y curvaturas con el sentido perfeccionista de un carnicero ávido de encontrarle el tuétano a una alucinación que se materializa quién sabe por cuánto tiempo en el lado derecho de la cama a la que te invitaron a estar sin mayores preguntas. Es entonces cuando tu alma comienza a ser peleada por el erotismo que cabalga esos mismos impulsos originarios. Acomodas el brazo izquierdo bajo la almohada, tomas una bocanada de aire, no reprimes erecciones, sudor o estertores de vida, los manejas, antes de saciar el cuerpo subvertirás con recuerdos dulces el hecho cotidiano de tener que aparentar ser un tipo correcto, rústico, modesto e incansable cazador de tesoros que no valen ser peleados a nombre de otros cobardes sólo para llevar un pan a tu casa. La estética de aquella mujer que comienzas a amar un instante se te clava directo en las pupilas, llega frontal al torrente de líquidos que confortan tu cuerpo como si de una droga sintética quemando neuronas se tratara. Sus párpados se agitan con simetría casi imperceptible, su corazón late despacio, lo suficiente para garantizarle la existencia, la piel desnuda de sus senos se desplaza y contrae armónica imitando el movimiento del mar que acabas de tener pegado en la visión que duró algunos minutos inundando tu inconsciencia. Es toda para ti, para los segmentos de memoria que comienzas a construir. Imaginas el fulgor escondido de los grandes ojos castaños que tantas cosas fascinantes generan en tu interior y no le confesarías ni siquiera bajo tortura. “Los ángeles existen”, repites como mantra cada segundo en que la devoción se hace bizarro gozo para los sentidos ya que la maldita costumbre de razonar se ha borrado de la escenografía. “Voluntad de poder: todo lo que vive quiere seguir viviendo” promulgó Nietzsche, desde su caverna en el limbo, y sólo en ese momento lleno de retazos y pulsiones, compruebas que el tipo sí fue el iluminado que las figuras que el establecimiento colocó para hablarle al rebaño, se limitaron a descalificar. Estás vivo y quieres seguir viviendo al menos media hora más. En ese momento eres uno de esos diosecitos insignificantes que no odias, eres joven pese a que aseguras que es una de tus tantas negaciones, tienes conciencia de serlo y el resto de las verdades son sofismas a los que nunca les creció cabeza. Lo único que se salva es el pequeño rocío de transpiración que hace brillar la piel de su clavícula como si fuese la bella planta carnívora que en la mañana invita a sus víctimas a contemplar su propia extensión. No eres por poco, el protagonista de Nemureru bijo, La casa de las bellas durmientes, escrita por Yasunari Kawabata, pero te pareces al anarquista Yoshio Eguchi, quien en el libro acepta a regañadientes la condición de limitarse a mirar a las jóvenes vírgenes que drogadas, son colocadas desnudas junto a un grupo de viejos que pagan por el placer de verlas dormir a su lado, con el único fin de recordar que no siempre fueron débiles, anticuados, ancianos, que en sus vidas hubo doncellas dispuestas a entregarse por pasión, amor o cualquier motivo válido para desenfrenar el vicio de respirar a placer. Al igual que tú, el viejo Eguchi, quiere tocar después de contemplar, porque ese es el sentido esencial de la lujuria: “el arte nace del dolor y la belleza del deseo”, como lo expresó el loco alemán, y comprendes que la gran privación soporta un premio inmenso prorrogable en el tiempo visto desde la cordura de las emociones. Apenas rozas esa piel conocida y extraña según la circunstancia que experimentas, te sientes incapaz de desconectar el hilo maestro de la mitología y el placer que sin pensarlo tomaron el mismo camino que has transitado cuando las ganas de perforarte el cráneo por aburrimiento te ponen contra las cuerdas. Ella está ahí para ti, hasta ese instante lo notas; todo juega a favor de tus creencias y apetitos, “así debe ser el preámbulo para quien desencarna”, dices convencido en voz baja, bisbiseando una plegaria anclada a la inocencia que heroica ha sobrevivido al adoctrinamiento del que fuiste objeto desde la escuela. Sus hombros son delgados, maravillosos, su boca, levemente abierta, comisura húmeda y delicada, deja filtrar el dulce aroma de las flores unos segundos antes de comenzar a morir. La observas, naciste para ese minuto y ninguna amenaza potencial te va a destruir la pequeña parcela que las ciegas deidades te dejaron usurpar. La vez, pero tu mundo no es perfecto. La biología cumple con su deber y el llamado de la carne es poderoso. Te acercas y la besas con intensidad. Está tibia, sus facciones vuelven a tomar el estado que brinda la realidad que su presencia tonifica. El amor es cruel, intenso, adictivo, no se hizo para egoístas. Todo vuelve a fluir en el plasma que te tiene prisionero, más vale cerrar la brecha de la ensoñación y preocuparse por cumplir los designios de la madre naturaleza, esa vieja hechicera que deja desparramados los elementos de su poder para que una jauría de pensadores tejan con ellos las condiciones que cambiarán las particularidades con las que se ceba la historia. Está a punto de despertar y sabes que la mayor virtud que tienen el deleite y el horror es que no son eternos. Eguchi, Kawabata y Nietzsche, desaparecen como el humo y los espejos que se acostumbraron a vender en otras dimensiones del tiempo. Su nombre, el de ella, se vuelve un elemento esencial de tu lista, el placer da paso a la profundidad efímera del silencio que se hace hermano de la saciedad. Los cielorrasos se vuelven hojas de papel donde apuntas las señas particulares de la mayor expresión de coherencia que has experimentado alguna vez. La verdad nos hace libres, la belleza inmortales, eso lo aprendes cuando una mujer duerme desnuda junto a ti, te das el gusto de poner en práctica aquello de humano que aún subsiste en lo recóndito del espíritu desfigurado a botellazos.