La última idea de Cantor

Jue, 03/11/2011 - 03:10
A Georg Cantor lo enloqueció el infinito. Tal vez habría terminado sus días cuerdo y satisfecho, recogiendo los frutos de su merecida gloria en su abigarrada oficina de la Universidad de Halle, si
A Georg Cantor lo enloqueció el infinito. Tal vez habría terminado sus días cuerdo y satisfecho, recogiendo los frutos de su merecida gloria en su abigarrada oficina de la Universidad de Halle, si no se hubiera empeñado en ajustar en su cabeza la inconmensurable realidad de los números cardinales. O acaso habría enloquecido de todas maneras, atormentado sin remedio por los feroces ataques de sus detractores, por las palabras inclementes de Poincaré, el intuicionista, quien había dicho de su teoría de conjuntos que no era más que una grave enfermedad, o por las afirmaciones perniciosas de Kronecker, quien lo había tildado de corromper a las juventudes con sus ideas de números transfinitos y sus pruebas algebraicas. ¿Qué se podia esperar de Kronecker, un blasfemo que afirmaba que Dios había creado los números enteros, y que todo lo demás era creación humana? Lo cierto es que nadie entendió jamás que Dios mismo le había revelado la existencia de los números transfinitos, esos diablos escurridizos que representaban el tamaño de los conjuntos infinitos. Gracias a aquella revelación el mundo conocía ahora que el conjunto de los números naturales tiene un tamaño, y que, aunque infinito, es más pequeño que el de los números reales. Pero nadie lo entendía. Ni siquiera la Santa Madre Iglesia, a cuyo seno él se había acogido siempre y a la que sólo intentaba convencer de que el infinito de los números no amenazaba el derecho incontestable del Creador de ser el dueño y la identidad misma de lo inconmensurable. Si los cardinales lo atormentaban, fueron ciertamente los cardenales, aquellos de los corredores vaticanos, quienes lo sumieron en la depresión profunda que lo llevó al sanatorio por primera vez en 1884. Lo acusaban de panteísta, de afirmar que el infinito natural de los números era la manifestación de Dios, y que además existía un infinito de infinitos en donde tal vez no habría cabida para Su omnipresencia. A los panteístas solían quemarlos en la hoguera. Ahora los relegaban a la soledad de los manicomios tenebrosos donde la luz del Universo (finito después de todo) no los alcanzara ya. Allí lo encontró Bertrand Russell a principios del siglo XX, apenas un despojo de sí mismo tratando de sobrellevar el dolor del orgullo resentido. Russell esperaba encontrar a un gran maestro, pero sólo vio a un loco a través de cuyas pupilas dilatadas se podía ver el vacío atormentado de su alma, y que le inspiró más lástima que respeto. Russell fue el primero en entender que el precio que Cantor había pagado por intentar contar lo incontable fue la cordura de sus ideas. El Universo es finito, pero no tiene límites. Infinitas son las posibles trayectorias de una partícula entre dos puntos determinados del espacio-tiempo, y todas las recorre la partícula simultáneamente, desafiando incluso nuestra intuición, y para disgusto sin duda de Poincaré en su tumba de Montparnasse. Infinitos son los números racionales y los números primos, infinitas la posibles interpretaciones de la Biblia e infinita la biblioteca de Babel, aunque no las páginas de sus libros, que suman cuatrocientas diez. Infinita es la ignorancia humana e infinitas las maneras de manipularla. Pero no es infinito Dios, que para serlo tendría primero que existir. A menos por supuesto que el infinito sea sólo una manifestación más de la inexistencia. Tal vez vislumbrar esa posibilidad fue lo que sumió a Cantor en la profundidad irremediable de su demencia. Twitter: @juramaga
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