Las brasas ardientes de Khaosan Road

Mié, 29/01/2014 - 07:56
El inglés que hablan es una mierda. De resto, todo es bueno en Bangkok: los templos cargados de oro, esos descomunales budas estilizados, la gente que le sonríe a uno y le da las gracias juntando l
El inglés que hablan es una mierda. De resto, todo es bueno en Bangkok: los templos cargados de oro, esos descomunales budas estilizados, la gente que le sonríe a uno y le da las gracias juntando las manos y haciendo una venia; sus canales y paseos por los mercados flotantes, en los que desde pequeñas balsas se regatean los productos que venden en la orilla. Bangkok me gusta mucho más que París. Sin dudarlo puedo decir que si pudiéramos ponerlas una junto a la otra, podríamos decir no solo que París es una pichurria, sino que Bangkok no está llena de franceses malgeniados, cochinos y groseros. Llegar a Bangkok sale un poco más caro que ir a Europa, pero vale muchísimo más la pena. Llevo cuatro días en este continente y, sin dudarlo, les reviento desde ya otra de mis conclusiones en la cara: Asia mata a Europa. Si hacen un esfuerzo y consiguen lo del pasaje, el resto es regalado. Yo encontré, por menos de cien dólares la noche, en un cinco estrellas chirriadísimo, un cuarto que parece diseñado para Pablo Escobar. Hay opciones muchísimo más baratas. Un parche que hice de amigas israelíes, estaban quedándose en un lugar cómodo y limpio, con baño, por doce dólares. La comida es deliciosa, con cincuenta dólares comen muy bien dos personas, cascándole a una botella de vino en un restaurante muy cachetudo, pero también, por dólar y medio se consigue un plato espectacular en cualquier carrito de la calle. Es decir, aquí, con 35 dólares diarios, se pueden venir de guerreros un combo de universitarios a pichar, a comer rico... ... y a rumbear en Khaosan Road, donde me metí una de las mejores pachangas que me he pegado en mi vida. Mi hermanito, que a sus 23 años tiene ya empacado el mundo en un morral, me habló del lugar. Cuando le dije que me quería quedar allí, me miró con ternura antes de cachetearme con una frase violenta y cargada de crueldad: “Daniel, usted, a sus cuarenta... ... ya no está para quedarse en Khaosan Road”. Me lo dijo con tal convencimiento que le hice caso. Opté por Sukhumvit, una zona tranquila donde hay muchos restaurantes que no tuve tiempo de conocer. Fue el fuego místico de Oriente, el que cocinó mi destino ese día. Al llegar a Bangkok tenía tan rayado el horario, que el motosito recargador de unos minutos, se terminó convirtiendo en un sueño denso y perpetuo de más de catorce horas, del que me despertó la aspereza ruidosa de una lima. Mi hermosa compañera de viaje, desnuda, se arreglaba las uñas en una poltrona de cuero con dragones perfectamente tallados en sus mangos de madera. “A mí me pasó lo mismo. Me desperté hace 10 minutos”, me dijo sin mirarme, provocándome con su desnudez esplendorosa. La dejé terminar. Sus dedos quedaron hermosos en sus diminutos pies de princesa. La penetré despacio, eran casi las 4:00 de la mañana y el desayuno que estaba incluido en el precio de la habitación, lo empezaban a servir desde las 5:30. Todo se dio para que ese día empezara con la tranquilidad y espiritualidad que solo puede generar un polvo perezoso en honor al primer amanecer en el Sudeste Asiático. En un salón estaba instalado el bufé kilométrico, un gran banquete repleto de platos que a mí con solo verlos me dejaron almorzado. Éramos los únicos occidentales en un espacio repleto de asiáticos arreglados y vestidos con modesta disciplina, extrañados de vernos de pie, como si fuéramos zombis caminando a la madrugada. Comimos y tomamos un taxi. Estar Khaosan Road a las 7:00 am no es estar en el lugar equivocado, sino más precisamente a la hora equivocada. El madrugón nos dejó allí, pendientes de cambiar unos dólares, reservar un tour y tomarnos un cafecito en aquella calle famosa, tan mentada por el menor de mis hermanos, que a esa hora parecía un indigente muerto: apagados sus cientos de sucios letreros de neón, un par de bares abiertos en los que reposaban cabezas trasnochadas, latas rodando por el pavimento, un ratón escapando de las rejas de una alcantarilla, papeles como gaviotas, una lesbiana rubia con corte militar llorando sobre las piernas de su novia y cuatro vikingos inmensos que se ufanaban de su raza, cantando himnos arios y salpicando el aire con la cerveza que rebosaba sus vasos largos como cuellos de jirafa. Nos fuimos adentrando en la espesura de aquella selva que aún no empezaba a rugir. Las casas de cambio no abrían sino hasta las 9:00. Optamos por caminar unos metros más en busca de un café. Encontramos un sitio pequeño en donde nos sentamos junto a dos mujeres de unos cincuenta años, una llevaba rastas y a la otra la iluminaban unos ojos verdes miel de lechuza y una sonrisa relajada. Tan pronto nos sentamos empezaron a hablarnos, algo había de ambiguo en la sexualidad de doña rasta, sentí que estaba cortejando a mi princesa que inocente le trataba de seguir la conversación con su Inglés saltarín. Venían de Israel, llevaban cinco meses vagabundeando por el Sudeste Asiático. “Cuidado con el porro porque aquí te cogen con uno y te joden”, fue lo primero que nos advirtieron. Les quedaban once días para volver a su país y tenían siete de estar en Bangkok. Ya estaba abierta la casa de cambio. Me entró el afán. Descubrí en ellas un gesto de agradable sorpresa cuando me ofrecí a pagar por sus cafés. Al mirar mi reloj empecé a sospechar: podría ser que esa calle fuera un universo perdido, un hoyo negro en el espacio donde el tiempo corre más rápido. Después de cambiar algunos dólares y viendo que el gigante seguía con los ojos cerrados, decidí ir a visitar los templos del Gran Palacio con la promesa de volver cuando hubiera despertado. En la punta de la calle, cuando ya iba a salir de ella, alguna fuerza magnética me mostró la excusa perfecta: “International Calls” alumbraba un cartel, bien al fondo de un pasadizo comercial, que servía de antesala a la recepción del único hotel de verdad, en esa calle repleta de hostales juveniles. Decidí llamar y avisarle a mi papá que había llegado vivo, exponiéndome a que se me revolviera el alma escuchando la voz del viejo, sabiendo que estábamos tan lejos el uno del otro. Al salir de la cabina y levantar la cabeza, frente a mí, un local de tatuajes repleto de premios en su vitrina. Max Tatoo se anunciaba como uno de los mejores tatuadores del Asia presumiendo con una foto mientras tatuaba el brazo de uno de los protagonistas de “Miami Ink”. “Si ese man se dejó pintar aquí, es que debe ser un gran artista”, iba pensando mientras con un susurro en la oreja, convencía a mi niña de que me esperara las tres horas que le iba a tomar a Max dejar bailando en mi brazo izquierdo a Ganish, el elefante de cuatro manos que adoran los hindúes. No pudo quedar mejor aquella divinidad que ahora adorna mi piel. Afuera del pasadizo todo había cambiado, alguien le había dado respiración boca a boca, la sangre circulaba. ¡Milagro, el muerto estaba vivo! Esa pequeña calle se había convertido en un frenético dragón en llamas. La música que explotaba en cada bar cambiaba cada diez pasos: en la calle un mercado de pequeños toldos ambulantes que ofrecían ropa y artesanías; carros de comida daban a probar sus especialidades: arroces, tallarines con mariscos, salchichas y pescado asado en pequeñas parrillas; pinchos de carne, de pollo, de rana, de alacrán, de gusano, de saltamontes, todos deliciosos, crujientes, crocantes, salados; también platos vegetarianos, coles, lechugas, brócoli, zanahorias, todo aromatizado en especias que esparcían en el ambiente aromas jamás olidos; helados artesanales; desconocidas frutas multicolores que se convierten en los famosos batidos tailandeses después de licuarlas. El caos tenía varias dimensiones: auditiva, olfativa, visual y, sobre todo, sociocultural: una montonera de jóvenes en bermudas con camisetas desgastadas y morrales al hombro, caminando de un lado al otro en total desorden, como si fuera un río con varios cauces. Europeos nórdicos casi albinos; combos de lindas gringuitas adolescentes, que celebraban la libertad e independencia de su primer viaje sin sus papitos; reinas de ojos rasgados que caminaban pasivamente; acuerpados atletas que tomaban cursos de varios meses en las academias de artes marciales; incluso, caminando muy rápidamente, cruzando la calle junto con varios amigos, puedo jurarlo, un muchacho alto con una camiseta de la selección Colombia. Me fascinan las calles convulsionadas, he podido visitar varias en varios países. Pero esta es la campeona de las campeonas ¿y saben por qué? Porque allí van a juntarse los seres más bondadosos del planeta. Khaosan Road es una ameba que vive gracias a la simbiosis impregnada de bacanería que la compone. No por nada es conocida en el mundo entero como la calle de los mochileros. Allí no van a encontrar ni una arribista estampillada de Chanel y Louis Vuitton, no existen las familias inmensas bronceadas como camarones, tampoco prepagos de tetas operadas como tangelos de Carulla, ni mucho menos pinches yupisitos playsitos ferragamiados ostentando sus Rolex al sol. Es como si para entrar pidieran visa y solo se la dieran a gente decente. No iba a ser fácil salir de allí. Por ahora, los templos podían esperar. Me compré una camiseta gris con tigres asiáticos que mi noviecita tuvo el detalle de escogerme, también otra con un Yoda de Ray-Ban polarizadas y audífonos popochos. Esa la elegí yo. Nos sentamos a almorzar en un restaurante Thai. Pedimos un cangrejo en salsa agridulce, unas verduras con carne de res y una sopa de langostinos con curry. Todo se comparte, hasta la sopa, en un plato hondo con dos tasitas al lado para que cada cual se sirva. Lo mejor fue la cuenta: 14 dólares por todo, 20 incluida una propina generosa, muy bien recibida con una sonrisa radiante, unas cervezas y un Red Bull que me tomé para ir estirando las alas. Acababa de pasar la 1:00 de la tarde y todos esos templos que presumían de su belleza en las fotografías, estaban esperando nuestra excelsa presencia. Sin embargo, Khaosan Road se da sus mañas. Una imagen bastó para retenerme: varios jóvenes riendo, parloteando, tomando cerveza, sentados sobre un acuario con los pies sumergidos en él y miles de diminutos pescaditos comiéndose hasta el más mínimo pellejo. Los pescaditos los vestían completamente desde el dedo gordo hasta un poco más arriba de la pantorrilla. Se llama Fish Spa, los mordiscos de los pescaditos son deliciosos pellizcos que ayudan a la circulación y limpian la piel como si fueran horas de estropajo con “Clorox”. Después del Fish Spa decidí probar un masaje tailandés, que terminó convirtiéndose en otra más de mis adicciones. No es un masaje normal. Le esculcan los músculos, las vértebras, cada coyuntura, con la presión de unos dedos celestiales que lograron sacarme cada uno de mis mil demonios. Al salir del masaje, ya el dragón estaba borracho. 3:00 de la tarde y los templos ya estaban ofendidos por la espera indelicada a la que los estaba sometiendo. Varios bares habían sacado sus mesas a la calle, adueñándose de ella. Desde una de esas mesas nuestras amigas israelíes nos gritaron al unísono, emocionadas al vernos presas de aquel pavimento que no nos había soltado desde las 7:00 de la mañana. Tenía sed, el sol sudaba sobre nosotros. Decidimos charlarnos una cerveza con ellas, al fin y al cabo, qué serían 15 minutos más para esos templos milenarios que llevaban décadas aguardando nuestras llegada. Después de esa primera vino otra obligada, pues una de las rondas la mandaron de algún lado y de pronto, después del show que hizo mi novia imitando a Shakira sobre la mesa, me vi rumbeando con gente de todo el mundo, que hablaba entre sí su idioma y con los demás, las carcajadas y el inglés con miles de acentos, nos servían de forma de comunicación en aquella desmesurada bacanal políglota, en la que algunos se echaban cerveza en la cabeza, otros hacían pulsos, muchos bailaban al son de los miles de ritmos que tocaba el DJ: tecno árabe e hindú, rock sesentero, pop de los ochenta, sonó hasta el “Enter Sandman” de Metallica, una ranchera y una samba brasileña. La pachanga era a color, nosotros éramos los únicos latinos en la mesa, rodeados de negros aceitunos, musulmanes desobedientes, pintosos rubios de ojos azules, Bruce Lee’s ojirrasgados, y eso sí, las hembras más hembras del planeta. Así como me gustan a mí, con pinta de culionas y marihuaneritas, ninfas preciosas que no pasaban de los 25, con sus culitos paraditos, muy bien acomodaditos en sus ligeros y vaporosos pantaloncitos de tela con arabescos y elefantes estampados. Los gustos también eran de colores, las dos israelíes empezaron a hablar la una tan cerca de la otra, mirándose con tantas ganas que se me aclararon las dudas. Por allá, en la punta de la mesa, se besaban apasionadamente un par de hombres europeos, que de alguna parte llegaron desde un principio cogidos de la mano. Y lo mejor fue cuando un sueco pelinegro llamado Bob que se había asignado la tarea de conocer todos y cada uno de los países del mundo para antes de cumplir los 35 años, llegó con cuatro adornados Ladyboys, los travestis en Tailandia. Todos brillantes, tan elegantes como ninguno de nosotros, tan chics como Madonna caminando en verano por la Quinta Avenida, sin un ápice de exceso, impecables, inmarcesibles... ...¡oh gloria a su alegría! Era mi primera fiesta con travestis y lo único que tengo para decir es que Dios los tiene que guardar en su gloria. Su desparpajo nos encendió: organizaron algo así como un concurso de bailes típicos y terminamos cada uno cantando una estrofa del himno nacional de su propio país. Fue ahí cuando el piso empezó a arder y en llamaradas inmensas y candentes empezó a sucumbir el lugar. 5:00 am. Había dejado plantados a los templos de la forma más grosera. No fue mi culpa. Me habían agarrado las brasas ardientes de Khaosan Road. Media hora más tarde, el monstruo empezaba a fenecer. Algunos caminaban sin rumbo sobre la acera. El día abría sus ojos, varios de los nuestros habían caído en la batalla. Quedaban las israelíes. A un costado de la mesa, un coreano solitario frente a su cerveza y mi muñeca mirándome con intenso enamoramiento etílico, hablándome lenta y pausadamente, con tal pasión que parecía recitándome un poema. A las 7:03 minutos de la mañana, la calle había decidido dejarnos salir de ella. Nos montamos en un Tuk-Tuk, una motocicleta, a la que le adaptan una pequeña cabina, que anda soplada haciendo sentir a los turistas como si estuvieran en una película de James Bond. Nada es más complicado que tener encima a una mujer doblada de la borrachera y cagada de la risa, tratando de pegarle a uno una mamada en un Tuk-Tuk, que corre desmierdado por las calles de Bangkok. De eso, hoy en día, puedo dar fe. A las 7:42, después de haber estado por primera vez en mi vida 24 horas seguidas turistiando en los mismos 250 metros, llegamos al hotel. En el ascensor mis oídos zumbaban. Un pensamiento inequívoco me dejó saber que mi hermanito tenía toda la razón. Allí, en ese preciso momento, supe a qué se refería cuando dijo que a mis cuarenta, ya no estaba para quedarme en Khaosan Road.
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