LO QUE DIJO CANO MINUTOS ANTES DE MORIR
Por Dick Salazar, corresponsal de guerra.
Noviembre 4 de 2011. Vereda El Chirriadero, Cauca.
“Es importante lo que un hombre dice a lo largo de su vida. Pero importa más lo que dice minutos antes de morir”. Esta frase resume la filosofía que ha inspirado mi carrera como corresponsal de guerra en los últimos sesenta años alrededor del mundo y, en particular, en Colombia. Todo empezó por casualidad el 6 de junio de 1957 en Bogotá, cuando por coincidencia me encontraba en el bar en donde la policía asesinó a quemarropa a Guadalupe Salcedo, el jefe guerrillero liberal amnistiado por el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla. Oí lo que Salcedo dijo antes de morir. Desde ese entonces tengo el vicio de querer saber cuáles son las últimas palabras que pronuncian los personajes involucrados en esta guerra que azota a nuestro país desde hace mil meses.
La muerte de Guillermo León Sáenz Vargas, comandante de las Farc y conocido con el alias de “Alfonso Cano”, era una muerte anunciada. Cuando en julio de este año supe que el Ejercito lo tenía cercado entre las montañas del Cauca y Tolima, tomé la decisión de ir personalmente a la zona con un único objetivo en mente: enterarme de lo que el jefe guerrillero diría minutos antes de morir. Quería escribir una nota al respecto y dársela a conocer a los lectores. Así fuera la última cosa que hiciera en mi vida.
El viernes 4 de octubre de 2011 me despedí de mi familia: un perro, un televisor y un viejo computador -que es lo único que tengo- y me puse en marcha hacía el río Támara al sur del municipio de Planadas, Tolima.
En un morral empaqué dos mudas de ropa, elementos de aseo personal (que es la forma más larga y elegante de llamar a mi cepillo de dientes), una pequeña carpa que compré sin pena ni gloria en El Éxito, un sleeping chévere que adquirí a crédito en Carrefour, un par de botas de caucho marca La Macha -que esperaba me dieran la berraquera que necesitaba para mi aventura- , una libreta, un esferográfico y cuatro cajas de Losartán, unas desabridas pastillas para la tensión. No era para menos, la tarea que me esperaba era realmente tensionante y estresante. Ah, se me olvidaba: me eché entre el bolsillo algo más de 190.000 pesos, una suma suficiente para darle “estatus” en la selva y en la ciudad a cualquier colombiano, según dice el Dane.
Tenía que pasar desapercibido no solamente ante las tropas del Ejercito, sino también ante las filas guerrilleras. “Un periodista independiente debe guardar distancia con todos los actores y actrices del conflicto”, reza la norma 147 de mi código personal. Después de coger cuatro flotas y caminar durante un par de días finalmente logré llegar al teatro de las operaciones. Mantenerme oculto durante casi un mes en las montañas, evadiendo el fuego cruzado, soportando las inclemencias del tiempo, aguantando hambre y sin ver televisión, valió la pena. Conseguí la información, pero quedé mamado de tanto hacerme el invisible.
El 4 de noviembre a eso de las 7:35 de la noche yo estaba a tres metros del matorral en que murió Cano en la vereda de El Chirriadero, entre las poblaciones de Suárez y Morales del departamento del Cauca, un terreno quebrado y montañoso. Oí sus últimas palabras.
Los medios tradicionales de comunicación han descrito hasta la saciedad cómo se desarrolló la Operación Odiseo en la que cayó abatido Alfonso Cano. Nos han contado quién la dirigió, cuántos aviones Supertucanos respaldaron la búsqueda, cuántos soldados participaron, etc., etc. Hasta el doctor Uribe, que estaba muerto después de elecciones, resucitó para dar declaraciones, sacar pecho y reclamarse padre de la victoria. No lo dijo, pero lo pensó, que es peor. De Cano nos han contado quién era, de dónde venía y –con su permiso y su venia- hasta cómo se venía… Se han vuelto repetitivos e inexactos hasta la monotonía. Yo, que fui testigo presencial de lo hechos, tengo una versión distinta. Una versión que va a la esencia del asunto.
Lo primero que tengo que contar es que Alfonso Cano murió de muerte natural. Es decir, en combate; que es la muerte que normal y naturalmente encuentran quienes se levantan en armas. Eso lo diferencia claramente de “Tirofijo”. Y es que Pedro Antonio Marín, conocido con el nombre de “Manuel Marulanda Vélez”, no murió de muerte natural, como se ha dicho equivocadamente en los medios de comunicación. En realidad de verdad, “Tirofijo” murió de la forma más extraña, artificial y estrambótica que puede fallecer un guerrillero: de viejo, apareándose con su fusil, sin poder tomarse el poder y tomando agua de panela.
Muchísimo antes de morir, Tirofijo le había cambiado el significado a la sigla de las Farc. Desde por lo menos el 7 de enero de 1999, cuando le incumplió la cita a Pastrana en San Vicente del Caguán y dejó la silla vacía, la sigla pasó a significar Fuerzas Artríticas y Reumáticas de Colombia. Ni siquiera con agüitas e infusiones de cocaína y otros psicotrópicos, le pudieron curar las enfermedades a la organización. El “remedio” fue peor.
La segunda cosa que quiero exponer es la siguiente. En mi opinión, lo más grave de los medios de comunicación no es tanto lo que publican, sino lo que dejan de publicar. Ningún medio ha dado a conocer lo que lleva gritando a todo pulmón Pedro Grullo desde hace más de veinte años, y que a mí me parece fundamental. Es el grito que resume lo que piensan millones de colombianos de Cano y su gente. “Hoy por hoy, estar alzado en armas es una forma de estar caído del alma. El combate de nuestro tiempo es uniendo manos y disparando abrazos”, repite obsesivamente este historiador y luchador social de raíces campesinas que vive en una casa a cinco kilómetros de El Chirriadero, rancho donde tuve oportunidad de pernoctar un par de veces invitado por su hospitalario dueño. A él le debo no haber muerto de hipotermia y de miedo. También le debo un par de cervezas. Y un abrazo. Ah, se me olvidaba: a través mió, Pedro Grullo le mandó un beso al movimiento estudiantil.
La tercera cosa que debo contar es esta: Alfonso Cano murió haciendo comparaciones históricas. Por lo que no sería raro que muriera con algo de envidia. “Petro en el Palacio Liévano y yo aquí todavía lievando del bulto”, le escuché claramente decir al jefe guerrillero cuando se escondió en el matorral huyendo de los soldados. Lo acompañaba ‘Conan’, su inseparable perro. ‘Pirulo’, su otro perro fiel, había quedado herido en una pata con ocasión del bombardeo.
Que Cano haya bautizado a uno de sus canes con el nombre de ‘Conan’, me resulta paradójico. Increíblemente el gozque es tocayo de “Conan el Bárbaro”, el personaje de ficción creado en 1932 por el escritor Robert Howard. Es el anti-héroe por antonomasia, un ícono de la fantasía norteamericana y el bárbaro más famoso de la ciencia ficción. “Hasta en la cultura guerrillera están metidos los benditos gringos”, pensé yo. ‘Pirulo’, me pareció un nombre más colombiano. Tal vez no muy elegante, pero al menos mejor que el ‘Zorro’, el ‘Gafas’, ‘Cachetes’, ‘Matacaballos’, ‘Machetazo’ y ese tipo de apodos que muchos guerrilleros tienen hoy como reflejo de la irreversible decadencia por la que atraviesa la organización.
Durante diecisiete minutos, Cano se quedó absolutamente quieto detrás del matorral. Guardó total silencio. Las montañas de El Chirriadero hicieron lo propio: también se mantuvieron calladas, sin chirriar, por orden expresa de Cano. Tal vez fue la última orden que dio el guerrillero y la primera que obedecieron las montañas en su existencia milenaria.
Cano agudizó el oído tratando de pescar el ruido de las pisadas de los militares que lo perseguían. No se escuchaba nada. No pescó nada (tal vez esta era la primera ‘pesca milagrosa’ que no le funcionaba). Todo indicaba que no había ningún cristiano a 653 kilómetros a la redonda (el caso mío, no cuenta: no soy cristiano, a pesar de que procuro comportarme como tal). Este profundo silencio me permitió oír nítidamente la respiración del guerrillero, inclusive, oír cómo le corría la sangre por sus venas. Y también oí los pensamientos que en ese momento pasaron por su cabeza. “Qué extraño país es Colombia, donde una corbata rosada como la de Petro puede más que una metralleta como la mía”, pensó Cano.
No había luna. Cano creía que la oscuridad de la noche lo protegía. Se imaginó que la oscuridad era también militante de las Farc. Y, en cierto sentido, tenía razón si uno lo piensa con claridad. Revisó su pistola y se paso la mano por la mejilla. La cara le picaba constantemente desde que se había afeitado la barba, intentando que nadie lo reconociera. Sin barba se sentía disfrazado. “Que un guerrillo ande por el monte celebrando Halloween, no es políticamente correcto”, se autocrítico Cano para sus adentros.
Entonces el máximo jefe de las Farc decidió salir del matorral. Conocía perfectamente la zona. Tenía que huir hacia el sur. Sabía que en esa dirección podía reencontrarse con dos guerrilleros que lo acompañaban cuando el Ejército inició la operación final.
Le partía el alma abandonar el cadáver de Patricia, su “compañera sentimental”, como le dicen en los medios. Él prefería llamarla “socia”, como llaman los guerrilleros a sus mujeres. “Al menos no las llaman mozas”, pensó Cano, dándose consuelo. El cadáver de Patricia yacía a 500 metros del matorral, en la casa que hacía las veces de búnker.
Dio tres o cuatro pasos, seguido por ‘Conan’ y de pronto la voz de un soldado retumbó: “¡Quieto, levante las manos!”. “Ni pal putas, chulo de mierda”, dijo Cano, expidiendo su último y más intransigente comunicado político en esta tierra, y echando a correr a la vez que disparaba su pistola.
Yo también corría en paralelo a Cano y a prudente distancia. Mi problema era evitar que me mataran confundiéndome con un guerrillero. Siempre he pensado que morir en un “falso positivo”, es absolutamente negativo.
¡Pum!, bramó como un puma el arma del soldado. Cano quedó herido en una mano. Exactamente en la mano extrema izquierda. Sin embargo, seguía corriendo. Cincuenta, setenta, cien metros… ¡Pum, pum, pum!, vomitó sus balas el fusil del soldado. Uno de los tiros hirió a Cano en una pierna. No le importó, siguió corriendo apoyándose en la otra. “El viejo mito popular de ‘La Pata Sola’ acaba de reencarnarse”, pensé yo. Cada ciertos metros el guerrillero se volteaba y disparaba con furia su arma.
Sin barba, Cano se sentía más liviano. Eso le ayudaba en su carrera de huida. Su cara se había vuelto aerodinámica. Y con tanta sangre saliéndole por las heridas, todavía más liviano se sentía. Así corrió, o mejor, voló, o mejor dicho, levitó otros cien metros. Cuando una bala de sus perseguidores se le incrustó en el cuello, Cano cayó al suelo. Comió tierra. Y tierra sin reforma agraria, que es la tierra con el peor sabor del mundo. Conan, su perro fiel, estaba a su lado. Gruñía y con una pata les hacía "pistola" a los soldados que venían a lo lejos.
Guillermo León Sanz Vargas sangraba profundamente. De sus venas salieron varios litros de sangre y el borrador de una propuesta gaseosa de paz, de la que él mismo no estaba convencido ni mucho menos sus enemigos. Cano tenía la boca torcida por la falta de su caja de dientes, pues la había tenido que dejar abandonada en la casa que se escondía cuando llegaron sorpresivamente las unidades del Ejército. Y entonces, sin dientes ni muelas, pronuncio su última frase, una frase que para muchos dista de ser incisiva: “Y pensar que los del M-19 entregaron las armas por un taxi…”
Entonces ocurrió algo que todavía no puedo creer. Y que sé que ustedes no me van a creer. Pero a mí no me importa: yo cumplo con mi sagrado deber de comunicarles la verdad, cualquiera que esta sea. Ocurrió que Conan, el perro, le corrigió la frase a su amo. “¿Por un taxi, comandante? No, por un bus… el bus de la historia”, le dijo el gozque con ojos vidriosos y un nudo en la garganta, en su primera y última intervención en el campo político. La más brillante y lúcida que yo haya oído en las montañas de Colombia.
Conan le puso una pata encima de la espalda a Cano a manera de despedida y salió corriendo antes de que llegaran los soldados y le dieran “chumbimba”.
Yo estaba escondido entre los arbustos cuando llegaron los soldados. Y cagado del susto, si se me permite la escatológica expresión. Es que nunca había oído hablar a un perro, y menos de política. Los soldados se acercaron sigilosamente con sus armas listas a disparar. Pusieron a Cano boca arriba, le alumbraron la cara con una linterna, la examinaron a fondo y se dieron cuenta que habían dado de baja al jefe de las Farc, el grupo guerrillero más viejo del mundo, un zombie escapado del cementerio de la historia, una organización responsable de haber contribuido con su accionar a la derechización y paramilitarización del país, un grupo incubado en la democracia restringida del bipartidismo liberal-conservador, una guerrilla hija de las guerrillas liberales de los años cincuenta, un grupo que nació defendiendo a campesinos de Marquetalia y terminó secuestrando a ricos, pobres, clases medias y a medio mundo para financiar la “revolución”. “La Revolución es una cosa muy importante, como para dejarla en manos de las Farc”, me había dicho dias atrás Pedro Grullo cuando nos despedimos.
“A Tiro fijo lo ‘matamos’ como diez veces; a Cano, una sola. Militarmente avanzamos hacia la sencillez matemática y el ahorro de munición.”, dijo a sus compañeros un soldado profesional de frente amplia, nariz aguileña, tez blanca y pinta de bachiller.
Horas después de morir Cano, un twittero escribió: “El exterminio planificado de la Unión Patriótica contribuyó a convertir a las Farc en un monstruo. ¿Ha aprendido la lección Colombia?”. Hasta el momento nadie le ha contestado. Y parece que nadie le responderá porque colombiano que se respete es analfabeta, políticamente hablando.
Y una última reflexión: Si 'Conan' perteneciera al Secretariado, otra sería la historia de este país...
@dicksalazar