Medellín, esta ciudad y su gente, se me parecen cada vez más a esas vedettes de moda que nos sorprenden tanto por sus fantásticas apariciones, su talento innato y su capacidad para reinventarse, como por sus múltiples escándalos entre excesos, sobredosis y muerte. A Medellín (y con ella, a casi todo lo paisa) se le quiere o se le odia con pasión, y eso por los mismos paisas, para comenzar, pero también por el resto de los colombianos y de los extranjeros que visitan la villa. Es que hace rato lo único que no puede existir, al hablar de estas ciudad, son medias tintas.
Estos dos extremos en que se le encasilla sin remedio tienen algo de vicioso, de patológico, pues no dejan ver la asombrosa multiplicidad de matices que ella representa y la reducen a una sola cara de la moneda, a una única explicación que se ajusta a los intereses económicos o políticos de algunos, a los anhelos de otros, y a las querencias y odios de tantos más.
En la primera esquina encontramos esa idea histórica de que Medellín y los paisas son la verraquera, el ombligo del país. Somos esos tipos y mujeres brillantes que todo lo hacen bien y todo les sale bonito; que forjaron estas tierras con el hacha y el machete que “mis mayores me dejaron por herencia”, que desarrollaron la industria colombiana, que construyeron el primer metro y tienen el mejor sistema de transporte del país.
Sí, dizque somos esos, los que “han pasado” la noche trágica de la guerra contra la muerte y las drogas de las últimas tres décadas y, ahora, nos llamamos ciudad moderna, competitiva e internacional. Sí, esa que recibió a los reyes de España y construyó Parques Biblioteca y escaleras eléctricas en las laderas más empinadas de la ciudad, esa que cambio armas de guerra por instrumentos musicales. Sí, esa que se puso espectacular, y es capital mundial de la moda, y tiene las mejores empresas de servicios públicos de Latinoamérica y realizó unos Juegos Suramericanos (y casi obtiene unos Olímpicos si no fuera por unas “bobaditas menores”). Y sí, esa que es la más innovadora gústele a quien le guste y chóquele a quien le choque. Sí, la misma que trajo a Madonna y, de ñapa, ahora traerá a la Beyoncé.
Para quienes así discurren, esta “Tacita de Plata” es, al menos en su grandeza y pujanza, intocable. Asisten a todos los actos promocionales de la ciudad, a donde van llevan el corazón henchido de orgullo paisa y en sus conversaciones entre amigos y en redes sociales no ahorran en elogios para su Medellín del alma. Con esa misma pasión se baten, como verdulera de plaza, en interminables y estériles discusiones con otros sordos que siempre irán contracorriente intentando alzar la voz para aguarnos tanta dicha. Porque es que, definitivamente, aquí no falta el envidioso que no puede con eso de que somos los mejores, porque vean que no han podido lograr nada de lo que aquí tenemos hace tanto y tan bueno. Porque es que ¡Eh, Ave María!
En la otra esquina están los críticos a ultranza, con o sin convicción y razón, de profundas ideas de justicia o herederos del mamertismo científico del Siglo pasado. También están todos aquellos a los que Medellín, y todo lo paisa, les huele a “fo”, los que no soportan más de un minuto a esta gentecita que se va creyendo la última cocacola del desierto.
Para este grupo, nada, o casi nada, en ningún tiempo y bajo ninguna dirección política ha ido bien. Los avances de la ciudad son paños de agua tibia, pues seguimos sin resolver los problemas estructurales de ciudad, especialmente los que tienen que ver con la delincuencia, la inseguridad, la desigualdad y la marginalidad. Cualquier logro, o título, por pomposos que parezcan, no son más que eso, pomposas estratagemas del establecimiento, alguna suerte de pan y circo para este pueblo siempre sufrido, siempre abandonado por el Estado. Estado del cual, claro está, hay que sospechar, así sea por mera prevención, pues uno nunca sabe. Por eso, ante cualquier logro de ciudad, no sobra recordarle a las autoridades la lista de mercado de los problemas urgentes que deben ser resueltos y, siguiendo a sus contradictores, se baten en discusiones personales o en redes sociales con aquellos incautos que todo lo ven bonito. ¿Cómo se va a hablar de innovación si aquí hay violencia, cómo nos vamos a gastar la plata en un concierto si aquí hay gente con hambre? Se preguntan sin descanso.
En cuanto a aquellos que han generado alergia y picazón por lo paisa, se piensa que siempre sería mejor que a Medellín le fuera un poco mal y se escribe o se habla a través de los medios de comunicación para despotricar con fuerza de esta raza de indeseables, a ver si por fin superan sus ínfulas de grandeza. A ver si descansamos de su esnobismo, de su capacidad destructiva, de su pretenciosa grandilocuencia, de su capacidad de usarlo y desecharlo todo, de su forma de ir pasando por encima de los demás con tal de conseguir sus mezquinos intereses.
Esa es, pues, la azarosa contradicción en la que se debate esta Medellín del Siglo XXI y su alma paisa. Pero, ¿por qué no reconocer que Medellín es tan bella como malvada; tan generosa y acogedora con quienes le visitan como egoísta con sus triunfos, tan innovadora como letal?
En la serie Once upon a time (Érase una vez), que transmite el canal Sony para Latinoamérica, el personaje de Caperucita Roja, que todo el tiempo ha estado huyendo del Lobo Feroz, descubre, oh sorpresa, que ella y nadie más que ella misma es el propio lobo. Comprueba que su hermosa capa roja no es más que la protección que le ha cosido su abuelita (otro viejo lobo) para evitar que, en noches de luna, revele su otra identidad, ese lobo indomable que termina por comerse, hasta los huesos, a su amado, el intrépido cazador.
Viendo Érase una vez no dejo de pensar que Medellín, como Caperucita, posee esta doble naturaleza. La ferocidad y fealdad del lobo no niegan la belleza y los buenos sentimientos de Caperucita. A pesar de nuestros años de muerte y barbarie, a pesar de que nos seguimos matando todos los días, a veces con muchas ganas, no podemos negar que hemos construido otras esperanzas, otras formas de salvar la vida. Porque aquí no se trata de negar ese lobo que llevamos por dentro y que nos ha constado tantos años de dolor y de muerte. Aquí, como en la serie, no se trata de matar al lobo, pues con él muere también Caperucita. Se trata, más bien, de dominarlo de tal modo que no necesitemos más capas y maquillajes para salir en la oscuridad de la noche. Para eso, lo primero que debemos comprender los paisas, y el resto de los mortales, es que esta doble naturaleza es parte de una misma construcción social e histórica. Desentrañar sus causas y modificar sus consecuencias es el primer paso.
Eso lo saben bien los expertos internacionales. Los mismos que, casi a diario, se pasean por Medellín reconociendo sus experiencias exitosas, o que vienen detrás de una ONG extranjera a intentar aportar una semilla a la solución de nuestros problemas. Me lo dijo un delegado del COMITÉ INTERNACIONAL DE LA CRUZ ROJA en alguna ocasión, mientras examinábamos un proyecto que buscara intervenir en las causas por las cuales muchos jóvenes son reclutados o se incorporan al conflicto armado en la ciudad: “Como a ustedes los paisas les ha pasado de todo, como aquí en Medellín se han dado tan duro, entonces se han tenido que inventar también las soluciones, porque no hay experiencias o ejemplos de donde copiar. Y, entonces, creo que no todos los inventos les han salido bien; pero, sin duda, muchos comienzan a dar buenos frutos”.
Y uno ve y sí. Nos sigue saliendo mal eso de la seguridad para todos, eso de sentir que puedas caminar tranquilo por el centro de la ciudad sin temor a que te asalten, eso de sostener y fomentar la cultura de la extorsión, del soborno y del dinero fácil. Nos siguen saliendo mal algunos de los proyectos sociales que emprendemos, entre otras cosas, porque somos grandes activistas y poco medimos el impacto de lo que con tanto esfuerzo hacemos. Nos sigue saliendo mal el examen ético, el compromiso ciudadano, el juicio moral sobre los valores que hemos determinado como constructores de nuestra sociedad.
Y nos ha salido bien, creo, ante todo, eso del arte y la cultura como transformación del ser. Y no hablo aquí de la cultura estatal, sino de esa que surge de la base comunitaria. He visto a cientos de jóvenes que se organizan y se movilizan frente a la más maravillosa gama de posibilidades de participación desde la cultura y la política, resistiendo a las fronteras invisibles, al llamado de la guerra. Nos sale bien la garantía de los mínimos vitales para los más pobres, una apuesta irrenunciable en una sociedad inequitativa, así tenga visos de asistencialismo. Nos sale bien la educación para todos y el buen comienzo desde la primera infancia, aunque no hayamos logrado retener a algunos jóvenes en las aulas, expulsados por la violencia, las drogas o el hambre. Con todo cuanto tiene por mejorar, nos han salido bien muchas de nuestras soluciones de transporte y de movilidad, lo que hoy nos pone a la vanguardia en el tema. Y nos sale bien la apertura de la ciudad al mundo, la comunicación con otras naciones y, por qué no, Medellín como el escenario de grandes espectáculos en torno al deporte y la cultura. Pues fallan también quienes creen que en medio del dolor y la muerte no debemos provocar la cultura y la celebración de la vida, del goce y de la risa, alimentos fundamentales para el alma.
Dudo que quienes no nos quieren, por lo hecho y dejado de hacer, por quienes somos como pueblo, lleguen a amar algún día a Medellín y a los paisas, por más que enmendemos nuestro camino. Es eso de los amores y desamores de la vida. Sin embargo, nuestros detractores siempre nos recuerdan nuestros defectos más notables, aquello en que más fallamos y debemos comprender para intentar mejorarlo.
Intuyo que, al paso que vamos, tendremos Lobo Feroz para rato. Pero mientras no lo olvidemos, mientras reconozcamos nuestra frágil esencia, podremos seguir inventando otras formas de habitar este valle de caliente primavera. Para eso, para protegernos del sol, también nos sirve la capa de Caperucita.
Medellín: ¿el Lobo Feroz o la Caperucita Roja de Colombia?
Lun, 29/07/2013 - 01:01
Medellín, esta ciudad y su gente, se me parecen cada vez más a esas vedettes de moda que nos sorprenden tanto por sus fantásticas apariciones, su talento innato y su capacidad para reinventarse,