Aquella noche no pudo dormir. Le dijeron que la olvidaría, que sería lo mejor para él, que tenía que salir, dejar de pensar en ella, que una noche de tragos entre amigos ayudaría. Se equivocaron. Aunque en un principio el plan funcionó, el fantasma de su presencia no demoró en aparecer. Cada sonido, cada nota musical, cada canción lo hacía recordarla. Pronto entendió que tenía que hacer algo o se volvería loco.
La noche fue planeada estratégicamente para no causar dolor. El lugar era nuevo, era la primera vez que todos iban allá, no existía la menor posibilidad de que el sitio trajera recuerdos desagradables. O por lo menos eso era lo que ellos pensaban. Para Lucas, incluso el polo sur, rodeado de absoluta soledad, era un portal a la nostalgia si escuchaba su maldita música.
Como si el universo se propusiera traer con la tibia brisa que por las ventanas se entrometía, cada una de las canciones que a ella le gustaban, la música del bar convirtió la aparente tranquilidad en un remolino de imágenes fugaces, aromas familiares, caricias pasadas y lagrimas infantiles. Ahí estaba ella, en cada una de las notas de la canción que sonaba, en aquella canción que escuchó mientras la vio por primera vez.
La conexión musical se había prolongado por meses. Durante el largo tiempo que estuvo con ella, en su memoria se formó el álbum de “música de fondo” que describiría su relación. Cada momento importante, todo pequeño detalle, cada pelea, cada reconciliación, cada chiste, cada drama (que a él le gustaba crear de la nada) tenía su canción. Ninguna otra pareja en el mundo lo ha hecho, pensaba él, somos únicos, le hacía creer ella. Incluso pensó hacer una recopilación, juntar todas sus canciones, hacer la mejor carátula del mundo, producir quinientas copias y, a toda pareja que (según él) se amara profundamente, regalarle un CD. Ellos, al escuchar la música, se amarían hasta el final de sus días. Nunca puso en práctica su idea pero estaba seguro de que funcionaría.
Pero ahora que ella ya no estaba, todas esas canciones se convertían en lanzas que apuntaban directamente a su corazón. Escuchar radio en las mañanas era la mejor manera de arruinar el día, ¿Por qué todas las canciones tenían que hablar de amor? ¿Por qué el DJ tenía que poner, una y otra vez, la primera canción que le dedicó? Incluso los comerciales de televisión tenían pedazos de melodías que lo hacían recordarla. Tomar el bus se convirtió en una tortura, un taxi era peor: la música se escuchaba más cerca y el conductor no dejaba de silbar. Las calles eran su único refugio, caminar en silencio eran de los pocos momentos en que se podía olvidar de su rostro, de su voz, de la forma sexy en que cada noche le cantaba, de los sonidos arrítmicos que su cuerpo producía, de la forma en que lo amaba.
Aquella banda que ella le había enseñado a gustar, de repente se convirtió en su peor pesadilla. Nunca más escuchó ninguno de los 13 discos que antes disfrutaban juntos, hasta la madrugada. El día en que uno de los vocalistas (el único que estaba vivo) dio un concierto en su ciudad, Lucas pensó que lo soportaría, que sería capaz de escuchar durante 3 horas la misma música que a su amada le gustaba. Fue inocente, el alcohol fue su consuelo, durante 2 días no salió de su casa.
Ver sus fotos no era tan doloroso como escuchar su voz. Una y otra vez, sometiéndose a la dosis más alta de masoquismo que cualquier ser humano pudiera soportar, repetía los poemas y canciones que ella había grabado. En cierta forma, al tiempo que sufría, sentía placer.
Sabía que no podía seguir más así, habían pasado dos años y, día tras día, su situación era peor. Dejó de tocar el piano, tenía miedo que la más mínima nota activara en su cabeza el recuerdo de alguna canción que ella hubiera cantado. Quemó las canciones que compuso, no solo para ella, sino todas aquellas en las que se hablara de amor. El artista que durante cinco años sorprendió al mundo, lleno de creatividad y encontrando inspiración en cada momento pasajero de la vida, ahora era la sombra descolorida del compositor enamorado del pasado
Pero esa noche todo cambiaría, la miseria llegaría a su fin. Salió del bar a toda prisa, inventó que le dolía la cabeza. Caminó durante quince calles, entró a su apartamento, tomó dinero y volvió a salir. Fue a la tienda de la esquina, la única que a esa hora estaba abierta, y compró lo que suponía pondría fin a su larga agonía.
Ya no había marcha atrás, lo único que podía hacer era escuchar los discos que durante tanto tiempo había evitado. Se sirvió una cerveza, abrió la primer caja, sonrió (recordó la cara de ella cuando le regaló la colección completa), y se acostó. La vigilia fue larga, durante la noche, la madrugada y la mañana siguiente escuchó por última vez cada una de las 214 canciones que describían de manera perfecta el amor que por aquella mujer había sentido.
Al finalizar la última melodía, fue a la cocina, prendió un fogón, sacó de su bolsillo una aguja, la acercó al fuego y durante unos segundos la dejó allí. Lentamente movió su mano a la cabeza y con dos pulsadas fugaces penetró sus odios. Nunca más volvería a oír, nunca más la recodaría. Por fin era libre.