“¿Por qué las colombianas son tan sumisas?”

Hubo un tiempo en que se dijo que los norteamericanos buenos cuando morían no iban al cielo, iban a París. Luego, con el paso del tiempo he visto que existen otro tipo de paraísos que esperan al hombre dependiendo de la nacionalidad. A saber: los italianos buenos cuando mueren no van al cielo, van a Brasil y a los españoles que se han portado bien les esperaba hasta hace poco la gloria en Cuba. Digo esperaba porque últimamente Colombia –¡quién lo diría!– ha adquirido visos de Shangli-La para estos últimos y puedo afirmar sin temor a pecar de exagerado, que hoy en día muchos españoles buenos cuando mueren no van al cielo…, van al Parque de la 93 en Bogotá o al Parque Lleras de Medellín. Directamente, para qué perder el tiempo internándose en la selva, subiendo a los Andes o pateándose un playa desierta. Allí, en la 93 o en el Lleras, les esperan unos ángeles rebosantes de silicona, vestidos con dos o tres tallas menos de las que requiere su anatomía y con un buen bagaje de problemas familiares que mejor no tocar con el recién llegado al cielo, no sea que se asuste y salga de nuevo corriendo hacia el limbo de Torrelodones, Alcalá de Henares, Sevilla o Santa Coloma de Gramenet. Como a lo mejor el titular de esta entrada puede haber atraído la atención de alguna feminista con la escopeta cargada contra este su seguro servidor, me apresuro a dar las explicaciones del caso. Hace algún tiempo, al entrar a una librería de las afueras de Madrid, el vendedor que me atendió al enterarse de mi nacionalidad colombiana, me formuló una de las preguntas más extrañas que ha oído referidas al carácter de mis paisanas. “Oiga –preguntó el hombre–, no sin cierta timidez, ¿por qué son tan sumisas las colombianas?”. “Bueno –le respondí–, yo no diría eso. No le digo que duerman enroscadas como algún ejemplar que pueda usted conocer por aquí, pero las hay muy bravas, se lo advierto. ¿Por qué lo pregunta?” Entonces el hombre, que pasaba de sesenta años y al que imaginé, divorciado y con algún hijo y hasta algún nieto, sacó su cartera del bolsillo, la abrió y me enseñó la foto de una morena de aire modosito y fácilmente cuarenta años más joven. “Es mi novia –me aclaró–, de Medellín, y estoy haciendo los trámites para traerla a España. Se lo pregunto porque me llama por teléfono a pedirme permiso para salir al cine con sus amigas. ¿No será –se preguntó a si mismo el librero, evidentemente con ánimo de buscar explicación a aquel prodigio– porque su padre es policía? “No lo creo –le contesté–, esa institución está catalogada por los colombianos como la mejor del mundo y sus directores generales suelen sentar cátedra a sus colegas en diversas naciones del universo, no creo que se dediquen a domar a sus hijas a tal extremo”. No hay que desperdiciar la ocasión de dejar bien alto el pabellón tricolor y aquella era oportunidad de oro para sacar pecho. “Su novia es bastante excepcional”, remaché para dar por concluido aquel examen a las virtudes patrias. El ciclo que suelen recorrer estas relaciones internacionales es casi siempre el mismo: el recién llegado al cielo se lía con el ángel sumiso descendido de Ciudad Bolívar o la Comuna 13, asume no sólo los problemas personales de su flamante novia, que no suelen ser pocos, sino también los de su parentela. Y el hombre, que ya tiene bastante con los disgustos que le proporciona su próstata,  se separa después de haber aligerado su cuenta corriente de unos cuantos miles de euros y dejando una colombiana con doble nacionalidad y aliviada del engorro que supone solicitar un visado Schenguen.