A propósito de Semana Santa

Lun, 18/04/2011 - 07:11
Cuando evoco mi infancia, aquel tiempo de Semana Santa (esperado, a veces tan lejano). Se me presenta diáfano: camino entre el torrente de gente, que sigue con esmerada devoción, la imagen del Crist
Cuando evoco mi infancia, aquel tiempo de Semana Santa (esperado, a veces tan lejano). Se me presenta diáfano: camino entre el torrente de gente, que sigue con esmerada devoción, la imagen del Cristo sacrificado. Voy pegado, cual cordero manso, a la falda de mi abuela, escuchando aquellas alabanzas, que inundan las calles del barrio. Aquello sin duda alguna, encajaba en el tradicionalismo: una herencia, un conjunto de normas, costumbres de trascendencia histórica, instauradas a través de los siglos, con esmerado sigilo, por el cristianismo. La Semana Santa, en aquel tiempo era vivida con fervor, en los rostros de los fieles, se vislumbraba la pasión, la entrega a la contemplación. Cuando se acercaba esa fecha, yo sabía que me esperaba una larga jornada, mi abuela siempre utilizaba una frase, con la que desarmaba cualquier objeción del nieto: es una semana al año. Así que sin más resistencia, asistía a las procesiones, misas interminables, el párroco y su sermón cada vez más agitado, el olor a incienso que se esparcía por el tiemplo y que impregnaba mi nariz, el viacrucis con sus estaciones y el drama de la pasión de Cristo una y mil veces representado. Pero en medio de esa euforia cristiana (de que otra forma podría llamarla), me gustaba observar el rostro de mi abuela: apacible, en un estado de contemplación, entregada con notoria fidelidad a la reflexión, pero sobre todo, algo que siempre me impresionó, el respeto indiscutible por esa tradición.  Pero era interesante, debo admitirlo, aunque yo fuera un chiquillo, que apenas podía entender el concepto de muerte (menos aun el concepto de resurrección), ese momento de Semana Santa, se presentaba ante mi, asombroso. Los días, sobretodo los jueves y viernes santos, parecían no tener fin, todo entraba en un especie de levedad, las horas transcurrían lentas y el ambiente se llenaba de ese color gris, que contrastaba de forma perfecta, con el significado de aquella jornada. En el colegio, nos preparaban para el evento: una semana antes podía observar pegados en cartelera, imágenes de Cristo, padeciendo, sufriendo los rigores de una condena injusta, sentenciado sin razón. Sentía pena por él, me quedaba mirando detenidamente aquella imagen, que lograba captar el desconsuelo, el dolor, y creo que me hacía la pregunta que mucha gente suele hacerse: ¿por qué siendo el Hijo de Dios, no hizo nada por evitarlo? Quizás su destino ya estaba trazado, eran aquellos los designios que debía seguir, para que se cumpliera el mandato de su padre. De no ser así, la Semana Santa no tendría sentido. La Semana Santa era para los niños, para mi que lo era, vacaciones intermedias, aun hoy lo son, solo que las cosas se miran desde ángulos distintos, se les dan perspectivas diferentes. Recuerdo que me reunía con los compañeros de calle, muy pocos tenían la oportunidad de viajar. Así que Semana Santa, la pasábamos en casa, algunos contaban con la fortuna de quedarse haciendo lo que quisieran, a mí, como ya dije, me tocaba seguir la programación hecha por la iglesia. Pero cada vez que tenía tiempo de escaparme de los oficios religiosos, los aprovechaba para encontrarme con mis compañeros, y aunque no lo quisiéramos, nosotros de alguna forma, también éramos contagiados de ese fervor con el que los adultos vivían esa semana. No jugábamos, ninguna clase de juego (hasta el futbol por esos días era olvidado), el deleite era contar historias, “toda historia es una historia que ya se ha contado” (Umberto Eco), historias que venían a nuestra mente, a nuestro recuerdo, quizás porque ya antes las habíamos escuchado, quizás porque la imaginación, en ese éxtasis religioso, estallaba en un orgasmo de creación ininterrumpida. Es muy similar, a lo que suele pasar, cuando hay apagones, las personas se reencuentran, se olvidan por un pequeño lapso de sus obligaciones, y se atreven a contar, retroceder en el tiempo, quien sabe cuántos años, cuando nuestros ancestros hacían lo mismo, en las noches en las que solo se iluminaban con la luna. Esa era la Semana Santa que recuerdo, con la que crecí. La visita de los parientes que nunca venían, el mote de queso, de guandul, de frijol cabecita negra, los dulces cocinados bajo la combustión de la leña y ese sabor ha ahumado inconfundible. Ahora, cada vez que los pruebo viajo hasta ese tiempo. La chicha, que decir de la chicha, si por lo menos pensáramos, cada vez que tomamos un vaso de chicha cuanto tiempo hay de tradición, nos deleitaríamos aun más con su bebida (aunque lo admito, solo me gusta la chicha en Semana Santa). Cuanta costumbre tenía la Semana Santa. No soy un ferviente religioso, ya antes me he declarado impedido para entender preceptos religiosos. Quizás soy, un nostálgico, un romántico empedernido envuelto en añoranzas de tiempos pasados. Quizás porque la Semana Santa me trae recuerdos de un ser que quise mucho. Pero quien no añora, quien no recuerda y suspira, quien no siente un soplo de nueva vida, cuando se permite el recuerdo. Las cosas han cambiado, Semana Santa perdió ese misticismo (mágico tal vez), con que transcurría en aquellos tiempos de la infancia lejana. Pero aquí estoy, anclado en el recuerdo (valioso) de lo que Semana Santa fue para mí.
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