Propuesta onomástica

Mar, 18/03/2014 - 10:55
No lo neguemos: celebrar es una de las cosas lindas que tiene la vida. Y en este país lo hacemos muy bien. Celebramos un bautizo, la inauguración de un puente, la muerte de un vallenato, el triunfo
No lo neguemos: celebrar es una de las cosas lindas que tiene la vida. Y en este país lo hacemos muy bien. Celebramos un bautizo, la inauguración de un puente, la muerte de un vallenato, el triunfo de nuestro equipo adorado, su derrota. La destitución del alcalde de turno, la elección de uno nuevo. Celebramos la partida de nuestros seres queridos a tierras lejanas, su llegada. Celebramos cuanto evento haya. Cuanta cosa se pueda, la convertimos en excusa para relajo y música. Y repito, que bueno que así sea. Pero hay una cosa que me ha resultado siempre difícil de celebrar. Hay una fecha al año en la que no da tanta alegría botar confetis y soplar pitos con un gorrito en la cabeza. El día en el que se recuerda (como si fuera posible hacerlo) el momento del nacimiento. Hablo de la fecha de cumpleaños, que entre todas las fechas de festejo y bulla es la que me resulta más triste. Y no por las razones catastróficas que invocan algunos: “un año más viejo”, “otro año en el que no se cumplieron las promesas, las expectativas”, “un año más cerca de colgar los guayos”, no. En nada tiene que ver mi desencanto con el hecho de que esté más viejo y más calvo. No. Mi negativa con esta celebración tiene que ver con ella misma. Uno sabe que se avecina la fecha terrible cuando pocas semanas antes un amigo (bien sapo, hay que decirlo) le recuerda a uno que está próximo a cumplir. Cuando uno se estaba esforzando por evitar pensar en ella, en los preparativos y en los invitados, suaz, alguien le recuerda lo inevitable: “Qué vas a hacer de cumpleaños”. Sería ideal poder pasar desapercibido durante los días inmediatamente anteriores a la fecha, y durante la fecha también. Pero las reglas de conducta humana son implacables y sería de muy mal gusto no querer celebrar el propio cumpleaños. Entonces, la fecha llega y con ella 24 horas de padecimiento. Cuando se supone que es este un momento para ser atendido y felicitado por los amigos, se convierte en todo lo contrario. Va uno de mesero atendiendo a los invitados, ofreciéndoles pasabocas, para que ellos, y no uno, pasen contentos. Es un día al año donde el imperativo “debes” sale a flote: “debes pasarla rico, no importa lo que hagas o con quien estés, es tu cumpleaños y tu deber es pasar un rato ameno en esta fecha tan importante para ti”. Me rehúso. Me niego a estar obligado a pasar un buen rato sólo porque la Tierra le ha dado, una vez más, otra vuelta al Sol. Me niego a que se me obligue a pasar rico. Me niego a atender invitados, a estar obligado a que ellos también pasen rico. Me niego a hacer cara de ponqué cuando me canten Las Mañanitas. Me niego a comer ponqué. Porque nada más falso que la sonrisa dientona cuando le cantan el cumpleaños. Y como si la cosa no pudiera pintar peor queda una perla: la fiesta sorpresa. Cristalización pura de lo dicho anteriormente. La obligación a celebrar. El mandato a pasar rico, a hacer pasar rico a los demás. El imperativo categórico onomástico. Que siempre, no importa cuanto lo intenten, se echa a perder poco antes, cuando uno se huele que algo traman. Ahí la fingida es doble. Por un lado, la de hacer creerles que no sabemos nada. Y por el otro, la de la fiesta misma. La sorpresa. El suplicio. Propongo pues, ante esta complicada posición en la que nos hemos visto metidos los enemigos del cumpleaños –celebradores de la vida–, que para el día de nuestro Santo exista la opción de escoger si deseamos o no ser homenajeados por los demás. Que exista la posibilidad de saltarnos esa fecha, de no cumplir en todo el año. Suprimirla del calendario. Nos volveremos viejos igual que los demás, pero habremos sorteado con fortuna las risas incómodas, el postre desabrido, los regalos que no queríamos, las llamadas de esos familiares que nunca aparecían. Retomaremos así los demás festejos, y seguiremos celebrando inauguraciones y bautizos y construcciones y destituciones. Incluso celebraremos los cumpleaños de los demás a costa suya. Pero siempre evitando el nuestro. Propongo que para el cumpleaños no se celebre ningún cumpleaños para tener, ahí sí, un día agradable.
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