Rebecca Gayheart y Julisa Javela Valencia son las dos caras de la misma moneda. Encarnan la vida y la muerte, la felicidad y la desdicha. En la mitología griega los dioses tenían dos cataduras, una inmensa, plena, en la que exhibían con insolente ostentación su belleza y poder, y otra, tenebrosa e infranqueable, como un desahogo de furias y venganzas. Lo apolíneo y lo dionisiaco, así lo denominó hace más de un siglo el filósofo Nietzsche al entender que la dualidad es la esencia de la vida y la naturaleza humana.
Todas y todos, o la mayoría por lo menos, hemos experimentado la tristeza y la alegría, la dicha de una buena noticia, de un detalle halagador o de un descubrimiento imprevisto. También la otra cara, el sufrimiento ante la muerte de un ser querido, el abandono, el hambre. O simplemente un desplante o una cita incumplida. Detalles que hacen la diferencia entre el ocaso –hoy llamado rutina- y el gozo. Para Balzac, por ejemplo, el secreto de la vida estaba en las pequeñas cosas, pero sobretodo en lo sorpresivo, lo que no esperamos ni intuimos que puede suceder: ganarse la lotería, una noche de amor furtivo, una mano amiga, la bondad de un desconocido, o una buena lectura.
Quién no ha sufrido o padecido el escarnio, la tirria, la muerte, o incluso, la tentación. Para Oscar Wilde, la vida siempre repite las mismas experiencias, y somos nosotros quienes hacemos de una vivencia verdaderamente relevante una imprenta que siempre intentamos repetir. La de él fue el gozo, la juventud y la belleza, su insultante inteligencia. Pero también fueron días negros, abandonado en la cárcel por su condición de homosexual, donde “el día y la noche están hechos para llorar”. El sufrimiento y la felicidad son dos caras de la misma moneda, su equilibrio es cósmico y universal, pues quien no ha conocido el sufrimiento difícilmente comprenderá el amor. O la infranqueable sentencia de que solamente podemos odiar aquello que en verdad hemos amado.
Y esa es la dualidad que enmarca la vida de estas dos mujeres: la actriz estaudinense Rebecca Gayheart atareada con su segundo hijo en espera, y la colombiana Julisa Javela Valencia, asesinada hace unos días en Alemania. La primera conocida por su exótica belleza de ascendencia de los indios cherokee, felizmente casada con el también actor Eric Dane. La colombiana, desaparecida hace casi una semana tuvo un final atroz, fue asesinada por su esposo, quien reconoció a las autoridades alemanas su culpabilidad. Ahora su familia en nuestro país espera justicia y a sus dos hijos: dos menores de 5 y 7 años. Su verdugo, Helmut Köhn aguarda la decisión de la justicia.
Al contrario de Gayhearht, cuyo segundo embarazo ha sido tema semanal de revistas y magazines: la foto con su inseparable esposo, las adquisiciones en tiendas de alta costura en Los Ángeles, la madre común y corriente que hace las compras para la alacena como cualquier ama de casa. O la consulta mensual con su ginecólogo. Encarnando el modelo de mujer exitosa gringa. Y de paso dando de comer a la musaraña de paparazzis que nunca la abandonan.
El caso de Julisa es diferente: no es un estereotipo sino una demostración, una prueba si se quiere usar el término, de que la felicidad se coarta precisamente en la realidad. De la ilusión por un matrimonio legal entre un alemán y una inmigrante colombiana que había llegado hacía poco a Europa, se pasó a las peleas y reclamos, luego a conflictos movidos por celos, y al final, sólo había una atmósfera de miedo e infelicidad.
La felicidad. La ajena nos invade o llegamos a querer imitar, o incluso a envidiar. La tristeza y el dolor están cerca o constantemente a nuestro lado: al levantarse de la cama o salir de compras, en la rutina y los desahogos, en el matrimonio o con los hijos. Como un aforismo de Wilde: “en la vida sólo hay dos tragedias, una es no conseguir lo que se quiere, y la otra, conseguirlo”.