La carta llego al final del día. Después de muchos años en este país no tendría por qué haberme sorprendido, pero lo hizo: en ella, con un tono entre enérgico y amable, el gobierno norteamericano y el estado de Texas me pedían presentarme un día de Octubre a ser parte de un panel de potenciales jurados para servir en juicios civiles y penales que se adelantaban durante esos días en las cortes de Houston. Cuando leí la carta vinieron a mi mente juicios recientes y famosos en este país, como el de George Zimmerman, de descendencia latina, acusado de asesinar por razones raciales al joven afroamericano Trayvon Martin, o el de Jodi Arias, quien asesino a cuchilladas a su novio Travis Alexander, mientras este tomaba una ducha caliente. Este tipo de procesos duran meses y así mismo la labor del jurado. Y aunque si bien es cierto que el morbo por este tipo de casos existe, también lo es que no es fácil hacer un alto y “parquear la vida” mientras uno tiene que dedicarse 24/7 a la participación en el juicio. El proceso para escoger jurado en este tipo de casos es exactamente el mismo que el para escoger jurado en un juico por una pelea de borrachos. Además, legalmente uno está obligado a servir hasta que se llegue a una sentencia, a menos, claro, que ocurra una improbable calamidad doméstica.
La carta también recomendaba arribar a las 8 AM sharp! Y así fue, llegué puntual cinco minutos antes de las ocho. La fila a pesar de ser larga se movía con agilidad, pues como es usual en Texas, las proporciones de casi todo son siempre mayores a la media del resto del mundo: a los cuatro ascensores les cabían más 20 de personas a cada uno. La edificación subterránea a la que nos hicieron seguir es un complejo gigante que como un pulpo se conecta con los cinco o seis edificios en los que se hospeda el sistema judicial federal, estatal y municipal en Houston.
Calculé que alrededor de unas mil doscientas personas debimos ser citadas aquel día, pues los cuatro auditorios, con capacidad para unas 450 personas cada uno, estaban suficientemente llenos. Una vez se llega a este auditorio, muy parecido al de cualquier universidad, nos presentan dos videos explicando en detalle cual es nuestro rol y cuales nuestras obligaciones. Después llega el momento de esperar, y esperar, y esperar. Hay una cafetería mal puesta que dispensa café aguado, sodas, papas fritas y galletas. El único confort se encuentra en el acceso libre al wi-fi.
Tras más de dos horas de silenciosa paciencia nos empezaron a llamar de acuerdo a nuestro número de citación. El auditorio se fue desocupando como en cámara lenta. Cuando ya yo estaba convencido que quedaría por fuera de cualquier jurado, pues solo quedábamos como 50 en el auditorio, una voz femenina de alto-parlante me ordenó con nombre propio presentarme en la ventanilla 3. Al llegar allí, un policía se acercó y me pido seguirlo hasta un cuarto donde me uní al resto de los 19 jurados preseleccionados para un caso de carácter penal que nos explicarían en detalle más tarde. Nos dispusieron en fila y a cada uno le asignaron un número: el mío fue el 7. El policía chicano que tomo el control, usando un tono de jefe, nos indicaba lo que podíamos o no podíamos hacer, y nos advirtió muchas veces que no debíamos perder el orden y siempre caminar en fila india de acuerdo a los números que nos había asignado.
El jurado lo conformamos 11 mujeres y 9 hombres. Entre ellos cinco afrodescendientes, seis latinos, cuatro asiáticos y cinco anglos (Houston es la ciudad del futuro en USA en términos de diversidad racial). El rango de edades era amplio, pero la más joven debía tener unos 25 años. Había una mujer en silla de ruedas y otro en muletas. Había amas de casa, abogados, ex jueces, profesores, estudiantes, ingenieros, desempleados, meseros, médicos y geólogos. Por comentarios de varios, pude deducir que había conservadores, liberales, izquierdosos, libertarios y algún fanático religioso.
Mientras caminábamos por un túnel de cerca de doscientos metros de longitud rumbo a la corte, me impresionó cruzarnos con un jovencito latino, vestido de prisionero y encadenado de pies y manos, siendo escoltado por dos policías inmensos. Las cadenas cortas que amarraban sus pies no le permitían dar pasos normales, sino pasos cortos, como saltitos, que hacían su desplazamiento bastante incómodo. No miró a nadie, evito el contacto visual que todos con morbo buscamos. No miraba al suelo, ni a las paredes, ni a nada, era una mirada extrañamente perdida tal vez en lo más profundo de sus preocupaciones.
Al llegar al lobby de espera inmediatamente afuera de la corte, el policía nos advertía acerca de los 9 dólares que nos brindaban para el almuerzo, y nos recomendó, como cosa personal, un restaurante en el que una pagaba 3 dólares por una carne, pero le servían como si hubiera pagado 7. Al entrar a la corte nos hicieron sentar en dos filas, en estricto orden numérico.
La jueza era una mujer rubia de mediana edad, alta y flaca, de inmensos ojos verdes y un lejos bonito, que usaba una toga de color negro. Empezó dándonos una cordial bienvenida e hizo una corta introducción acerca de lo importante que resultaba para el sistema de justicia la participación ciudadana como jurados de conciencia. Nos habló del caso que nos ocupaba en términos generales y también de lo esencial que resultaba que entendiéramos el concepto de duda razonable. Nos advirtió que el sistema de justicia estaba obligado a demostrar que el sindicado era culpable más allá de cualquier duda y nuestra decisión final, culpable o no culpable (guilty or not guilty), debía estar basada no en nuestra intuición, simpatía o valores personales, sino en si la fiscalía había sido capaz de demostrar la responsabilidad del sindicado. Acto seguido nos presentó al acusado, un joven inmigrante de la Africa occidental de 18 años llamado Madiba, y a su abogado defensor, un latino de hablar cansino, gordo, desgarbado y poco elegante, embutido en un traje café y una camisa amarilla, que contrastaba con una florida corbata de tonos naranja. La fiscalía estaba representada un por tres abogados jóvenes y elegantes, yuppies convencidos, que hablaban de forma elocuente y con mucha convicción.
La selección de los 6 jurados finales que deciden la suerte del sindicado se inicia cuando la fiscalía presenta el caso y hace preguntas sueltas a los 20 jurados preseleccionados. La abogada chicana, en tacones y vestido negro muy sobrio, de baja de estura pero de inmensos dientes blancos, nos preguntó si creíamos que la justicia era castigo o rehabilitación, o que opinábamos de un acusado que no testificara en su propio caso. O que si le creíamos la palabra a un policía, si no hay más testigos. El abogado defensor, con una voz tibia, empezó su intervención de forma muy inteligente al decir que aquel era el día más importante en la vida de Madiba, explicó porque alguien que no habla bien inglés correría mucho riesgo al testificar en su juicio y que muchas veces, sobre todos lo más jóvenes, son víctimas de su propio miedo.
Las respuestas del jurado a las preguntas de las dos partes dejan ver la cultura protestante americana en su máxima expresión: brutalmente honesta y sin miedo al qué dirán. Una señora, madura ella, dijo sin problema que le cree a ciegas aun policía si es el único testigo. En seguida un joven desempleado dijo que no le cree una palabra a un policía, después de la golpiza que le dieron por andar de protesta en Wall Street en Nueva York. Otro hombre, ya en uso de buen retiro dijo que si el acusado no atestiguaba él lo consideraba culpable (algo así como el que nada debe nada teme). Otro más espetó que solo Dios tiene derecho a juzgar. Finalmente una señora china mal encarada pidió permiso para ir al baño, la jueza lo negó, pero esta se paró diciendo que no se iba a mear en los pantalones y salió buscando el baño. La jueza le pidió permiso a las dos partes para continuar el juicio sin la jurado 18, a la que accedieron sin problema alguno.
En Febrero de este año Madiba se encontraba visitando a algunos amigos en uno de los suburbios de Houston. A eso de 6 dela tarde decidió irse a casa, y cuando caminaba a hacia su apartamento un policía le ordenó atender una requisa. Madiba asustado por el olor a marihuana que impregnaba toda su ropa, echó a correr, pues según contó, él temió que si lo encontraban en ese estado lo deportarían a Nigeria, de donde huyó a causa de las guerra religiosas que azotan el interior del país. Al alcanzarlo el oficial, los dos entraron en un forcejeo en el que intercambiaron al parecer puñetazos, dice el policía, mientras que Madiba sostuvo que este la emprendió a golpes en su contra y lo insulto con prejuicios raciales. Finalmente fue esposado y llevado a la comisaria, donde se le acusó de resistir un arresto, por lo que se puede ser condenado hasta un año en prisión, y de asaltar y escupir a un policía, por lo que se puede ser condenado hasta a diez años en la cárcel.
En el jurado final quedamos dos afros, dos anglos y dos latinos; cuatro mujeres y dos hombres. Nos dieron un sanduche de almuerzo y el juico siguió adelante por otras casi cinco horas. Mientras ambas partes nos llenaban de detalles acerca del pasado y presente tanto de Madiba como del Policía, los abogados claramente intentaban hacernos despertar simpatía hacia el uno y el otro. Yo me concentré en Madiba, especialmente en las expresiones de su rostro. Se le encharcaron los ojos varias veces mientras el policía contaba su historia. El, nunca testificó.
Como este caso era la palabra de uno contra la del otro, la duda razonable siempre existió. Y esto fue claro para todos cuando deliberamos la decisión final. Yo les dije que a un muchacho asustado y sin antecedentes, que se había fumado un par de cachos, no había que mandarlo un año a prisión porque no le hizo caso a un policía. Cuando regresamos con el veredicto final, Madiba estaba muy pero muy tenso. Este era el minuto más importante de su existencia. La vocera del jurado, la persona más joven del grupo, se puso de pie ante la solicitud de la Jueza y leyó el veredicto con mucha calma. En ambos cargos encontramos a Madiba “not guilty”. Este se derrumbó en su silla, y lloró abrazándose con su abogado. Los fiscales se retiraron en silencio, sin mucha molestia, y hasta con una leve sonrisa. Se irían de copas a Sambuca bar.
La experiencia me pareció fascinante. El cuento de la participación ciudadana en el sistema de justicia me reconfortó, pues creo que es la sociedad, todos nosotros, con su cultura y sus miedos, juzgándose a sí misma. Pero también me pareció una perdedera de tiempo para las cerca de treinta personas que participamos en el proceso. Este caso no ameritaba 360 horas de trabajo perdido. Sin embargo entiendo el espíritu de la ley.
Dos días después del juicio, el fiscal general de Texas me envió una carta agradeciéndome por haber cumplido con mi obligación, y un cheque por 6 dólares como compensación por los servicios prestados.
Caso juzgado
Un día en la corte del Tío Sam
Jue, 07/11/2013 - 11:18
La carta llego al final del día. Después de muchos años en este país no tendría por qué haberme sorprendido, pero lo hizo: en ella, con un tono entre enérgico y amable, el gobierno nortea