El lugar es una calle de Leiden; la fecha, agosto 26 de 1910. Dos hombres que pasan de los cincuenta años caminan lentamente siguiendo el Oude Rijn, a la altura de Herengracht. Por su andar pausado y aleatorio es posible adivinar que sus pasos no los conducen a ningún lugar en particular, que el objeto de aquel paseo no es precisamente disfrutar del día soleado, de esos días que no se ven muy a menudo en Zuid-Holland. Uno de ellos, que aparenta ser un poco mayor que su interlocutor, camina del lado derecho, más cerca del río, y lleva consigo una caja de habanos de donde cada cierto tiempo toma uno de los pequeños cilindros de tabaco y lo enciende sin prisa con la punta incandescente del puro anterior, el cual arroja inmediatamente a la superficie oscura del canal. Este fumador es quien toma el papel más pasivo en la conversación, y se limita a escuchar a su compañero, sólo interrumpiéndolo en escasas ocasiones para hacer preguntas fugaces y establecer precisiones. El otro, que usa lentes de montura redonda y que a pesar del buen tiempo viste un largo gabán oscuro que lo cubre hasta los tobillos, tiene la apariencia descompuesta y triste, luce como una persona que no ha encontrado la satisfacción o la felicidad completa y se desespera con problemas interminables e inclementes que lo golpean sin cesar desde un tiempo pasado impreciso.
Ésta es la primera conversación que estos dos hombres jamás hayan tenido. Nunca antes han intercambiado palabra, a pesar de que en el año de 1879 se cruzaron varias veces en un mismo corredor de la Univeridad de Viena, e incluso se miraron de frente para ver reflejada en los ojos del otro la futura gloria aún contenida. La conversación, sin embargo, o para decirlo mejor, el monólogo que el hombre de los lentes sostiene con ayuda del fumador, parece bastante intensa. ¿De qué pueden estar conversando dos austríacos que nunca antes se han conocido, mientras caminan por una calle cualquiera de los Países Bajos? Tal vez podamos entenderlo mejor si regresamos unas cuantas horas en el tiempo y nos sentamos junto a un hombre que escribe versos apasionados mientras viaja en uno de los vagones del tren que hace la travesía entre Viena y Utrecht. Si nos fijamos bien, descubrimos que se trata del mismo hombre de los lentes y el gabán, sólo que ahora su expresión es mucho más serena, incluso sonriente.
Gustav -así se llama el hombre- escribe un poema que piensa entregar a su esposa Alma a su regreso a Viena. Tiene la esperanza de que tal vez la lírica podrá lograr en el corazón de Alma lo que no logra su cuerpo ya destrozado por la enfermedad. Sólo al terminar el poema, Gustav recuerda de nuevo que las cosas han ido demasiado lejos y que su mujer, veinte años menor que él, ya ha encontrado a alguien que puede satisfacerla a plenitud, un arquitecto joven y apuesto cuyo nombre es Walter Gropius. Su capacidad para componer ya no es la misma desde que se enteró de la infidelidad de su esposa. De hecho su obra ya está consumada, y lo que resta de su talento apenas le alcanzará en los próximos meses para terminar su Das Lied von der Erde. Tal es el efecto que un amor no correspondido tiene incluso en los ánimos de los grandes artistas, o tal vez debería decir, sobre todo en los ánimos de los grandes artistas, susceptibles por naturaleza a la depresión crónica. Antes de un año Gustav estará muerto, y de poco habrá servido esa cita que hoy ha solicitado con el profesor Freud en Leiden. Toda la ciencia del novedoso psicoanálisis no será suficiente para curar a Gustav de sus más íntimos delirios interiores. Gustav Mahler ya nunca será el mismo, Gustav Mahler ya está muerto, aunque todavía respire.
Twitter: @juramaga
Un paseo
Mar, 25/10/2011 - 22:02
El lugar es una calle de Leiden; la fecha, agosto 26 de 1910. Dos hombres que pasan de los cincuenta años caminan lentamente siguiendo el Oude Rijn, a la altura de Herengracht. Por su andar pausado y