Para hacer un descubrimiento científico, así sea de una subdivisión del átomo o de un continente entero, no es suficiente ver algo que nadie antes ha visto. Un descubrimiento requiere saber qué es lo que se está descubriendo, y poder ponerlo en relación con el resto de las cosas y las leyes que rigen el universo. Después de tener una hipótesis acerca de qué es lo que se descubrió y cómo encaja con todo lo que ya está descubierto, hay que llevar esa hipótesis a los centros en que se hace la ciencia –universidades, laboratorios, editoriales, observatorios, etc.- para que la comunidad científica lo estudie y finalmente lo legitime, y lo incluya en la visión del mundo que la comunidad comparte, en base a la cual hace todos sus futuros descubrimientos. Que un señor vea un nuevo compuesto químico o un virus o una molécula en el microscopio de su casa, por más que nadie antes la haya visto, no comporta un descubrimiento. Descubrir requiere ver algo, para comenzar, pero después requiere inventarle un lugar en el mundo, ponerle un nombre y hacer que la comunidad lo use, en pocas palabras, apropiarse de ese descubrimiento.
En ese sentido, Colón no descubrió América. Colón encontró a América sin saber que era América, pensando, incluso después de su cuarto viaje y hasta el día de su muerte, que había llegado a una parte inexplorada del Asia, cosa que en sus cálculos tenía sentido porque había zarpado desde España con el objetivo de hallar una nueva ruta de comercio con Oriente. Colón no le puso nombre a América, porque pensaba que ya lo tenía, que ya hacía parte del mundo. Sin embargo, sí le puso nombre a los sitios por los que iba pasando y a los puestos o caseríos que iba fundando, actitud colonialista muy propia de la mejor investigación científica. De todos modos, mientras Colón estuvo vivo, América no existió. Ya el término Nuevo Mundo, sin embargo, había sido acuñado por otro explorador de origen italiano que parecía tener una idea más clara de lo que se habían encontrado del otro lado del Atlántico. Su nombre era Américo Vespucio.
En una carta a su protector Lorenzo Pier Francesco de’ Medici, Vespucio escribió durante su segundo viaje:
“Llegué a la tierra de las Antípodas, y caí en cuenta de estar frente a la cuarta parte de la Tierra. He descubierto un continente lleno de pueblos y animales, muchos más de los que hay en Europa, África y Asia”.
Ese fragmento de una carta es en realidad el verdadero descubrimiento, la apropiación de América. Diferencia el continente de todos los existentes, y le da un puesto en el mapamundi, como la cuarta parte de la Tierra. La carta va dirigida al mandatario de Florencia, uno de los centros de legitimación científica europeos. Si a Lorenzo y a su corte le parece que Vespucio tiene razón, sus hipótesis pasarán a formar parte del conocimiento aceptado por todos en cuestión de pocos meses. Y así ocurrió.
Pero los conocimientos científicos suelen tardar años o a veces siglos en volverse absolutos y definitivos, y así es como hace pocos años hubo quienes refutaron la veracidad de esa carta que Vespucio escribió, y que según ellos no escribió. Su motivación al juzgarla apócrifa parecía poco lógica: no querían, de seguro, en el siglo XXI, negar la existencia de América, o la de Américo Vespucio, del que hay retratos y estatuas en todo el mundo, incluida la noventa y seis con séptima. Parece, entonces, que lo que querían era restarle importancia a Vespucio para dársela toda a Colón, eran fans de Colón. Por suerte hubo también historiadores sensatos del otro lado del argumento, como el mismísimo Germán Arciniegas, que arguyó que Vespucio tuvo que haber ido a América o de otro modo no se explica de dónde escribió la carta, impecable silogismo digno de Les Luthiers, al que le debemos que el debate no haya pasado a mayores.
Pero así son los ires y venires de la ciencia, mucho menos directos y transparentes de lo que solemos imaginar, y muchas veces debidos a coincidencias, errores o caprichos de un solo hombre. Un caso ilustre es el de cómo se le dio el nombre al continente americano. No fue por un honor a Vespucio por parte de alguna Corona europea, ni por un centro de investigación, ni por un acuerdo entre los historiadores o los geógrafos. En 1507, un cartógrafo austríaco de nombre Waldseemüller dibujó, incluyendo la nueva parte, un mapa del mundo, que publicó y vendió. Como no sabía cómo ponerle a la nueva parte, y como había leído las cartas de Vespucio, decidió ponerle América, versión femenina de su nombre para que no desentonara con los demás nombres de continentes, también femeninos, y lo hizo con la misma arbitrariedad con que hubiera podido ponerle Colonia o Waldseemüllia. Su mapa se vendió muy bien, se distribuyó en varios países de Europa, y al cabo de pocos años ya todos se habían acostumbrado a llamarle América a esa nueva fracción de mundo.

