Señor presidente:
Quiero hablarle sin rodeos. Hay días en que lo veo comportándose como un chiquillo malcriado que hace pataleta, a veces con razón, a veces sin ella, como cuando instó a la gente a volcarse a las calles a defender una reforma a la salud que nadie conocía. Hay que dejarle la necedad a la oposición que está en campaña desde el 7 de agosto con su histerismo e histrionismo. Tampoco debiera comportarse como ese muchachito que se cree dueño de la pelota (lo es, por ahora) y dice quién puede jugar y quién no. Ese no es el Gustavo Petro por el que yo voté. Voté por uno que se mostró humilde cuando debía serlo y fuerte de carácter cuando tocaba mostrar los dientes, pero nunca (hablando de la campaña) lo vi soberbio ni arrogante. Incluso, me divertí viendo esos videos donde sus opositores gritaban con júbilo que jamás sería presidente, porque finalmente les calló la boca con la ayuda de quienes apostamos por usted.
Voté por el hombre conciliador al comienzo de su mandato, cuando recibió al señor Álvaro Uribe, prueba de que podemos convivir en la diferencia, o sea, juntos pero no revueltos. Voté por un Petro distinto al Petro alcalde de Bogotá que se quedó sin amigos cuando le retiraron los afectos cansados de su arrogancia o, a lo mejor, de sus cambios bruscos de personalidad. (No quiero pensar que tenemos un presidente bipolar).
Pensé que ese Petro había desaparecido para dar paso a uno que maduró, como los aguacates, a punta de titulares de prensa. Este Petro que veo ahora (y al que sigo admirando) necesita respirar y contar hasta diez antes de hacer, deshacer o trinar.
“Habláis cuando cesáis de estar en paz con vuestros pensamientos”, escribió Khalil Gibran, el poeta libanés, en “El profeta”.
De sus actuaciones, buenas y malas, depende que la izquierda no sea un mero accidente de la historia, una estrella fugaz en la Casa de Nariño. Un joven le diría: No deje morir a los que vienen detrás.
En su discurso de posesión citó aquella frase demoledora del final de “Cien años de soledad”.
«… porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».
Lo escuché clarito, de pie frente a mi televisor, ese 7 de agosto de 2022, mientras lo aplaudía, con emoción lacrimógena.
Por eso mismo, me conmovió la defensa que hizo de usted el ex ministro Gaviria tras salir regañado del gabinete. “El presidente Petro, de manera genuina, no política, porque lo siente y lo siente internamente, tiene una preocupación por los más jodidos de la sociedad: el habitante de calle, el reciclador, el consumidor de drogas que no encuentra ninguna ayuda del Estado… “. Eso habla bien de ambos, y le da otra vez la razón a nuestro Gabo: cuando le preguntaron qué tipo de gobierno desearía para el país, respondió sin titubeos: “Cualquier gobierno que haga felices a los pobres”. (“El olor de la guayaba”, 1982). Me atrevo a pensar que de estar vivo, Gabriel García Márquez habría votado por usted. ¡Honre sus palabras!
Acto 2
Señor presidente:
¿Quién le está hablando al oído? Hay quienes dicen que usted no se deja hablar aunque sea juicioso poniendo cuidado, y ambas cosas son importantes para un gobernante: saber escuchar pero también saber escoger a sus interlocutores. Me cuesta creer que alguien le aconsejó: salga y diga que usted no crio al joven Nicolás. Más aún, me cuesta creer que hizo caso. Eso salió mal, demasiado mal. Cada familia tiene a esa persona de la cual se avergüenza, pero está mal avergonzarse de los hijos, más tratándose de uno que le fue útil políticamente. En un país de padres irresponsables (con hijos que solo cuentan con un apellido, como yo), ese fue un pésimo mensaje. El gobierno debe ser superior al pueblo, sobre todo en el buen ejemplo. Habla muy bien del presidente que el muchacho tenga su apellido, pero usted mismo dejó ver la paja en su ojo.
Saber callar es el mejor salvoconducto contra las rectificaciones. Me explico: si ya le había pedido al fiscal investigarlo por presuntos hechos de corrupción, no había necesidad de ese exceso de sinceridad (¿candidez?) en esta Colombia cansada de las excusas para justificarlo todo. Saber callarse se volvió una virtud desde que existen las redes sociales, que todo lo magnifican, sea bueno o sea malo, sea verdad o sea mentira.
Tiene tres años y cinco meses por delante para enmendar. No piense como el político que gobierna. Piense como un estadista. El que gobierna como político es aquel que reparte amores y odios dependiendo de quién aprueba o desaprueba su gestión. Ese es el político que se ofusca con facilidad con la prensa y los columnistas. El estadista es el que actúa con serenidad budista queriendo pasar a la historia por la grandeza de sus actos, lo que –mucho ojo- nada tiene que ver con la megalomanía. El estadista es el que da lecciones, no el que espera recibirlas. Pero más allá de la terminología, levántese cada día aceptando que es un ser humano más, que no se las sabe todas y que por lo tanto necesita un equipo que lo complemente y le copie, como dicen los muchachos. Tal vez debiera trinar menos y exigirle más a su equipo de prensa, (creo advertir un problema serio con los asesores de imagen o la falta de ellos), mientras usted se dedica a hacer lo que tanto había deseado: ser el señor presidente, el que manda y al que queremos ver mandando bien, sin improvisaciones.
Necesita confiar más en sus funcionarios, no echarlos al primer desacuerdo, sin otorgarles el beneficio de la duda, sin escuchar descargos. Ya nos demostró el valor que tienen la palabra y las ideas, entonces no castre las de los demás. Hay que creer en la buena fe de la gente antes de condenarla. La inclusión de ciertas figuras en su gabinete le bajó tono a la polarización, un punto a favor, pero al sacar a tres ministros de una tacada, dejó ver su lado flaco. Otro sacudón sería algo lamentable.
No se quede solo porque ahora, cuando debe tramitar las reformas que le quitan el sueño, es cuando mejor rodeado debe estar. Agudice el oído en vez de azuzar las redes sociales. En lugar de cazar peleas, imponga otra vez los temas de la agenda nacional porque en eso también está perdiendo protagonismo, señor presidente.
Si esperó 40 años para llegar donde está no lo eche a perder por rabietas, por terco o por hablar de más. Puede ser que una parte de la prensa sea su enemiga, -hay que entender que sus dueños estarían más tranquilos con uno de los suyos en el poder-, pero no menosprecie a los medios independientes que aún existen, por fortuna. En todo caso, esa misma prensa, con sus más y sus menos, lo hizo cercano a sus electores. Existen voces valiosas como la de Ramiro Bejarano en El Espectador (su columna ¿El derrumbe?, ameritan una lectura reposada, sin animadversión, lo mismo que los editoriales de este centenario periódico).
Tómese como lo que son: una asesoría gratuita y bien intencionada. No puede aspirar a la paz total sin tener total tranquilidad de espíritu para soportar la opinión contraria. Es sentido común: Al presidente se le reconoce cuando hace las cosas bien y se le da palo cuando toca; es lo que entiendo por democracia.
A propósito, a los elenos hay que decirles que con un ex guerrillero en el poder la lucha armada ya no tiene sentido, porque parece que se están embobando, dejando escapar la oportunidad de que la historia les aplauda un gesto benevolente. Una vileza que hayan matado a nueve militares, pero que este hecho lamentable no debiite su intención de un gran acuerdo nacional a ver si cesan tantos odios entre nosotros. Escuche por favor este episodio del podcast de María Jimena Duzán, ojalá sin interrupciones.
Acto 3 (y último)
Señor presidente:
Sabemos que el poder saca canas (o las aumenta) y produce ansiedad y gastritis, además de enemigos. Por su bien y el nuestro cuide su salud mental. Después de la pandemia quedamos peor que antes, y con mayor incertidumbre sobre el futuro. Por eso hay que entender que esas ganas de reformarlo todo causan temor y su promesa de cambio debe cumplirse pero concertada y dosificada como los medicamentos, midiendo los riesgos (incluso los riesgos de la comunicación, cuando no se hace de forma asertiva) porque ya sabemos lo que pasa con el que mucho abarca. Ahí tiene de espejo el final no feliz de la reforma política; también lamento que la reforma a la salud esté cayendo en terrenos pantanosos.
La están enterrando dos señores y una señora que tienen medicina prepagada, que no saben lo que es hacer fila para reclamar medicamentos y que por lo tanto no entienden las necesidades de los que van a pie con sus quejidos. Digamos que lo malo de la élite es no pertenecer a ella.
Si al país le tomó 200 años para abrazar a la izquierda, no crea ingenuamente que en cuatro años se darán todas las transformación que tanto anhela (anhelamos). Lea entre líneas lo que quiso decir Bejarano en su última columna: "Pudo más el Centro Democrático, el partido con el que Uribe le está jugando doble a Petro y al Pacto Histórico, porque sus votos negativos contribuyeron al naufragio de una reforma por la que votaron la mayoría de colombianos”. Tampoco se fíe de Gaviria, de Cepeda ni de doña Dilian Francisca, y menos del señor fiscal que ahora lanza sus tesis envenenadas desde el exterior.
Cuando la almohada no es buena consejera, quizás una ayuda profesional sea lo adecuado para aprender a dominar las pasiones, (y usted sí que es una persona emocional), las frustraciones y las tribulaciones. No hay debilidad en ello, porque es tan de carne y hueso como el resto, y en Palacio necesitamos un ser humano lo más cuerdo posible. Aunque, con el perdón suyo, yo creo que se requiere un poco de locura para querer gobernar a este país.
Me preocupó algo que dijo la exministra Patricia Ariza en su carta de despedida: “Allí aprendí mucho, son gente inteligente: escuché discusiones de alta economía y vi en sus intervenciones, presidente, a un hombre profundamente humano, pero, a la vez, triste. No logré comunicarme con usted y lo siento, de verdad. Le pregunté a mucha gente: ¿qué le pasa al presidente conmigo? Y me decían: no te preocupes, él es así con todo el mundo. Eso me tranquilizaba, por momentos”.
Ella encontró a un hombre triste. Yo sabía que poder y soledad están hermanados. No sabía que el poder produce melancolía. Me recordó los estados melancólicos que acecharon al presidente Abraham Lincoln a causa de su depresión clínica, la que convirtió en su mayor fortaleza, pues una vez en el poder lideró las grandes reformas que reclamaba su país para ser libre y justo en tiempos de la esclavitud. Volvamos a García Márquez; siendo amigo de los poderosos, se zambulló en los intríngulis del poder: “La estrategia para conservar el poder, como para defenderse de la fama, terminan por parecerse. Esto es en parte la causa de la soledad en ambos casos”. (El olor de la guayaba, 1982).
No es más por ahora, señor presidente. Juegue bien sus cartas. Pero juéguelas como estadista o en adelante será muy difícil defender lo indefendible.