Chamo

Nadie que haya leído algunas de las columnas publicadas en KIENYKE me podrá tachar de xenófobo. He escrito aquí, y lo reitero porque lo creo firmemente, que Colombia no es tierra de acogida para extranjeros en dificultades, contrariamente a lo que ha sido la política de otros países del continente como Argentina, México o Venezuela, por ejemplo; y que eso ha sido un error y un desperdicio de talento foráneo que podría haber aportado mucho a la ciencia, al arte y a la cultura en general aquí.

Y también he escrito, y me reafirmo en ello, que la emigración venezolana a Colombia traerá a largo plazo, algunos cambios positivos en las costumbres provincianas de este país, particularmente en relación a los gustos culinarios tan pobres y poco imaginativos de los colombianos. Una gente como los ciudadanos del país vecino, que ha estado en contacto durante varias generaciones con la emigración italiana, española y portuguesa, terminará por aportar a la cocina colombiana la variedad que buena falta le hace. Solo para citar un ejemplo de entre los valores que los venezolanos pueden traer a esta sociedad aldeana, que ha vivido siempre mirándose el ombligo.

Dicho esto, hablemos francamente de un problema que ni el gobierno ni la sociedad colombiana supieron ver a tiempo, atajar, prepararse o prevenir.

Venezuela es una dictadura sui generis en varios aspectos. Casi todas las dictaduras que he conocido, sean de izquierda o de derecha, fascistas o comunistas o cercanas a esas ideologías, independientemente de los problemas que predominen en sus sociedades, suelen tener un denominador común: la seguridad en sus calles. En la España de Franco o en Chile de Pinochet era excepcional el atraco callejero. Y en la Cuba de los Castro ni para qué les cuento. Y en la China del señor Xi Jinping un atraco con resultado de víctima mortal puede terminar con un tiro en la nuca para el infractor.

En Venezuela no. Un país que ha hecho todos los méritos para ser considerado una tiranía es uno de los más inseguros del mundo, como todos sabemos ya hace tiempo. Dejo las razones de este fenómeno para los sociólogos y estudiosos, pero me temo que entre las muchas explicaciones que se podrán encontrar a esta rareza, está el reparto indiscriminado y generoso de armas que el chavismo hizo entre las clases populares para “defender la revolución”.

Reto a quien quiera apostarse conmigo un corrientazo a que me muestre un venezolano mayor de 30 años que haya cometido un delito en Colombia. Dicho de otra forma, los vecinos que delinquen entre nosotros son, en su gran mayoría, hijos del chavismo. Muchachitos a quienes pusieron una boina roja y salieron a agitar la bandera tricolor, a dar vivas a Chávez y a esperar a cambio un mercado gratuito a la puerta de sus casas. Y cuando se acabó la fiesta, pensaron que tenían derecho a reclamar “lo suyo” a la brava.

Estoy convencido de que la mayoría de los venezolanos que han huido a Colombia es gente trabajadora, honesta y con una historia de penuria y amargura digna de toda solidaridad. Y que no todos los jóvenes venezolanos que han llegado aquí corresponden al patrón descrito arriba. Pero que el caldo de cultivo de delincuencia del país vecino era un fenómeno que previsiblemente se desbordaría de este lado de la frontera, era algo evidente. No se supo o no se quiso ver, y hoy pagamos las consecuencias. 

No es que yo crea que el delincuente colombiano sea más elegante y distinguido. Ni más piadoso tampoco; pero estamos viendo en las calles colombianas un tipo de delito diferente, con una violencia gratuita desconocida o poco frecuente hasta ahora.

El caso de Gustavo Vervel, periodista de RCN apuñalado esta semana para robarle una bicicleta en Bogotá, presumiblemente por una pareja de jóvenes venezolanos, es el mismo de víctimas anónimas que han sufrido últimamente una experiencia similar; y desconocemos precisamente por eso, por ser anónimos. Y esto ante la impotencia de unas autoridades que se ven desbordadas por el fenómeno.

Soy muy pesimista frente a esta realidad. Colombia es un país de tragedias anunciadas y creo que nos encontramos ante un hecho incontenible, que se veía venir y no se atajó a tiempo. Un desastre más en el cúmulo de inseguridad, abandono e incuria estatal que vive el ciudadano de a pie en este país. Como dicen en España, éramos pocos y parió la abuela.

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