No es común ver a nuestros campesinos en las carreteras intentando vender su producción papera, sin embargo, en este último mes, un grupo de productores se ha visto obligado a pararse sobre las vías para ofrecer, a precios muy bajos, los bultos que “ya nadie les compra”.
Según los últimos boletines publicados por el Fondo Nacional de Fomento de la Papa, en Corabastos se vende el bulto de papa pastusa a $33.000, la capiro a $28.000, la criolla a $65.000 y la tuquerreña a $55.000, “sí, en nuestro país tenemos múltiples tipos de papa y en el mundo existen más de 4.000 variedades de este tubérculo que principalmente se cultiva en los Andes”, lo que contrasta con los precios ofrecidos en la carretera: desde los $7.000 Pesos por bulto.
Pero ¿qué nos trajo hasta este punto? Indudablemente la crisis del COVID-19 ha golpeado muy fuerte a grandes consumidores como los restaurantes, las cafeterías y los hoteles, mercado que representa el 30% de demanda a nivel nacional según el gerente general de la Federación Nacional de Cultivadores de Papa. Asimismo, otras situaciones como la virtualidad han cambiado los patrones de consumo de clientes frecuentes como los niños que llevaban paquetes de papa al colegio en su lonchera, por ejemplo.
Sin embargo, eso solo ha agudizado la crisis, pues hay otras situaciones que han contribuido a que hoy los paperos tengan que vender a un precio menor al valor de producción, entre las que se encuentran: la falta de planeación, asistencia, inversión y mejoramiento de la técnica de cultivo que permita el reordenamiento y programación de la producción en el país; la falta de inversión en la infraestructura de los centros de acopio, almacenamiento y las vías de distribución, así como de la logística para su reparto; y el crecimiento de la importación de papa europea, pues las compras venían aumentando 30% o 40% anualmente hasta el 2019 y entre enero y marzo del 2020 crecieron un 21%, en un país que produce más de 2.700.000 toneladas al año.
Todo este panorama, de campesinos que deben dejar perder la cosecha o que tienen casi que regalarla, parece mentira cuando nos encontramos con otras crudas realidades tales como los 18.000 niños y niñas que están en riesgo de desnutrición en nuestra ciudad según la Secretaría de Integración Social, el aumento de la desnutrición crónica y del bajo peso al nacer, “aunque es importante destacar que durante los últimos 3 años no se han presentado muertes por desnutrición en niños menores de 5 años”, o el hambre que tuvo que pasar una parte de la población a causa de esa otra pandemia, la del trapo rojo en las ventanas que evidenció la gran cantidad de hogares vulnerables, situación que no es ocasionada exclusivamente por el Coronavirus, pues en 2019 la Encuesta de Percepción Ciudadana indicó que el 14% de las personas en la ciudad consumía menos de tres comidas diarias porque no había suficientes alimentos, siendo las mujeres las más afectadas.
Luego de todo esto vale la pena reflexionar si realmente la solución pasa solo por abrir espacios de venta y dejarles comercializar sus productos a un precio que les permita recuperar los costos de producción, o si lo que se requiere es replantear las políticas y acciones enfocadas a garantizar el concepto de seguridad alimentaria, ese ideal de que todas las personas en todo momento tengan acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo para satisfacer sus necesidades alimenticias, por medio de una visión de soberanía alimentaria que rompa paradigmas sociales, brindándole a los ciudadanos la posibilidad de decidir sobre qué, cómo y quién produce, así como garantizándoles acceso a los recursos públicos como el agua, la tierra y las semillas.
No solo es “cargarnos el bulto al hombro”, sino pensar en cómo se pueden garantizar alimentos socialmente sustentables, ecológicos y que provean trabajo a la gente, tanto en nuestra zona rural, como en la ciudad, transformando una situación social y económicamente insostenible como lo es el hambre, la desnutrición y el “dumping” o la venta a pérdida, por medio de políticas basadas en la solidaridad entre ciudadanos, productores y consumidores.
Estamos en una coyuntura que exige lo mejor de nosotros y es una gran oportunidad que nos obliga a desaprender y reaprender para generar resiliencia colectiva y soluciones que impacten, de manera positiva, a aquellos que históricamente han sido los más vulnerables y a la ciudadanía en general.