Colombia tiene una obsesión: hablar de productividad como si fuera un músculo que crece solo, desconectado de la vida real. Creemos que basta con medir el PIB, atraer inversión o hablar de innovación para que el país avance, como si la economía fuera inmune al cansancio emocional de su gente. Pero la verdad es otra: un país emocionalmente agotado no produce, y el nuestro está viviendo al borde de sus capacidades.
La productividad se nos está escapando no por falta de talento, sino porque la gente está emocionalmente saturada. El 34% de los trabajadores colombianos se ausenta del trabajo por salud mental, y 1 de cada 5 personas presenta algún tipo de afectación emocional. Estamos intentando construir desarrollo sobre una población sin energía, sin apoyo y sin bienestar. ¿De qué sirve planear una reindustrialización si trabajamos con una fuerza laboral rota por dentro?
La Organización Internacional de Trabajo - OIT confirma que el estrés, la ansiedad y la depresión son hoy la principal causa de pérdida de horas laborales en América Latina, y en Colombia sectores como salud, comercio, educación y servicios registran aumentos de hasta 25% en incapacidades por causas emocionales. Eso significa menos productividad, más errores, más rotación y mayores costos operativos. ¿Cómo competir con países que invierten en bienestar si aquí seguimos tratando el agotamiento como si fuera falta de “actitud”? Esta no es una crisis silenciosa: es un drenaje económico monumental. La Organización Mundial de Salud - OMS estima que la depresión y la ansiedad provocan la pérdida de más de 12.000 millones de días laborales al año y generan costos superiores a 1 billón de dólares a nivel global.
Cada empresa que pierde un trabajador agotado, pierde dinero. Cada docente emocionalmente rebasado, afecta la formación de cientos de estudiantes. Cada equipo que trabaja bajo presión crónica produce menos, crea menos, innova menos. Estudios empresariales indican que las compañías colombianas podrían ahorrar entre el 12% y el 15% de sus ingresos si invirtieran de manera sistemática en salud mental, reduciendo ausentismo, errores y rotación laboral. No es un lujo corporativo: es un buen negocio. De hecho, los costos indirectos duplican los costos médicos. Hoy, una empresa colombiana de 100 trabajadores podría perder hasta $291 millones al año solo por variables asociadas a problemas psicológicos no atendidos. La productividad de un país es el reflejo directo del bienestar de su gente.
Y es aquí donde la convivencia y las relaciones sociales también dejan de ser temas “blandos” y se convierten en variables económicas. Un país donde estallan 118.000 casos de violencia intrafamiliar al año es un país donde miles de trabajadores llegan emocionalmente golpeados a sus jornadas. Donde las riñas, las tensiones comunitarias y la hostilidad cotidiana se traducen en estrés persistente, pérdida de enfoque y bajo rendimiento. La violencia no solo destruye hogares: destruye productividad. Si Colombia quiere mejorar su desempeño económico, también debe empezar por reducir la violencia que erosiona la estabilidad emocional de su gente.
La incapacidad del Estado para garantizar atención emocional también tiene un costo directo en el desarrollo. En la mayoría de los municipios del país la oferta de atención psicosocial es insuficiente, intermitente o concentrada solo en las cabeceras, mientras grandes zonas rurales prácticamente no tienen presencia estable de equipos de salud mental. Según el DANE, en 2024 seis millones de personas seguían en situación de pobreza multidimensional en Colombia (el 11,5% de la población), y en los centros poblados y rural disperso la incidencia llega al 24,3%, casi una de cada cuatro personas. En esos territorios, donde se cruzan pobreza, conflicto y abandono institucional, el desgaste emocional de las comunidades limita la capacidad para aprender, trabajar, emprender y proyectar futuro. La falta de atención psicosocial no solo afecta la salud: erosiona la posibilidad misma de que cada región genere riqueza. Un territorio emocionalmente abandonado termina siendo, casi siempre, un territorio económicamente estancado.
Los jóvenes en edad productiva son quizá el punto más crítico de toda esta ecuación. Sobre sus hombros recae el discurso del “futuro del país”, pero las cifras dicen otra cosa. Según el Instituto Nacional de Salud - INS, en 2025 la mayor incidencia de intento de suicidio se concentra justamente entre quienes están entrando al mercado laboral: la tasa alcanza 190,3 casos por cada 100.000 hab. (15 a 19 años) y 122,5 (20 a 24). Es decir, en el momento en que les pedimos estudiar, rendir, conseguir trabajo y “salir adelante”, una parte significativa está luchando por seguir viviendo. Y todo esto ocurre en un mercado laboral donde, según el DANE, hay cerca de 24 millones de personas ocupadas, pero más de 13 millones lo hacen en condiciones de informalidad. Pretender que esa generación, precarizada y emocionalmente al límite, sostenga por sí sola la productividad del país es, además de injusto, económicamente ingenuo: un joven que vive en modo supervivencia difícilmente puede desarrollarse laboralmente. La productividad del mañana se está definiendo hoy en la salud mental de quienes están en la cúspide de su edad productiva, y hoy esa base está profundamente agrietada.
Y mientras la economía se desgasta, la carga del bienestar emocional cae sobre las mujeres, quienes sostienen la economía del cuidado (un aporte equivalente a más del 20% del PIB) sin el más mínimo respaldo institucional. Las mujeres que cuidan, acompañan y absorben la tensión emocional de sus hogares están agotadas, y ese agotamiento termina siendo un freno laboral. El malestar emocional femenino disminuye la participación laboral, aumenta las interrupciones en su trayectoria y reduce el tiempo disponible para educación y emprendimiento. Ignorar la salud mental con enfoque de género es renunciar a la mitad del desarrollo económico del país.
Por eso, invertir en salud mental no es un “tema social”: es la política económica más inteligente que Colombia podría adoptar. No basta con tener la nueva Ley y Política de Salud Mental en el papel; hay que dotarlas de presupuesto, equipos, seguimiento y sanciones cuando no se cumplen. Rutas 24/7, apoyo psicosocial en territorios remotos, acompañamiento emocional escolar, bienestar laboral obligatorio, articulación entre salud–educación–justicia–seguridad. Esto no es sentimentalismo, es estrategia económica. Países que han implementado modelos integrales de bienestar emocional han aumentado rendimiento laboral, reducido violencia, mejorado clima empresarial y fortalecido su tejido social. Nosotros seguimos esperando resultados distintos con las mismas recetas cansadas.
Colombia no puede aspirar a elevar su productividad mientras ignora el agotamiento emocional que la está drenando por dentro. La salud mental no es un gasto: es una inversión con retorno garantizado en rendimiento, convivencia, seguridad y rendimiento económico. Ningún país crece cuando su gente está rota. Pero sí puede transformarse cuando decide sanar. La verdadera revolución económica de Colombia empieza ahí: en reconocer que el bienestar emocional es la infraestructura más importante del desarrollo.
