Hernán López Aya

De corte a corte

¿A quién me parezco? ¿A mi mamá o a mi papá?

La cédula vieja, la de color gris, tenía una foto en blanco y ‘gris’ que dejaba un serio rastro de las similitudes con mi viejo. Pero los gestos y refunfuños de los tíos conducían las semejanzas hacia mi vieja.

Lo cierto es que las herencias no se hurtan. Y en este regreso a las letras voy a hablar de dos que están ubicadas en un mismo sitio y que, por muchos años, han sido tormento para lograr imágenes decentes de documentos, fiestas, grados, cumpleaños, matrimonios, bautizos, carnés de equipos de banquitas o de clubes de alquiler de películas en VHS.

El sitio en el que reposan se llama ‘cabeza’. Por lustros he luchado con un maremágnum de crespos indomables que han generado lo que las mamás llaman ‘remolinos’ o ‘churcos’. Ese legado es el de mi madre. Y el de mi papá es una caída al mejor estilo del Salto del Tequendama, casi a 90 grados, que ínfimamente permite la conexión del hueso parietal con el occipital.

En términos de abuela: “mijo, usted tiene la cabeza plana”.

Alguien, alguna vez, me dijo que yo era ‘cabeciplano’ porque mis papás me habían querido poco, no me cargaban, habían preferido dejarme acostado bocarriba y por esa práctica mi cráneo había perdido su forma semicircular.

Con el paso de los años, hice caso omiso a tan posible hipótesis y decidí buscarle la circularidad con otros recursos y otros expertos… Esos que le cuentan a uno la vida de los demás, sin omitir detalle, y que se convierten en confesionarios andantes y fluidos analistas del ser vivo.

Creo que todo comenzó por allá en los años 80 en la peluquería Tribilín, un espacio de 40 metros cuadrados ubicado en Teusaquillo, occidente de Bogotá, dedicado a atender criaturas no mayores a cinco años de edad, con genios alborotados y con una seria aversión a dejarse cortar el pelo.

Soy prueba viviente de que mis viejos lo intentaron todo: sugirieron El Mullet; las permanentes intensas; los cortes ‘a la taza’, que en tierra cundiboyacense se le define como ‘peluquiado de totuma’; y simplemente lo dejaron así. Le soltaron la responsabilidad al destino y él no supo qué hacer.

Años después, con la llegada de las relaciones interpersonales, busqué los espacios más convenientes, de todos los precios y características. Y lo sigo haciendo.

Pero hace casi tres, ‘le pegué al perro’ y ‘le encontré la comba al palo’. Logré algo de decencia entre las olas y la tabla. Con la solución, llegó una luz de estética ‘al coco’ y también los vericuetos monetarios. Es decir: o pagaba peluquería fina y me quedaba descuadrado; o le decía al estilista del barrio que me ayudara y me fiara.

Claro… Mi opción número uno sigue siendo ‘la del barrio’. En ese sitio el corte me vale $15.000. Quien batalla con mi cabeza es un muchacho venezolano, gran ‘pana’, ágil con las tijeras y un experto en las fiestas que se hacían en Isla Margarita.

El hombre, de bacanidad, encima la lavada del pelo después del corte, regala tinto o agua aromática y cada siete metidas de cabeza da una gratis. Una ganga en estos tiempos de pandemia y reactivación económica.

No obstante, y cómo decía mi mamá, que “al que le gusta, le sabe”, decidí explorar el mundillo de la estética rimbombante y me dejé llevar por el lujo, las revistas de farándula y por un Transmilenio que me dejó cerca del Parque de la 93, en el norte de la capital.

Allí encontré un lugar en el que famosos de la t.v., de las redes sociales y del mundo del modelaje le entregan su imagen a quien le asignen en la peluquería. En este caso, y según ellos, ceden ese destino que mis papás obviaron.

Las cámaras fotográficas; los estilistas jóvenes vestidos de negro; y la música al mejor estilo del ‘Café del Mar’ invadían el lugar.

Tras el corte, llegaron los dolorosos: ¡ Me cobraron hasta la risa !

La motilada me costó $50.000; la lavada del pelo, $10.000; y un tinto americano, con varias opciones de endulce, $5.000. Fui atendido por otro bacán, amante de las motos y quien aseveró con furia que no me dejaría bajar de su silla sin una imagen ‘perfecta’.

Antes del tinto, el hombre me dijo que pidiera lo que quisiera porque ‘el chef’ me daría gusto. Y me sugirió que me tomara un whisky. ¿Qué tal que le hubiera seguido la idea? Me había tocado devolverme a pie hasta mi casa. A pesar de lo que considero ‘costoso’, el corte quedó bien y a mi esposa le gustó (sin conocer el precio).

Las opciones están sobre la mesa. Ninguna es mala. Y no deben ser satanizadas porque en mi concepto y, como coloquialmente muchos lo definen, “cada quien mira cómo se rasca las pulgas”.

Si bien es cierto que unos ganan más que otros, todos se esmeran por cumplir con su trabajo de manera pulcra, por atender de la mejor forma a quienes piden su asesoría y por fortalecer esa relación de compra y venta que, en muchas ocasiones, ha dejado sinsabores por falta de esfuerzo.

Vayan y prueben. Y miren con quién se quedan. Yo, por lo pronto, estoy definiendo la estrategia para contarle a mi esposa que el chistecito me costó $65.000 y para argumentarle que, de vez en cuando, vale la pena escoger.

Eso sí: si me pasan a la guillotina, fue un gusto conocerlos…

@HernanLopezAya 

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Hernán López Aya
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