La lectura en estos días de una noticia relacionada con cierto médico me trasladó, por asociación de ideas, a la frustración que me produjo hace años un reportaje fallido. Hubo una época en la que todo cirujano plástico que se respetara en América, se sentía en la obligación de decir que había trabajado con Ivo Pitanguy. El médico en cuestión es uno de los que dicen haberse formado en la escuela del más famoso cirujano plástico brasileño.
Ocurría en otro tiempo algo parecido con los artistas de la guitarra. Todo virtuoso de este instrumento que hubiera alcanzado cierta fama, aseguraba haber estudiado con Andrés Segovia. Yo supe de uno que sí fue alumno aventajado del maestro español, y su impresionante historia me llevó a buscarlo hasta Japón.
Siendo corresponsal en Extremo Oriente un diplomático me contó durante una cena, que él había preguntado a Andrés Segovia quién, de verdad, había sido su mejor alumno. El gran maestro de la guitarra española clásica le respondió: “Un japonés, hijo, un japonés”. Mi interlocutor percibió en la respuesta un dejo tan apenado que no pudo menos que hacerle una nueva pregunta: “¿Por qué lo dice en ese tono, maestro?” Y Segovia le contó la historia.
Me pareció tan fascinante que me puse en contacto con nuestro productor en Tokio y éste encontró al guitarrista japonés. Hicimos cuanto estuvo a nuestro alcance para que nos concediera una entrevista pero el señor Tanaka, a quien llamaré así aunque su nombre era otro, se negó rotundamente a hablar con nosotros de su vida.
Ideo Tanaka era hijo de una familia de acomodados comerciantes de cereales, y cuando manifestó a su padre la decisión de convertirse en intérprete de guitarra española, el jefe del clan familiar recibió la noticia poco menos que como una afrenta. Ideo era el hijo mayor y estaba destinado a manejar el negocio de su familia, a la muerte de su padre o en el momento en que éste decidiera retirarse.
Pese a la oposición familiar, Ideo —que había empezado a tocar el instrumento muy joven como un pasatiempo— se matriculó en una de las muchas y muy buenas academias de guitarra clásica que había en Tokio. Hasta que un día, Andrés Segovia hizo una presentación magistral en un teatro de la capital japonesa.
El joven artista se presentó a Segovia, éste vio sus cualidades excepcionales y lo acogió como alumno aventajado. La culminación de aquel padrinazgo por parte del maestro y virtuosismo por parte del alumno, fue que Ideo ganó el primer premio del más prestigioso concurso internacional de guitarra que entonces se celebraba en Londres.
Con el diploma del galardón en sus manos se presentó a su padre, pensando que aquel triunfo convencería al jefe del clan familiar de que el camino del muchacho era su vena artística y no el comercio de granos. Pero no hubo manera. Al señor Tanaka continuaba sin convencerlo la profesión escogida por su hijo.
Ideo entonces, presa de una dolorosa incertidumbre, se aisló durante unos días en un pequeño hotel a las afueras de Tokio. Quería reflexionar a solas sobre su destino, que oscilaba entre exhibirse en los escenarios del mundo o seguir el próspero negocio de cereales que había enriquecido a su familia; y comprendió que solo una decisión radical podría apartarlo definitivamente de la guitarra española.
Fue a la cocina del establecimiento, se hizo con una hachuela de carnicero, puso la mano izquierda sobre un mesón de madera y con un golpe seco y certero, cortó las dos últimas falanges del dedo meñique. Aquel ritual atroz llamado yubitsume, aquel gesto irreversible, acabó con la carrera del más brillante alumno del maestro Segovia.