No pasa un día sin que aparezca un nuevo libro sobre lo que ocurre actualmente en China o un análisis sobre su “milagro económico”. Se habla de apertura económica, mano de obra barata, ambición geopolítica e incluso del autoritarismo estatal, pero rara vez se menciona el verdadero motor del fenómeno: la educación. No es casualidad que el país que lidera la producción de motores de búsqueda, baterías, patentes, trenes de alta velocidad y paneles fotovoltaicos haya invertido tanto en la formación de científicos, ingenieros y técnicos. China ha situado la educación en el centro de su proyecto social y económico, combinando pragmáticamente tradición, sistema y ambición.
Recuerdo una experiencia personal que resulta ilustrativa. En 1989, mientras cubría como periodista la ocupación de la Plaza de Tiananmén y los sucesos previos a la tragedia, una de las cosas que más me sorprendió fue la actitud de los jóvenes manifestantes. Por supuesto, la principal reivindicación era política, pero me llamó la atención cómo muchos, entre un tema y otro, mencionaban el TOEFL. Yo, en aquel entonces, no tenía ni idea de qué era aquello: se trataba del examen de inglés que abre las puertas a las universidades norteamericanas. No solo hablaban de democracia, sino también de becas, de estudios, de competencia global.
En China, aquel interés por la formación superior, por la excelencia académica, ya era una obsesión nacional. No es de extrañar que hoy, según diversos informes, casi un millón de chinos estudien en el extranjero cada año, y que una gran parte de la élite política y empresarial del país —desde el propio Xi Jinping, alguno de cuyos hijos estudió en Norteamérica, hasta el más modesto obrero con aspiraciones— tenga experiencia universitaria o un hijo educado en Europa o Estados Unidos.
Pero la historia de la educación china no comienza con becas y exámenes internacionales. Su raíz más profunda se encuentra en el confucionismo, la filosofía que durante siglos moldeó la cultura del país y su relación con el saber. Ese espíritu aún permea, incluso hoy, las aulas, donde el esfuerzo es casi una religión y la ambición académica es socialmente aplaudida. Si a esto le sumamos el modelo soviético de educación superior, adoptado en la década de 1950, tenemos el cóctel perfecto: la disciplina confuciana se alió con un sistema técnico y científico, centralizado y orientado a resultados, que multiplicó laboratorios, universidades y centros de investigación en tiempo récord.
Aquel modelo generó, entre otras cosas, una educación pública, gratuita y de calidad, vinculada a la planificación industrial y tecnológica. El Estado decidía qué se estudiaba y para qué: metalurgia, energía, tecnología, ingeniería, electrónica, materiales... Todo en función de las necesidades estratégicas nacionales. No se trataba de formar filósofos o poetas —al menos no en masa—, sino de producir especialistas capaces de impulsar una revolución industrial propia. Y lo consiguieron. Hoy, China gradúa anualmente casi cinco veces más científicos e ingenieros que Estados Unidos, y siete veces más ingenieros que toda Europa unida.
Esa cultura educativa ha convertido a China en una incubadora de talento a escala global. Pero no es solo cuestión de números: la calidad del capital humano chino permite que el país aprenda, copie, adapte y, finalmente, innove a un ritmo imposible para la mayoría de las naciones. Si un país con 1.400 millones de personas invierte en educación de calidad, acabará acumulando una capacidad productiva capaz de competir con cualquier otro.
Por supuesto, no todo es perfecto. El sistema chino ha tenido —y tiene— defectos: un exceso de memorización, poca tolerancia al pensamiento crítico y una presión social extrema. Pero los resultados están ahí. Cuando se pregunta por qué los consumidores chinos disfrutan de servicios de posventa y mantenimiento más eficientes y baratos que en Occidente, la respuesta es la misma: la educación genera una masa laboral capacitada, motivada y ávida de progresar.
El “milagro chino” no es, pues, fruto de una astucia geopolítica ni de una dictadura eficaz. Es el resultado de una apuesta educativa colosal, sostenida durante décadas, basada en una tradición cultural que valora el esfuerzo, un sistema público que prioriza la excelencia técnica y una ambición colectiva que anhela el progreso. Si Occidente quiere entender el ascenso de China, debería dejar de buscar explicaciones exóticas y mirar al aula, al laboratorio, a la universidad.
Parodiando aquella famosa frase de Bill Clinton durante su campaña presidencial, cuando señaló la recesión de los años 90 como el verdadero desafío de la Norteamérica de entonces: el secreto del llamado “milagro chino” es mucho más pedestre y universal. Es la educación, estúpido.