Vivimos en una época en la cual la histeria se activa a la velocidad de un clic, y cualquier colectivo puede ser señalado como amenaza y convertido en chivo expiatorio de males que tienen raíces mucho más profundas. Lo preocupante no es solo la exageración de las amenazas, sino el precio silencioso que pagamos: cada pánico moral deshilacha el tejido social y enmaraña la conversación pública.
Stanley Cohen, profesor emérito de sociología en la London School of Economics, lo anticipó en su libro Folk Devils and Moral Panics, cuando escribió que “las sociedades, de tanto en tanto, se ven sacudidas por episodios en los que ciertos grupos son definidos como enemigos de los valores y los intereses colectivos”. En esas turbulencias, dejamos de vernos como amigos, vecinos, o colegas y pasamos a clasificarnos en bandos irreconciliables. El otro deja de ser persona para transformarse en un riesgo ambulante.
No es raro que, tras un hecho violento ampliamente difundido surja una ola de comentarios y mensajes que colocan bajo sospecha a comunidades enteras y quienes lucen “diferentes” son vistos como amenazas latentes. En redes sociales, las historias individuales se mezclan con prejuicios y se amplifican hasta convertirse en supuestas verdades absolutas. Así, un miedo legítimo —surgido por la inseguridad— se transforma en histeria colectiva, y la solución parece ser señalar, excluir o castigar a un grupo entero, sin espacio para los matices ni para el entendimiento real de las causas de la problemática.
Bajo ese contexto el daño al tejido social se intensifica. Cada vez que cedemos al impulso de etiquetar a un grupo entero como amenaza, rasgamos algo vital: la confianza, no solo en las instituciones, que también sufre, sino de aquella que fomenta la convivencia, la que nos hace mirar al otro sin miedo, la que sostiene la empatía, la solidaridad y la vida compartida en la calle, en el trabajo o en la escuela.
David Garland, referente en el campo de la criminología y la teoría social, en su libro The Culture of Control, advierte que “las sociedades modernas viven atrapadas en un ciclo de alarma y control, donde el miedo alimenta políticas punitivas que a su vez generan más división social”. Es tentador para políticos y medios vender miedo, porque moviliza. Pero el miedo también destruye la base de la sociedad: la posibilidad de reconocernos como parte de un mismo proyecto común, aun en la diferencia.
La pregunta es inevitable: ¿cuánto perjuicio al tejido social estamos dispuestos a tolerar por la comodidad —o el poder— de tener siempre a quien temer o culpar? Por supuesto, es más sencillo encontrar culpables externos que admitir que nuestros problemas son complejos, que exigen políticas públicas serias y no atajos punitivos.
No se trata de negar los riesgos. Se trata de asumirlos con rigor. No todo miedo es irracional, pero debemos aprender a identificar cuándo estamos ante una amenaza real y cuándo ante una construcción social amplificada que sirve a intereses políticos o mediáticos. Cada vez que una ola de pánico moral arrasa con los matices, estamos más cerca de vivir en sociedades crispadas, incapaces de tejer vínculos sólidos.
Una forma de proteger el tejido social es cultivar el hábito de la duda razonable. Preguntarnos siempre: ¿quién se beneficia de este miedo? ¿Dónde están los datos? ¿Qué tan proporcional es la alarma frente a los hechos?
A Colombia le urgen líderes capaces de sostener la calma cuando todo alrededor empuja al pánico, que protegen nuestro tejido social: esa red invisible que nos permite vivir juntos, aunque pensemos distinto; como bien nos enseñan Cohen y Garland, las llamas del miedo nunca se detienen donde esperamos. Siempre, terminan devorando algo más que al supuesto enemigo, y el precio, casi siempre, lo pagamos todos.