
Hace tiempo estoy convencido de que las redes sociales son unas máquinas de perder amigos, Facebook muy especialmente. A Twitter le encuentro cierta utilidad; seguir en la red del pajarito azul algunos medios serios y personajes de solvencia que te alerten puntualmente de sus contenidos, en el caso de los primeros, y conocer sus opiniones, en el de los segundos, puede resultar provechoso.
Con la red del Sr. Zuckerberg en cambio, mi balance personal es desastroso. Dondequiera que te encuentres, con la polarización en que estamos inmersos todos —pongo los tres países que por diversas razones me son más cercanos: Colombia, Estados Unidos y España— hay que andarse con pies de plomo. ¡Ay de ti si en Colombia opinas en FB en contra de Álvaro Uribe, en Norteamérica contra Donald Trump o en España contra Pablo Iglesias! A este último me quiero referir hoy, pues llevaba tiempo esperando este momento.
Durante los años en que fui corresponsal de Televisión Española en Sudamérica, tuve que viajar muchas veces a Venezuela y cubrir para aquel medio los acontecimientos que tenían lugar en ese país. Me tocó ser testigo de la tragedia de los venezolanos desde el momento mismo en que un militar golpista, gracias en buena medida al lince de Rafael Caldera, llamó moribunda a la Carta Magna de aquellas gentes, se ciscó en ella y lo demás es historia.
En casi todos esos viajes a Caracas pude comprobar, entre otras muchas cosas, cómo la capital venezolana se había convertido en la Disneylandia de la izquierda europea, particularmente de la izquierda española. Por razones profesionales, pues a todos hay que oír cuando andas en ésas, me tocó compartir mesa y mantel con algunos de aquellos personajes. Bastante folclóricos casi todos, dicho sea de paso.
Muchos, no todos, sentían la necesidad de manifestar su progresismo ideológico con el atuendo: gafitas redondas de Trotsky, boinas del Che Guevara, coleta de Raúl Castro en la Sierra Maestra, barbas de Fidel, perilla de Lenin, gorra de Mao con estrella roja en la proa; en fin, una pasarela left fashion de lo más apañada. Ya les digo, como niños con las orejas de Mickey Mouse en Disneylandia.
Babeaban con su comandante, un zambo llanero con nada que copiar de su atuendo más que una boina roja, que en España les daría un aire poco progresista; más bien lo contrario, por razones que ahora no vienen a cuento. Pero estaban encantados con sus discursos, con sus gestos atrabiliarios y teatrales (inolvidable aquel “¡exprópiese!” en medio de la plaza) …, y con los generosos contratos con los que el comandante petrolero tuvo a bien regarlos en su momento, como más tarde vinimos a saber.
Mi sorpresa fue grande cuando, al cabo del tiempo, encontré a aquellos peregrinos, que acudían a Caracas como creyentes al santuario de Lourdes, a la cabeza de un movimiento de izquierda que ilusionó nada menos que a cinco millones de votantes en España. Con su émulo de Trotsky había compartido el pan y la sal en Venezuela.
El pastor de aquella grey se llamaba Pablo Iglesias y juró su primer cargo público copiando la fórmula del zambo llanero; con quien ya se había derretido en elogios en un anodino programita de televisión suyo llamado La Tuerka, nombre que a Freud le habría dado que pensar. El caballero posa de macho alfa.
Dije lo que pensaba de él en la red de don Mark Zuckerberg y por ello perdí el favor de queridísimos amigos, admiradores, seguidores y votantes de aquella luminaria en ascenso. Entre tanto, el señor Iglesias iba por la política española como un elefante en una cristalería. Pronostiqué que, a pesar de sus zarrapastrosos andares, terminaría jugando al pádel con langostinos, y me quedé corto.
Gracias a otro avispado de la política, Pedro Sánchez, el paso de Iglesias por el Gobierno de España dejó a un partido que fue fundamental en la convivencia de los españoles, el PSOE, tocado de ala, como se ha visto en la última cita electoral que se celebró allí en estos días. Unas elecciones en Madrid que no solían importar ni a los madrileños.
Tras una sonora derrota se va Pablo Iglesias a hacer de Che Guevara virtual, deja la política. Pero es coherente, cae en brazos de su nuevo padrino, un multimillonario maoísta que ya se ocupará de nutrir su cuenta en euros. Ningún reproche, al fin y al cabo Deng Xiaoping dijo que “enriquecerse es glorioso”. ¡Ah!, pero deja instalada a su señora en el Gobierno, ocupada de la causa de las mujeres.
No ha valido la pena perder amigos en una red social por quien no es hoy más que una excrecencia de la política, pero ya está hecho. Una lástima.